– Se trata de Ned, el herrero, ¿verdad? -preguntó Elizabeth con una amplia sonrisa.
– Cállate y ocúpate de tus asuntos -la reprendió Maybel.
– Sí, es Ned -respondió volviéndose hacia su tío y a Will Smythe-. El pobre perdió a su mujer el año pasado en el parto. Una de sus hermanas casadas, que también tiene un hijo, lo está amamantando. ¿Así que le gusta la joven Nancy? ¿Y ella lo sabe?
– Por supuesto que lo sabe, pero está tan ocupada en lamentar la pérdida del pastor que no se la debe molestar. Yo misma la he entrenado para el trabajo de doncella de una dama, pensando en que algún día usted la iba a necesitar, Elizabeth. Como ya dije, ella es muy buena para peinar el cabello y es hábil con la aguja.
– ¿Es agradable? -preguntó lord Cambridge.
– Nancy es dulce como la miel, pero no es demasiado inteligente -le respondió Maybel con franqueza-. Es simplemente lo que la señorita Elizabeth necesita y sé que está esperando la oportunidad de servir a mi ama. Entonces, ¿le digo que ya llegó la hora de comenzar su tarea?
– ¿Qué piensas? -preguntó la joven a su tío.
– Todavía faltan unas semanas para que partamos. Creo que sería conveniente que comenzara a trabajar ya mismo a tu servicio de manera tal que se vayan conociendo. Debes acostumbrarte a tener una doncella, querida niña. Todas las damas las tienen.
Elizabeth se dirigió a Maybel.
– Dile a Nancy que la contrataré. Pero debe tener su propio cuarto. No me gusta dormir con otra persona en mi habitación y menos aun a los pies de mi cama en un catre.
– Eso no es ningún problema aquí en casa, aunque en la ruta, mi niña, tal vez no haya otra opción -dijo Maybel.
– Ahora hay posadas mucho más refinadas que en los días en que hiciste el viaje con Rosamund al palacio -la tranquilizó lord Cambridge-. Antes de nuestra partida, haré las reservas en los lugares adecuados. Tal vez, alguna noche, tú y Nancy deban compartir una cama, pero trataré de ahorrarte esa incomodidad, querida. Y, por supuesto, en mis casas no habrá ningún problema. En apenas unas semanas comenzaremos nuestra aventura, tesoro. Tu guardarropa está casi terminado y estoy seguro de que sorprenderás a la corte con tu deslumbrante belleza.
– Yo no soy hermosa, tío -respondió Elizabeth.
Lord Cambridge pareció sorprendido por las palabras de su sobrina.
– ¿Qué no eres hermosa? -exclamó, poniendo la mano en su corazón-. Mi querida Elizabeth Julia Anne Meredith, tú eres la más bella de las hijas de Rosamund, con ese cabello dorado y esos ojos verdes. Esos colores son bastante raros en el palacio. Mi esperanza es que tu belleza venza los prejuicios respecto de tus tierras del norte. Tus facciones son armoniosas, tus dientes son blancos y tu aliento es dulce. Serás muy codiciada por tu belleza, Elizabeth.
– Tío, la belleza se desvanece con el paso del tiempo. Lo que importa es lo que uno lleva en el corazón.
– Es cierto. Pero antes de que lleguen a conocer tu corazón, querida niña, los caballeros de la corte sucumbirán ante tu belleza.
Elizabeth rió.
– Y se sorprenderán al ver que no río tontamente ni me sonrojo.
– Las risitas son para las niñas tontas. Y tú no lo eres.
– No, para nada.
A fines de febrero, llegó del norte una gran tormenta de nieve que duró varios días y noches. La noche previa a la tempestad, alguien golpeó con fuerza a la puerta de la casa. La criada abrió y se asustó tanto que gritó. Parado en el umbral, había un hombre alto y silencioso que se introdujo en la casa sin pedir permiso. Se quitó las botas y la capa con un gruñido.
– Traigo un mensaje para la dama de Friarsgate-dijo finalmente.
– Entre, señor -repuso la sirvienta y mientras lo conducía al salón anunció-: Un mensajero para la señorita Elizabeth.
El hombre dio un paso hacia delante y todos se dieron cuenta de que era escocés.
– ¿Viene de Claven's Carn? -preguntó Elizabeth, aunque la insignia del clan que usaba el hombre le era desconocida.
– ¿Y usted es la dama de Friarsgate? -preguntó el mensajero.
– Así es -respondió, asombrada por la altura y el porte sólido del forastero.
El escocés le tendió una carta.
– Mi nombre es Baen MacColl, milady. Vengo de Grayhaven, en las Tierras Altas.
– No conozco ese lugar.
– Pero estoy seguro de que conoce Glenkirk, milady. Mi padre habló con lord Adam y él me envió aquí. -El hombre parecía incómodo.
– Por favor, tome asiento junto al fuego. Basta verlo para darse cuenta de que está congelado. El tiempo es particularmente hostil esta noche y el aire huele a nieve -le dijo Elizabeth a su visitante. Miró a uno de los sirvientes y ordenó-: ¡Vino!
El criado salió corriendo para cumplir con la orden de su ama. Sabía que más tarde sería regañado por su negligencia, pero estaba muy sorprendido por el tamaño del escocés.
– Sí -dijo Elizabeth al mensajero-. Mi familia conoce a los Leslie de Glenkirk. -Miró el paquete que tenía en la mano y añadió-: Está dirigido a mi madre. Ella no reside en Friarsgate. Vive en Claven's Carn con su marido, Logan Hepburn. Cabalgó demasiado. Le daré la dirección de la residencia de mi madre y podrá partir mañana mismo. ¿Ha comido algo?
– No, milady. Comí mis últimas galletas de avena al amanecer.
– Un hombre tan grande como usted no puede vivir de galletas. Venga a la cocina conmigo y se verá recompensado con una abundante comida. Luego, le espera una linda cama en la habitación contigua al hogar -le prometió Maybel.
Baen MacColl se puso de pie e hizo una gentil reverencia a Elizabeth.
– Gracias por su hospitalidad, señorita. -Luego se dio vuelta y siguió a la anciana.
– ¡Qué hombre más hermoso! -exclamó Thomas Bolton.
– SÍ te gusta ese tipo de hombre… -respondió William Smythe.
– ¿Qué tipo? -preguntó Elizabeth.
– Tosco y medio salvaje. Esos escoceses son muy distintos de nuestros caballeros ingleses. Su padrastro, por ejemplo, no se parece en nada a lord Cambridge.
– Al mensajero no lo veo nada parecido a Logan -respondió Elizabeth-. En comparación, Logan parece un hombre de lo más civilizado. Este escocés es más rústico, pero acaso sea la vestimenta característica de las Tierras Altas lo que le da ese aspecto. Y, además, el pobre hombre tenía el rostro agrietado por el frío.
Maybel regresó al salón.
– Me pregunto qué tiene que escribirle el amo de Grayhaven a tu madre -dijo Thomas Bolton pensativo-. Le preguntaremos cuando la veamos la próxima vez. ¡Dios mío! Qué hambre tenía ese escocés. Primero, devoró dos tartas de carne y, cuando me fui, estaba mordiendo una pata de cordero El cocinero está feliz porque le encanta ver que la gente disfruta de su comida. Hasta le prometió una tarta de manzana. El joven es de lo más respetuoso y tiene muy buenos modales. Además, es muy guapo. Si yo fuera joven, le echaría el ojo.
– ¿Por qué, Maybel? No sabes nada acerca de él.
– Sé bien lo que me gusta, mi niña. Será porque soy una vieja experimentada.
– ¿Y qué diría Edmund? -bromeó Elizabeth.
– Creo que diría que para ser una mujer vieja todavía tengo los ojos bien abiertos -rió.
Por la mañana, cuando volvió al salón, Elizabeth se sintió desilusionada porque el escocés ya había partido rumbo a Claven's Carn. Después de desayunar, se puso su capa y salió deprisa para hablar con los pastores. Sabía que se avecinaba una tormenta y quería que reunieran a todos los rebaños en los establos. Las ovejas todavía seguían pariendo y si no estaban bien resguardadas, podrían perder muchos corderitos en la nieve o por la acechanza de los lobos. Cabalgando de rebaño en rebaño, supervisó el arreo hacia los establos.
Ya entrada la noche habían concluido la tarea, ayudados por la luz tenue de la luna llena. Las ovejas que estaban en los campos más lejanos fueron encerradas en establos construidos para ese propósito y para almacenar el heno. Los pastores y sus perros permanecerían en unas chozas conectadas con los establos para cuidar a los animales. Cada una de esas casitas poseía un pequeño hogar de piedra, leña, comida y agua. Elizabeth Meredith era una mujer previsora y siempre tenía en cuenta todas las posibles dificultades.
Mientras entraba en su casa, cansada pero vigorizada por el largo día de trabajo en el campo, las nubes comenzaban a ocultar la luna, desplazándose a toda velocidad. Los vientos empezaban a soplar con fuerza y producían un aullido inquietante que anunciaba la tormenta. Thomas Bolton y William Smythe habían cenado temprano y ya se habían retirado a sus aposentos. Elizabeth se sentó sola a la mesa mientras los sirvientes le traían la cena: cordero con zanahorias y cebollas, pan casero fresco, mantequilla y queso. También le llenaron la copa con la cerveza de octubre. La joven, hambrienta, devoró la comida y terminó limpiando el plato con los restos del pan.
Luego, reclinándose en la silla, contempló con placer el salón de su casa. Los perros yacían dormidos junto al fuego. Los viejos y lustrados muebles de roble brillaban. Afuera nevaba y el mundo estaba sumergido en un dulce silencio. Había trabajado arduamente y estaba satisfecha. No quería ir a la corte ni ponerse esos bellos pero incómodos vestidos recién confeccionados. No quería verse obligada a recordar sus buenos modales ni cuidar su lenguaje. Quería quedarse en su hogar, en Friarsgate, y gozar de la primavera y del recuento anual de los rebaños. Pero, en lugar de eso, debía viajar a Londres, a una corte de la que no quería formar parte. Y encontrarse con una hermana que la criticaría por no ser una auténtica dama. Elizabeth Meredith se sobresaltó cuando oyó un estruendoso golpe en la puerta de entrada.
CAPÍTULO 02
Elizabeth oyó que llamaban a la puerta y un sirviente se dirigía a abrirla. Instantes más tarde, vio que el escocés entraba a los tropezones en el salón, sacudiéndose la nieve de la capa empapada, y lo invitó a acercarse al fuego:
– ¿Qué lo trae de nuevo a Friarsgate en medio de esta tormenta? -Sin que tuviera que ordenarlo, un criado se acercó y le ofreció una gran copa de vino-. ¡Bébalo, por favor! Tome asiento y cuénteme qué ocurre. Albert, por favor, trae un plato de comida para el señor MacColl. Estoy segura de que está famélico.
Baen MacColl aceptó el vino con gratitud. Las manos le temblaban de frío. Bebió media copa de un trago y un delicioso calor le recorrió el cuerpo. Al parecer, sobreviviría pese a todo.
– ¡Gracias, señorita!
– Siéntese, señor. Puede comer junto al fuego. Creo que para recuperarse necesitará tanto de una buena comida como de las vivificantes llamas del hogar.
– Sí -dijo brevemente y tratando de ser educado. Lo que más deseaba en ese momento era acercarse al calor del fuego, hasta volver a sentir sus extremidades.
Elizabeth se dio cuenta y, en voz baja, pidió a sus criados que acercaran una mesa pequeña para su invitado, que colocaron junto al hogar. Tomó la fuente rebosante que le alcanzó Albert y la apoyó en la mesa frente al escocés. La joven puso una cuchara en la mano helada del viajero mientras el sirviente le traía pan casero y un gran trozo de queso.
– Primero aliméntese. Y cuando se sienta mejor hablaremos.
El hombre asintió agradecido. Luego se persignó y comenzó de inmediato a comer, tan rápido como podía. Era obvio que no había ingerido nada durante horas. Elizabeth se preguntó si acaso su madre no le había ofrecido cobijo. Rosamund era incapaz de hacer algo así. Tal vez el escocés no había podido llegar a Claven's Carn. Era una larga cabalgata. La muchacha miraba divertida al pobre hombre que comía con fruición: destrozaba el pan y limpiaba la salsa del plato como lo acababa de hacer ella misma. El escocés tomó un cuchillo de su cinturón y cortó el queso en varios trozos para acompañarlo con el pan. Y no dejó siquiera las migajas. Baen MacColl se reclinó en la silla y lanzó un sonoro suspiro.
– Tiene un buen cocinero, señorita. Le agradezco esta exquisita cena.
– ¿No desea un poco más? Me parece que un hombre de su tamaño debe necesitar enormes cantidades de alimentos. No quisiera ser una mala anfitriona.
Él la miró con una tierna sonrisa.
– No tiene que excusarse por la cena, señorita. Estoy más que satisfecho. -Y luego, ampliando la sonrisa, agregó-: Al menos, por ahora.
Elizabeth rió.
– Muy bien, señor MacColl. Ahora, por favor, cuénteme por qué volvió a Friarsgate. ¿Finalmente, pudo llegar a Claven's Carn?
– No. Pero sí estuve con su madre, señorita, que estaba cazando en los bosques con su marido. En cuanto abrió la carta que le entregué me dijo que, aunque estaba dirigido a su persona, el mensaje no era para ella sino para usted, la nueva dama de Friarsgate. Así que en ese mismo momento di la vuelta y me encaminé hacia aquí. Cuando estaba a mitad del trayecto comenzó a nevar. Y, como no encontré ningún lugar donde refugiarme, seguí cabalgando hasta llegar a su casa.
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