Su esposa yacía de espaldas con los ojos cerrados, aunque sin dormir. Estaba exhausta y a la vez excitada por el nacimiento del niño. Al escuchar el ruido de la puerta, abrió los ojos y contempló a Baen.
– ¿Has comido? -le preguntó con una sonrisa beatífica.
Él se sentó en el borde de la cama y, tomándole la mano, se la besó.
– Sí, ya desayuné. Según tu madre, me hace falta dormir. Edmund se ocupará del heno.
– Mi madre tiene razón, como de costumbre. Estuviste conmigo toda la noche hasta el amanecer. Y Thomas es la criatura más hermosa del mundo, ¿no es cierto, Baen? -dijo. Su rostro brillaba de felicidad, una felicidad que nunca había experimentado antes.
– Sí, el niño es precioso y tú eres muy valiente, mi dulce mujercita.
– Nos salvaste, Baen. No podría haber dado a luz sin tu ayuda. Estaba demasiado débil y si no lo hubieras sacado, ambos habríamos muerto. Y no quería morir sin decirte que te amo.
– No necesitabas decírmelo, pues lo sabía. Después de todo, siempre tuviste debilidad por los escoceses.
– Sí -admitió ella con una risita-. Siempre tuve debilidad por ustedes, malditos escoceses.
Él se inclinó y sus labios se unieron en un rápido beso.
– Y ahora duérmete, mi amor.
– Quédate conmigo, Baen -le suplicó-. Dormiré mejor en tus brazos.
Cuando Rosamund se asomó a la alcoba una hora más tarde los encontró profundamente dormidos. Baen, con la espalda reclinada e las almohadas, abrazaba a Elizabeth y había dejado caer la cabeza sobre la rubia testa de su esposa, que descansaba en el pecho del joven. Rosamund cerró la puerta tan sigilosamente como la había abierto. Al día siguiente regresaría a Claven's Carn libre del peso que había oprimido su corazón en los últimos meses, sabiendo que su hija menor y su yerno convivirían en paz. Luego se dirigió a la biblioteca, tomó un pergamino y le escribió a Tom Bolton invitándolo al bautismo. No pudo dejar de sonreír al imaginar las airadas protestas de su primo, harto de que lo obligasen a viajar una vez más, pero el trayecto entre Otterly y Friarsgate era relativamente corto. Vendría, y también vendrían Banon y Neville con sus dos hijas mayores, pues no había lugar para alojarlas a todas. Y, por cierto, ella, Logan y sus cinco hijos estarían presentes. Pensaba escribirle a su tío Richard Bolton para que enviase a John Hepburn. Sería maravilloso pasar el día en familia.
Elizabeth se entristeció al saber que su madre partiría al día siguiente, pero Rosamund pertenecía a Claven's Carn. Aunque había notado que en este viaje los sirvientes la trataban con más deferencia que a ella. Evidentemente, la disciplina se había relajado durante los últimos meses de su embarazo, y era hora de que la servidumbre recordase quién era la auténtica señora de Friarsgate.
Poco a poco, se fue recuperando. Al principio, como no podía subir y bajar las escaleras, Baen la cargaba en brazos y pasaba las tardes en el salón. Una semana después, ya estaba de nuevo en la biblioteca, y a medida que iba recobrando las fuerzas, aumentaban sus actividades. Cuando llegó el día del bautismo, Elizabeth había vuelto a ser la misma de siempre.
– Querida muchacha! -exclamó lord Cambridge al verla-. ¡Estás enamorada! ¡Cuán maravilloso! ¿No es cierto que el amor es maravilloso, Will? – le preguntó a su secretario.
Elizabeth se echó a reír.
– Siempre tan romántico, tío -dijo, y luego besó a Will-. Veo que lo has cuidado muy bien y te lo agradezco. Tom es mi pariente favorito, ¡Entren, entren, por favor!
Poco después llegaron Banon y Neville.
– Jemima está de lo más disgustada porque no la incluyeron -le comentó a su hermana y, tras una pausa significativa, agregó-: Ojalá yo luciera tan espléndida como tú después de un parto, Elizabeth. No has engordado nada. ¿Sabías que acabo de tener un varón? Se llama Enrique, por el rey.
– No podía albergar a toda tu familia -dijo Elizabeth, sin inmutarse por la velada queja de su hermana-. Mamá pensó que era mejor que vinieran solo las dos mayores. Si hubiéramos incluido a Jemima las otras habrían querido venir. Y no hay espacio suficiente. Mis hermanos, por ejemplo, han sido relegados a los establos.
– ¿No sería más sencillo agrandar la casa?
– Estamos considerando esa posibilidad.
– De modo que finalmente te has casado con el escocés. ¿Dónde está? -dijo, mirando a su alrededor.
– Es el hombre más grande del salón -repuso orgullosamente Elizabeth.
– ¡Santo Dios, Bessie! ¡Es terriblemente apuesto! ¿Cómo diablos te las ingeniaste para atraparlo?
– Lo seduje. ¡Y, por favor, no me llames Bessie!
– ¡No es posible! -exclamó Banon un tanto escandalizada-. Jamás te hubiera creído capaz de hacer algo semejante.
– Pues créelo, Banon. La prueba de mi mal comportamiento está ahora en brazos de tío Thomas.
Su hermana miró, perpleja, al bebé que sostenía lord Cambridge.
– ¡Pero es enorme! ¿Cuándo lo pariste?
– El 25 de junio al amanecer.
– Nunca pensé que encontrarías un hombre apropiado para ti… y para Friarsgate, pero evidentemente lo has hecho -dijo abrazándola con fuerza-. ¡Me alegro tanto, Elizabeth! Ardo en deseos de que Philippa lo conozca. La invitaste, supongo.
– Sí, yo misma le escribí una carta, pero no vendrá. Está demasiado ocupada atendiendo a la reina Catalina. El rey no quiere verla y la ha enviado primero a Moor Park, en Hertfordshire, y luego a Bishops Hattfield. Y le han quitado la custodia de su hija, al menos eso me ha escrito Philippa.
– Pobre reina Catalina -se compadeció Banon.
– Pobre tonta -repuso Elizabeth-. Ana Bolena me dijo que sería reina, y lo será, tarde o temprano. Sin embargo, admiro la inquebrantable lealtad de mi hermana.
– Sí, ella cree que se lo debe todo a la reina. Por mi parte, prefiero vivir en el campo y no en la corte.
– El bienestar de Philippa, como el de todos nosotros, es obra de Tom Bolton.
– Así es, querida -coincidió Banon.
Poco después, Thomas Owein Colin Hay se convirtió en cristiano en la misma iglesia donde había sido bautizada su madre. Lord Cambridge y Gilbert Hay, que había venido de Escocia tal como Baen había previsto, eran los padrinos. El bebé chilló cuando el agua bendita mojó su oscura cabeza, lo que se consideró un buen augurio, pues el demonio había sido expulsado del niño mediante el simple acto del bautismo. Tanto la madre y el padre como los parientes sonrieron complacidos.
– Es un lindo y valiente muchachito -dijo Gilbert mirando al niño que tenía en brazos-. Papá se alegrará cuando se lo diga.
– Ojalá hubiera venido contigo -murmuró Baen.
– Oh, ya sabes cómo es. Jamás sale de sus tierras. Últimamente ha visitado Glenkirk. El conde no está muy bien de salud. Piensan que no pasará otro invierno, pero ¿quién sabe? El viejo es un hueso duro de roer.
Hubo festejos en honor del pequeño. Los habitantes de Friarsgate, luego de admirar al nuevo heredero, comieron y bebieron hasta el hartazgo. Y cuando el sol desapareció en el horizonte y pusieron al niño en la cuna, custodiado por Sadie, comenzaron las danzas y los bailes.
Por último, regresaron a sus hogares. La servidumbre limpió el lugar de los restos del festejo y la familia se instaló en el salón. Alexander y James Hepburn habían desaparecido en la oscuridad, seguramente para dar caza a un par de bellas criadas. Los mellizos Thomas y Edmund Hepburn jugaban a las escondidas con Katherine y Thomasina.
– ¡He pasado un día espléndido, querida! -dijo lord Cambridge, entusiasmado-. Tu mesa no podía ser más pródiga, y mi tocayo es un niñito adorable. Will y yo nos hemos divertido muchísimo. Tal vez volvamos en la próxima primavera.
– Siempre serán bienvenidos, tío. Quiero que el pequeño Thomas te conozca y te ame tanto como lo hemos hecho nosotras-repuso Elizabeth.
Los criados aparecieron trayendo bandejas con jarras de vino dulce y barquillos de azúcar, mientras los miembros de la familia conversaban animadamente. Logan tomó la mano de su esposa. Rosamund ya no vendría a Friarsgate con tanta frecuencia, y ambos lo sabían. Con Baen y Elizabeth al frente, la propiedad estaba en buenas manos. Además, había un heredero varón, el primero en varias generaciones. Logan se sentía dichoso, pues su amor por Rosamund se había acrecentado con los años. La amaba desde que era un niño y su pasión no había menguado incluso cuando ella se enamoró de otro hombre. Pero ahora la amaba más que nunca y la quería toda para él.
Ya era muy tarde cuando abandonaron el salón. Lord Cambridge y Will fueron los primeros en retirarse, seguidos por Banon, Neville y las niñas. Rosamund y su marido les desearon las buenas noches y se dirigieron a su alcoba.
Baen y Elizabeth se quedaron solos en el salón. Juntos corrieron el cerrojo de la puerta principal y juntos verificaron si el fuego de las chimeneas ardía al mínimo y apagaron las velas. Cuando llegaron al pie de la escalera, se abrazaron y besaron. Baen le acarició el rostro y ella lo miró a los ojos con infinita ternura. Después subieron a la alcoba. Nancy ya se había retirado, de modo que se desvistieron el uno al otro. Como era la primera vez que harían el amor tras la partida de Baen en octubre, experimentaban una cierta timidez.
Elizabeth lo ayudó a sacarse las calzas y el jubón y le desenlazó la camisa. Su rubia cabeza se inclinó para besar la cálida carne del pecho, y él se estremeció ante el contacto de esa boca voraz cuyos besos eran, sin embargo, tan leves como el roce de un ala de mariposa. Luego ella le dio la espalda y Baen le desató el vestido de seda celeste -el color favorito de Elizabeth y el que más le sentaba- y le quitó las enaguas, dejándola solo en camisa. El dulce olor de su esposa lo deleitaba.
– He anhelado este momento durante meses -dijo Baen.
– Y yo lo he anhelado desde antes de nacer -repuso ella, mientras le quitaba las botas y las medias-. ¡Dios, qué pies tan grandes tienes! -comentó con una sonrisita.
– Ahora es tu turno -le ordenó Baen.
Elizabeth se sentó y estiró las piernas. Una vez que le hubo sacado los zapatos las ligas y las medias, metió las manos debajo de la camisa y las fue deslizando hacia arriba hasta llegar a la oscura caverna, que acarició con morosidad.
– Ahora estás completamente desnudo y haré contigo cuanto se me antoje -le dijo con malicia.
– Pero aún no estamos en igualdad de condiciones, señora. Cuando le quite la camisa que todavía cubre su bellísimo cuerpo, también yo haré con usted lo que me venga en gana, Elizabeth Meredith Hay -repuso Baen, abrazándola con fuerza-. ¿Sabes acaso cuánto te deseo, mi amor?
– Sí -replicó ella con los ojos centelleantes de malicia-. Tu deseo ya es harto visible… y palpable, querido mío.
Cuando se besaron, él le separó los labios con la lengua y la hundió en su boca, donde ambas lenguas se enroscaron en una danza sensual, cálida y húmeda. Luego le tomó el rostro entre las manos y lo cubrió de besos. Sus labios rozaron los cerrados párpados, las mejillas y retornaron, sedientos, a la boca para beber el néctar de su ardiente pasión.
– ¡Te amo! ¡Te amo, pequeña! -murmuró con una voz sofocada por el deseo.
Las lágrimas se deslizaron por debajo de las espesas pestañas de Elizabeth, pero sus ojos permanecieron cerrados.
– Nunca he sido tan feliz, Baen. Júrame que no volverás a dejarme. ¡Júramelo!
– Abre los ojos y verás que no miento. Te amaré mientras viva, y cuando la muerte me llame, te amaré incluso desde la tumba. Jamás te abandonaré, mi esposa, mi amor, mi única -exclamó y, tras alzarla en sus brazos, la depositó en la cama, que olía a lavanda.
– Y yo te adoro, Baen, hijo de Colin.
Él comenzó a acariciarle los senos, más redondos y turgentes que antes, y pensó en su hijo, amamantado por esos hermosos senos. Lamió con la lengua uno de los pezones, y apenas lo hizo cayó una gota de leche. Incapaz de controlarse, aferró el pezón con la boca y lo succionó habiendo el líquido que fluía a raudales y casi no le daba tiempo a tragarlo. Se preguntó si estaba haciendo algo malo. Pero le resultaba imposible detenerse y, por otra parte, Elizabeth no se lo prohibía. Incluso cuando el seno quedó seco continuó chupando. Era la experiencia más excitante que había tenido en su vida.
Luego introdujo los dedos en sus labios interiores y comprobó que ella estaba húmeda. Jugó con su delicada y sensible carne y le frotó el sexo hasta que ella empezó a murmurar, su entrepierna empapada por el placer que él le procuraba. Baen la miró y le puso los dedos en la boca.
– Tu sabor me enloquece, mujer. ¡Quiero beberte! -dijo y, hundiendo la cabeza entre sus muslos, comenzó a lamerla con avidez.
Elizabeth lanzó un grito de sorpresa al sentir la lengua de Baen en la parte más íntima de su cuerpo, y enseguida se rindió al creciente gozo y le pidió que no se detuviera. Hundió los dedos en la oscura cabeza de Baen, clavándole las uñas en el cuero cabelludo. Tras lamerle la parte interna de los muslos, introdujo la lengua en el íntimo túnel femenino. Elizabeth se estremeció hasta la médula y gritó su nombre, pero Baen, poseído por la lujuria que ella le despertaba, apenas si escuchó su voz.
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