Finalmente, terminaron de comer y los visitantes se aprestaron a partir de Friarsgate. La flamante pareja los acompañó hasta sus caballos. Una llovizna comenzó a caer.

Lord Cambridge se sintió embargado por una profunda tristeza cuando abrazó a su sobrina.

– Tesoro, tienes un esposo adorable. Cuídalo bien y haz las paces lo antes posible, por tu bien y el del niño. -La besó en ambas mejillas y la mantuvo en sus brazos unos segundos más-. Has hecho una excelente elección, Elizabeth, y él también.

– Ojalá pudieras quedarte, tío -dijo la sobrina en tono infantil.

– Si me quedo mucho tiempo más, Will va a pensar que lo he abandonado. No, querida. Es preciso que regrese. Hace rato que dejé de ser joven, aunque no es algo que suela admitir ante cualquiera. Ha sido un invierno largo y difícil, paloma. -Volvió a besarla, esta vez en la frente, y luego montó su caballo-. ¡Rosamund, tesoro, adieu, adieu! ¡Logan, querido, tu compañía ha sido deliciosa! ¡Baen, cuida a la heredera! ¡Es hora de marcharme! ¡Adiós, adiós a todos!

– Volveré dentro de unas semanas, cariño, a fines de mayo -dijo Rosamund a su hija-. Según mis cálculos, el niño nacerá a mediados de junio. Baen, por favor, no le permitas hacer tareas pesadas.

– Puedo ocuparme perfectamente de mi trabajo, mamá.

– Tú sí, pero el niño no soportará que andes corriendo de un lado a otro. Debes descansar hasta que nazca.

– ¿Como hiciste tú? -replicó la joven con ironía. Rosamund comenzó a reír y abrazó a su hija.

– Al menos inténtalo.

– Por una vez en tu vida, escucha a tu madre, Elizabeth -dijo Logan Hepburn-. Y recuerda que él puede pegarte a ti, pero tú no puedes pegarle a él.

Elizabeth estuvo a punto de protestar, pero enseguida se percató de la broma y soltó la risa.

– ¡Así me gusta! Estuviste muy hosca toda la mañana, ¡No sabes cuánto me alegra que me despidas con una sonrisa! Baen, cuídala bien ¡Dios los bendiga!

Elizabeth y su flamante esposo permanecieron afuera hasta que el último visitante desapareció de su vista. Maybel y Edmund los esperaban en el salón. A Edmund se lo veía mucho mejor que varias semanas atrás, aunque su brazo aún colgaba inerte.

– Acerquémonos al fuego -invitó a los ancianos-. Lamento haberlos llamado tan tarde anoche, pero mamá insistió en que la boda se celebrara hoy a la mañana temprano porque estaba ansiosa por llegar a Claven's Carn. Edmund, mi esposo se hará cargo de la administración de las tierras, según establece el contrato marital. ¿Serías tan amable de enseñarle el trabajo y asesorarlo? Les recuerdo que yo seguiré siendo la autoridad.

– Por supuesto -asintió Edmund-. Vendré mañana mismo.

– No -dijo Baen-. Si no es molestia, preferiría ir yo a su casa. De paso, veré los rebaños y contaré a los nuevos corderos.

– Siempre serás bienvenido en mi hogar -replicó el anciano.

Los hombres siguieron discutiendo sobre asuntos del trabajo mientras Maybel y Elizabeth conversaban en voz baja. En un momento apareció Albert anunciando que el carro estaba listo para llevar a los Bolton a su hogar. Se podía ir a pie hasta la casa, pero Edmund no estaba en condiciones de caminar. La pareja de ancianos les deseó muchas felicidades a los recién casados y luego se marchó.

– Bien, a trabajar. No pertenecemos a la nobleza, de modo que no perderemos más tiempo en celebraciones. Hay muchas cosas que hacer -dijo Elizabeth en un tono seco y cortante.

– De acuerdo, pero primero saquémonos los trajes nupciales.

Ella se sorprendió al ver que Baen se había instalado en la alcoba contigua a la suya.

– ¿Quién te dijo que durmieras aquí?

– Tu madre, pero si quieres me mudaré a otro lugar.

Tras considerar la propuesta unos instantes, la joven respondió:

– No me importa dónde duermas. Solo te pido una cosa, Baen. No sacies tu lujuria en este cuarto, lleva a las damas a los establos.

– ¿Cómo tú me llevaste a mí? -le recordó con una sonrisa maliciosa- Sabes muy bien que, para mí, no hay otra mujer más que tú.

– Pero tuviste otras mujeres.

– Por supuesto. Tengo diez años más que tú y no soy un monje

– Está bien, no me importa.

– Sí te importa. Y, para tu tranquilidad, prometo mantenerme casto hasta que estés dispuesta a volver a hacer el amor conmigo.

– ¡Jamás volveré a acostarme contigo!

– Sí, lo harás. Te amo, Elizabeth Meredith Hay, pese a que me usaste vilmente para conseguir un heredero.

– ¡Es cierto! -Baen se echó a reír.

– No sabes mentir, esposa mía. Solo querías disfrutar del placer.

– ¿Piensas perder la mañana discutiendo conmigo en lugar de trabajar? -dijo Elizabeth furiosa. Luego entró en su alcoba, cerró la puerta con un fuerte golpe, y se dispuso a cambiarse las ropas. Estaba ansiosa por ponerse los vestidos amplios y sueltos que se había acostumbrado a usar.

Pronto desaparecería la escarcha de los campos y empezarían a arar la tierra. Ella había aprendido a rotar los cultivos para que la tierra no se agotara y tenía que decidir qué plantaría en las distintas parcelas. En completo silencio, Nancy la ayudó a vestirse. La muchacha sabía muy bien cuándo hablar y cuándo callarse.

– Este será un día como cualquier otro -le dijo mientras la doncella le ataba el cuello del vestido-. Estaré en la biblioteca.

– Sí, mi ama -replicó al tiempo que Elizabeth salía de la habitación. Nancy miró a su alrededor. No sabía si el amo dormiría con su esposa, pero, por las dudas, decidió cambiar las sábanas y ventilar la cama.

La dama de Friarsgate utilizaba la biblioteca como lugar de trabajo. Era un cuarto cálido y acogedor. Afuera llovía a cántaros y lamentó que los invitados se hubieran marchado con tanta prisa. Todo el mes de abril era así, húmedo y lluvioso. Estiró las piernas para calentarse los pies.

Estaba casada. Era la esposa de Baen MacColl. Baen MacColl Hay, se corrigió. No había dudas en torno a la legitimidad del niño que llevaba en su vientre. Iba a ser el próximo heredero o heredera. No pensaba acostarse nunca más con Baen. Él había logrado su propósito, ya había conseguido una esposa que le arreglara la vida. Tarde o temprano daría cuenta de que su intención de no cohabitar con él iba muy en serio, y entonces saldría a buscarse una amante.

¡No! ¡No iba a permitirlo! La sola idea de que otra mujer yaciera sus brazos y saboreara sus besos embriagadores le provocó un súbito ataque de celos. ¡No! Si ella iba a permanecer casta, él también. Aunque Baen lo negara mil veces ante ella y ante todos los que quisieran escucharlo, estaba segura de que lo único que le importaba era Friarsgate ¿Cómo no iba a codiciar esas tierras? El hijo bastardo del caudillo de las Tierras Altas, el pobre muchacho que no tenía nada para ofrecer salvo su lindo rostro, era ahora dueño de Friarsgate. ¡Qué golpe magistral! Bueno, no sería exactamente dueño, pues las tierras las iba a heredar su hijo algún día. No obstante, Baen gozaría del privilegio de cabalgar libremente por los prados y de ser el amo para la gente del pueblo.

Se levantó de la silla con dificultad y se sentó frente a la mesa que utilizaba para trabajar. Desplegó un mapa de sus campos y lo estudió cuidadosamente a fin de decidir qué semillas plantar en cada uno de ellos. Ese año iban a necesitar más heno, de modo que marcó primero los prados donde lo sembraría. Trazó un círculo alrededor de tres campos situados al oeste y decidió destinarlos al centeno a fin de rellenar el suelo. El maíz iría aquí, la cebada allá y el trigo más allá. Luego eligió los campos donde cultivaría cebolla, guisantes, alubias y repollo. Una vez diseñado el plan, se sintió satisfecha. Más tarde tendría que verificar si las semillas almacenadas eran suficientes.

Escuchó un golpe en la puerta. Baen la abrió y se quedó parado en el umbral.

– ¿Tienes alguna tarea para mí? -preguntó-. Mañana veré a Edmund y luego hablaré con los pastores.

Elizabeth le indicó con la mano que entrara. Se sentía más fuerte y segura luego de volcarse al trabajo de todos los días. Aunque tuviera un esposo, seguía siendo la dama de Friarsgate.

– Ven a ver cómo he trazado las áreas de cultivo y dame tu opinión.

Baen rodeó la mesa hasta quedar parado junto a ella y observó el mapa.

– ¿Por qué no plantarás nada en estos campos?

– Siempre dejo algunos campos en barbecho y planto centeno para rellenar el suelo. ¿Tu padre no hace lo mismo?

– No puede darse ese lujo, Elizabeth. Sus tierras no son tan grandes como las tuyas y debe ganarse la vida con lo que tiene. A propósito no tuve tiempo de decírtelo antes, pero te he traído mi dote.

– ¿En serio? -La comisura de sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba.

– La mayoría de las ovejas que te compré el año pasado y sus corderos.

– ¡Qué bien! Eres un hombre acaudalado.

– Bueno, fueron tuyas en un principio.

– Pero tú las adquiriste honradamente.

– Supongo que estarán muy contentos de regresar a Friarsgate. Las pasturas de las Tierras Altas no son tan exuberantes como las de aquí. Las ovejas no la pasaron muy bien.

– ¿Cuántos corderos son?

– Una docena, no más, aunque el carnero era de lo más vigoroso -murmuró.

Elizabeth se ruborizó.

– Quiero que te fijes si la provisión de semillas es suficiente. Lleva el mapa contigo cuando vayas al granero. Y si te queda tiempo, podrías visitar a las campesinas que hilan la lana. Edmund te indicará dónde encontrarlas. Averigua cuánto produjo cada una de ellas. Debo preparar el embarque para nuestro agente en los Países Bajos. La llegada de la lana de Friarsgate es siempre bienvenida en los mercados.

Baen salió de la biblioteca y dejó a Elizabeth enfrascada en sus asuntos. Su flamante esposa ya estaba trabajando. Se preguntó si otras parejas de recién casados pasaban el día de su boda igual que ellos. Su esposa ocultaba su enojo bastante bien, pero lo trataba con una fría arrogancia que no condecía con su naturaleza pasional. Baen se dio cuenta de que la convivencia iba a ser difícil y de que iba a costarle conseguir el perdón de la joven y reconquistar su corazón. Pese a todo, no tenía la menor intención de darse por vencido y pensó que al final ella lo comprendería. ¿O no?

Cada día de las semanas siguientes fue idéntico al anterior. Se levantaban, desayunaban, salían a trabajar. Al mediodía hacían una pausa para comer -el almuerzo era la comida principal de la jornada- luego volvían a trabajar hasta la puesta del sol. A la noche los criado les servían una colación y luego Elizabeth corría a encerrarse en su a] coba. Solo le dirigía la palabra para impartir órdenes o discutir asuntos de trabajo. No se mostraba abiertamente hostil e incluso escuchaba con suma atención los consejos de su esposo, pero la relación no era como antes y ella no hacía ningún esfuerzo por cultivar la intimidad.

El vientre le pesaba cada vez más. Caminaba como un pato, resollaba al moverse y el mal humor crecía semana a semana. Baen esperaba con ansiedad la llegada de su suegra.

– Me has preñado de un gigante -le dijo irritada una noche.

– Todos los hombres de la familia son corpulentos. Sin embargo, Ellen, mi madrastra, era delgada como tú. Y no tuvo problemas cuando dio a luz a Gilbert; lo sé porque estuve presente. Nuestro hijo será un hombre robusto.

– Más vale que sea un varón, porque una mujer tan grande jamás conseguirá marido. Además, la gente se burlará de ella. No me digas que tu hermana es corpulenta.

– No, Margaret es menuda y delicada.

– Y es religiosa, ¿verdad?

– Sí, como tu tío Richard.

– Podríamos jugar a algo. ¿Sabes jugar al ajedrez?

– Sí, traeré el tablero.

– Me siento nerviosa esta noche.

Baen colocó el tablero y le ofreció elegir las piezas. Le sorprendió que ella escogiera las negras. "Negras como su estado de ánimo" -pensó.

– Seré el caballero blanco, entonces -dijo Baen en tono divertido.

– Eso piensa mi familia.

– Nadie me obligó a regresar contigo.

– ¡Pero lo hiciste! Friarsgate era una oferta muy tentadora y no pudiste rechazarla.

– El contrato marital que he firmado dice que aun cuando tú y el niño murieran, Dios no lo permita, Friarsgate volverá a tu madre. No me casé por ningún motivo espurio, Elizabeth, sino por amor. Pero cada día me resulta más difícil amarte porque me hieres con tu lengua, más filosa que una espada. Además, podrías haberme avisado de que estabas encinta; podrías haber pedido a mi padre que aprobara nuestro casamiento. Pero no lo hiciste, y solo acudiste a él cuando tu madre se enteró del embarazo.

– ¡Soy una mujer! Y las mujeres respetables no andan rogando a los hombres que se casen con ellas. ¡Eras tú quien debía proponerme matrimonio!

– Las damas respetables tampoco seducen a sus empleados. ¿Y cómo podía proponerte matrimonio si no tenía nada para ofrecerte y mi lealtad estaba comprometida con otra persona? ¡Por Dios, Elizabeth, tú eres la heredera de Friarsgate!