– ¿Comenzamos la partida? -preguntó la joven con frialdad.

– ¡No, maldita sea! -gritó barriendo las piezas con el antebrazo. Y salió furioso del salón.

Elizabeth se quedó muda del asombro. Jamás lo había visto enojado, si hasta parecía echar espuma por la boca. La había abandonado una vez más. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Estaba gorda y no era una compañía agradable últimamente, así que ¿por qué Baen habría de quedarse en el salón? Ya no era la muchacha atrevida que lo había seducido descaradamente. Era mejor ser una vieja solterona que la esposa desdichada en la que se había convertido. El niño no paraba de moverse en su vientre y Elizabeth se largó a llorar desconsoladamente.

Cuando Baen regresó al salón, la encontró dormida en la silla. Se quedó mirándola un largo rato. Era hermosa, aun con esa barriga enorme. Lo invadió una ola de tristeza. Había albergado la esperanza de que, a esa altura de los acontecimientos, ella lo trataría con más dulzura. No podían seguir agrediéndose mutuamente. La situación se estaba tornando insostenible y había que hacer algo antes de que naciera el niño. "Los niños aprenden las cosas importantes de la vida de sus padres, pero si no sienten respeto por ellos se encontrarán en graves problemas" se dijo Baen, afligido. Y si Elizabeth no cambiaba de actitud, era muy improbable que su hijo llegara a respetarlo. El niño sería el Próximo heredero de Friarsgate y desde su nacimiento iba a ser tratado con la mayor deferencia, y con el correr de los años comenzaría percibir el tipo de relación que existía entre sus padres. Y era muy importante que viera amor entre ellos. Le tocó el hombro para despertarla.

– Elizabeth -susurró-, deja que te lleve a la cama. -La alzó y atravesó todo el salón.

– ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estoy?

– Te quedaste dormida junto al fuego y estoy llevándote a la alcoba.

– Puedo caminar. ¡No soy una inválida! -protestó tratando de liberarse de sus garras mientras subían las escaleras.

– Estas escaleras son muy peligrosas para ti ahora -explicó sujetando la pesada carga con firmeza-. Estás cansada, pequeña. Trabajas demasiado.

– Nada me impedirá cumplir con mis obligaciones, ni siquiera esta enorme panza.

– Lo sé. Eres la mujer más fuerte que conozco, Elizabeth.

Baen pateó la puerta de la alcoba con la punta de la bota. Nancy acudió enseguida, y se sorprendió al ver a la pareja.

– Se quedó dormida en el salón -explicó a la doncella.

Suavemente la bajó, la besó en la frente y sin pronunciar palabra se retiró.

– ¡Qué dulce! Es el hombre más bueno que he conocido, señora. Es usted muy afortunada.

– Quiero ir a la cama. Quítame esta tienda de campaña que tengo encima.

Nancy no dijo nada, pero esbozó una sonrisa que lo decía todo. Elizabeth tuvo que contenerse para no darle una bofetada. Logró liberarse del vestido, se lavó la cara y las manos y se metió en la cama.

– Prepárame el baño cuando me despierte.

– No es conveniente que se suba a la bañera en ese estado.

– Entonces trae la más pequeña, la que usábamos cuando éramos niñas. Y varios baldes. Me bañaré parada. No soporto el olor apestoso que me envuelve. Buenas noches, Nancy.

Cerró los ojos y se quedó boca arriba pues le resultaba imposible ponerse de lado. Baen le había dicho unas cuantas verdades esa noche y por primera vez en mucho tiempo le había prestado atención. Ella lo había seducido para convertirlo en su esposo y lo había logrado. Hacía seis semanas que se habían casado. ¿Por qué persistía el enojo? Baen era un hombre honorable, pero aún dudaba de que realmente la amara, pese a sus declaraciones. Y necesitaba ser amada, como su madre y sus hermanas.

Lo acusaba de codiciar Friarsgate y sabía que no era cierto. Baen nunca había demostrado interés por sus tierras. La trataba con todo el respeto que merecía por su actual condición, y siempre había sido atento con ella. Cumplía con sus obligaciones como administrador y la gente del pueblo lo quería y respetaba. Todos lo trataban con el apelativo de "amo". ¿Por qué le costaba tanto perdonarlo? Hizo una leve mueca de dolor cuando el bebé estiró sus diminutos miembros dentro de su vientre.

– ¿Serás como tu papá, pequeño Tom? -susurró.

Había decidido bautizarlo con el nombre de su amado tío. Lo llamaría Thomas Owein Colin. No conocía a su suegro e incluso dudaba que alguna vez llegara a verle la cara, pero sabía que lo halagaría el hecho de que su primer nieto llevara su nombre. También le daría una gran alegría a Rosamund al ponerle el nombre de su padre, Owein Meredith. Mientras imaginaba cómo sería su hijo se acariciaba suavemente el vientre. ¿Sería igual a Baen o a ella? Empezó a sentir sueño. Los párpados le pesaban y muy pronto cayó dormida.

En la habitación contigua, Baen se hallaba tendido en la cama, presa del desasosiego. Recordó los breves instantes en que había cargado a Elizabeth en sus brazos para llevarla a la alcoba. El enojo había desaparecido y de pronto pensó que había vuelto la joven que él amaba. Estaba tan calma y relajada entre sus brazos, la cabeza rubia apoyada en su hombro. ¡Qué dulce había sido ese momento! ¿Por qué no era así todo el tiempo? Tomó la decisión de recuperarla definitivamente. Haría cualquier cosa para conseguir ese propósito, aunque sabía que la tarea no iba a ser nada fácil. Finalmente se quedó dormido. Hacia fines de mayo, Rosamund llegó a Friarsgate para asistir a su hija durante el parto. Cuando la vio, se sorprendió por su aspecto. La panza era demasiado grande y los tobillos parecían a punto de reventar. Luego de darle un caluroso abrazo, le dijo en tono admonitorio:

– No debes estar parada mucho tiempo.

– Tengo que trabajar, mamá.

– Vamos, hija, no exageres. Estoy segura de que los libros están en orden, de que contaste los corderos y enviaste la lana a Holanda. Y ya he visto cómo están creciendo los cultivos. Has administrado las tierras a la perfección, pero ahora tienes que descansar.

– Baen es un excelente administrador, mamá, el mejor que hubo en Friarsgate. Ha salido temprano y no volverá hasta la noche.

– Me alegra oírte decir eso. ¿Se llevan mejor ahora?- Elizabeth hizo una pausa antes de responder.

– Eso quisiera, madre, pero no puedo perdonarlo.

– No he conocido persona más terca que tú, hija mía. ¿Qué puedo decirte? De todos mis hijos, eres la que menos gozó de mi compañía. Nunca te gustó Claven's Carn y tuve que dejarte regresar a Friarsgate al cuidado de la querida Maybel. No debí hacerlo. Te has vuelto demasiado independiente.

– ¡Tú también eras independiente, mamá!

– Es cierto, pero siempre supe retractarme a tiempo de una posición insostenible. Tú, en cambio, jamás das el brazo a torcer. Tendrán que resolver el problema entre ustedes ¿Cómo te sientes?

– A veces pienso que este estado seguirá eternamente y que nunca volveré a verme los pies o dormir de costado.

Rosamund se rió.

– Lo sé.

– Pero ninguno de tus hijos era tan enorme como este, mamá. -Baen es un hombre muy corpulento, Elizabeth. Todo saldrá bien, hijita, y estaré a tu lado.

– Estoy tan feliz de que hayas venido.

– Yo también, Bessie. Y no me retes, siempre serás Bessie en el corazón de tu madre.

CAPÍTULO 15

Rosamund advirtió con angustia que los intentos de Elizabeth y Baen Por zanjar sus dificultades nunca llegaban a buen puerto. Admiraba realmente la paciencia de su yerno, pues al parecer su hija no podía resistir la tentación de zaherirlo cada vez que se presentaba la oportunidad. Muchas veces estuvo a punto de reprenderla severamente, pero, sabiendo que eso empeoraría las cosas y que Elizabeth pensaría que ella estaba a favor de Baen, prefirió el silencio.

– ¿Amas a Baen? -le preguntó Rosamund una tarde.

– Pienso que sí. No me hubiese acostado con él si no lo amara.

– Pero ahora, ¿lo amas? -insistió la madre.

– No lo sé.

– O lo amas o no lo amas, no hay otra alternativa -exclamó con impaciencia-. Piénsalo bien, Elizabeth. Un heredero no es suficiente para Friarsgate y es mejor concebir a los otros con el hombre que amas.

– Empiezo a entender a Philippa -dijo Elizabeth con mordacidad.

Rosamund se echó a reír sin sentirse ofendida en lo más mínimo.

– Su renuncia a la herencia fue tu ganancia, hija mía. Amas a Friarsgate con tanta pasión como yo. Los niños son frágiles.

– El que llevo en el vientre es un muchacho grande, saludable y perezoso. Si no nace pronto, creo que me volveré loca. Y en cuanto a tener otros hijos, no es el momento apropiado para hablar del asunto, mamá.

– Pero Baen es un buen hombre.

– Sí, lo es -admitió la joven.

Pasaron varios días y Rosamund calculó que su hija ya estaba a punto de parir, pero Elizabeth no mostraba señales de dar a luz.

Recién el Día de San Juan, a comienzos del verano, los gritos de una mujer despertaron a la señora de Claven's Carn, que saltó de la cama y, cubriéndose con una capa, se encaminó al dormitorio de Elizabeth, de donde provenían indudablemente los alaridos.

La encontró en medio de un charco de líquido junto a Nancy, que la contemplaba paralizada de miedo. Rosamund se hizo cargo inmediatamente de la situación.

– Nancy, dile al cocinero que caliente el agua y que tengan listos los paños limpios. ¿Los han preparado con anticipación?

La doncella se limitó a mirar, perpleja.

– ¡Ay, Bessie! ¿No fuiste capaz de preparar los lienzos para el parto? ¿Se puede saber qué otras cosas no hiciste mientras permanecías sentada quejándote estas últimas semanas? -Luego se dirigió a la doncella-: Dile a la lavandera que necesitamos paños limpios. Y que Albert se encargue de encontrar la mesa de partos, debe de estar en el ático. Que la traiga al…

Rosamund hizo una pausa para decidir dónde convenía ponerla, y agregó:

– Que la traiga al salón, junto al fuego. ¿Está lista la cuna de mi nieto?

– ¡La cuna! -exclamó Elizabeth.

– ¡No me digas que tampoco está en condiciones! Reconozco que eres una excelente castellana, pero ahora tienes otras obligaciones, además de Friarsgate, y debes cumplirlas lo mejor posible. La cuna también está en el ático, Nancy. ¡Vamos, muchacha, apúrate!

– ¿Voy a tener el bebé? -preguntó con voz trémula.

– Sí. La bolsa se ha roto y la criatura va a nacer.

– ¿Cuándo?

– Cuando lo juzgue conveniente -repuso Rosamund, lanzando una breve carcajada-. Algunos partos son rápidos. Otros no. ¿Tienes dolores?

Elizabeth meneó la cabeza.

– Te sacaré la camisa y luego bajaremos al salón, preciosa.

La madre le quitó la camisa empapada en sudor y le puso una limpia. Luego la sentó en la cama y tras cepillarle la abundante cabellera rubia, la recogió en una sola y larga trenza.

– Tu padre tenía el cabello igual al tuyo -comentó.

– ¿Mamá? -dijo de pronto con una voz lastimera, insólita en ella-. Tengo mucho miedo, mamá.

– ¡Tonterías! He parido ocho hijos sin ningún contratiempo, eres una muchacha saludable y has guardado el debido reposo. Vamos bajemos al salón. Puesto que te has olvidado de hacer los preparativos para el nacimiento, me ocuparé de compensar tu negligencia. ¿Quieres que mande buscar a tu marido?

– Baen es una persona muy confiable -dijo Elizabeth, mientras bajaba lentamente la escalera.

– Según Edmund, fue una suerte que me casara con él. ¿Dónde está Maybel? ¡Necesito a Maybel!

– Le diré a Albert que la traiga -respondió Rosamund ayudando a su hija a sentarse en la silla de respaldo alto, junto al fuego-. Bebe un poco, te hará bien. Me ocuparé de que todo esté en orden antes de que comience el parto.

Varios criados entraron en el salón tambaleándose bajo el peso de la enorme mesa de partos. Los seguía Albert llevando la vieja cuna ahora ennegrecida por el tiempo. Rosamund y su hermano habían dormido en ella, así como su padre y sus tíos. E incluso había mecido a sus tres hijas allí. Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos y parpadeó para evitar que fluyeran. El tiempo se deslizaba con demasiada rapidez.

– Envía un criado a la casa de Maybel y otro a buscar al amo.

– Enseguida, milady -replicó Albert.

Todos se afanaban por llevar a cabo las tareas correspondientes. Dos robustas criadas de rojas mejillas habían restregado la pesada mesa de partos, la habían secado cuidadosamente y habían colocado varias almohadas en uno de sus extremos. La cuna fue desempolvada y pulida. Maybel, que acababa de entrar en el salón como un torbellino, la miró extasiada y colocó en el fondo el nuevo colchón que ella misma había confeccionado. Sus ojos se encontraron con los de Rosamund y las dos mujeres sonrieron con aire cómplice.

– ¿Cómo te sientes, polluela? -le preguntó a Elizabeth.