– Pero es la reina de Enrique Tudor, Philippa, y por favor, no me llames Bessie-respondió la joven sin perder la calma.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? Como sabes la corte está en Greenwich.

– Descansaré un día en casa de Tom antes de hundirme en esa vorágine que tanto te agrada -respondió Elizabeth con una sonrisa-. La reina me envió una escolta, pero les ordené que regresaran a Greenwich y le avisaran que estaré allí dentro de dos días. Iré en barca. Los guardias reales ya han partido con mi equipaje y mi caballo. Ahora cuéntame lo que sabes.

– Pues no sé mucho. Circularon rumores durante el invierno, el matrimonio se hizo público en Pascua, pero ignoro si se celebró después de Navidad, como dicen algunos. Te enterarás de todo cuando llegues a Greenwich. Esperaron a que el Papa aceptase el nombramiento de Cranmer como arzobispo de Canterbury, quien declaró nulo el casamiento del rey con la reina Catalina y válida su unión con Ana Bolena. ¡Y ahora la maldita ramera se pasea por todas partes luciendo su voluminosa barriga! -Philippa había apretado los labios hasta convertir su boca en una larga y amarga línea. Sus ojos centellaban de furia.

– ¿Cómo están mis sobrinos? -le preguntó Elizabeth, cambiando de tema. Era obvio que no podía hacerla entrar en razón en lo tocante al nuevo matrimonio de Enrique Tudor, y sintió pena por su hermana. Sin embargo, también la admiraba. La integridad de Philippa le impedía ser desleal.

– Henry aún está al servicio del rey, pero ya es demasiado grande para ser un paje. Owein sigue perteneciendo al séquito del duque de Norfolk. Según me dijo, Norfolk no aprueba el casamiento de su sobrina. Se sorprendió cuando lo supo, pues jamás pensó que el rey la desposaría. No obstante, utilizará a lady Bolena para sus propios designios. Los Howard son una familia ambiciosa, y si de ambiciones se trata, el duque es el peor de todos. En cuanto a Hugh, ya no está con la princesa María, quien, por orden del rey, no cuenta con nadie que la asista, al igual que Catalina. Pero Crispin convenció a Enrique Tudor de incluirlo en su séquito, en reemplazo de Henry. Ciertamente, ello significa un ascenso para mi hijo y me siento muy agradecida.

– ¿Y tu hija? -inquirió Elizabeth sabiendo que mientras hablaran de la familia su hermana se mantendría en calma.

– Cumplió tres años en diciembre. -El rostro de Philippa se había distendido por completo y una embelesada sonrisa le iluminaba el rostro-. Ninguna madre podría tener una hijita más dulce, Bess…quiero decir, Elizabeth. Y Mary Rose es muy inteligente. Ya recita el abecedario y sabe contar hasta veinte. Le espera un gran futuro. Crispin la adora y ella lo maneja a su antojo. Si no supiera que Crispin me ama, me moriría de celos.

– Me alegro por ti, hermanita. Pareces tener todo cuanto has deseado. -Elizabeth dirigió la mirada al río-. No me gusta la ciudad, pero al mirar el Támesis no puedo sino percibir su belleza. ¿Es mi imaginación o hay más edificios en torno a la mansión Bolton?

– La ciudad no deja de crecer -admitió Philippa-. Y ahora háblame de tu familia.

– Tom tiene casi dos años y Baen es el marido ideal para mí. Somos una pareja perfecta.

– Y es escocés. Cuán parecida eres a nuestra madre, Elizabeth. Pero me alegra que seas feliz. ¿Has visto a Banon?

– Unas pocas horas, cuando viajaba rumbo al sur. Ella está bien, como de costumbre. Sus hijos son bulliciosos, como de costumbre y Neville la adora, como de costumbre… o tal vez más.

– ¿Y a ti te agrada estar a cargo de Friarsgate?

– ¡Oh, sí! Espero que no lamentes tu decisión, Philippa.

– ¡Jamás! Brierewode es mi hogar. Mi vida sería perfecta si no fuera por la pobre reina Catalina. Es una mujer tan noble, tan valiente. No permite a nadie criticar al rey en su presencia. Aún siente devoción por él, pese a su crueldad y a la de esa sucia y maldita ramera.

– Ana no es una persona cruel, créeme.

– ¡Es una arrogante y vengativa zorra! -exclamó Philippa-. ¡Ha amenazado incluso con convertir a la princesa María en su sirvienta!

– ¿Y tú crees que el rey, que adora a su hija, toleraría a una mujer capaz de amenazarlo con algo tan repudiable? No te dejes llevar por rumores infundados, hermana. Tu devoción a la reina Catalina te impide ver la realidad. Debes aprender a controlar tus sentimientos o pondrás en peligro el futuro de tus hijos.

– ¿Por qué habría de seguir el consejo de una campesina que no tiene la menor idea de cómo es la vida en la corte?

– Porque soy tu hermanita menor y te amo, aunque te hayas convertido en una mojigata pomposa. Y porque tío Tom me pidió que te ayudara, pues sabe cómo te sientes. Sé razonable. No puedes hacer nada para cambiar lo ocurrido. Debes pensar en tus hijos. Tu ira no te beneficia ni tampoco beneficia a la pobre reina Catalina. Aunque Ana no es cruel, no olvida los desaires con facilidad y suele devolverlos con creces -le advirtió Elizabeth-. Si perdemos la amistad de Enrique Tudor, mamá se enojará contigo. Y recuerda que no hay nada más importante que la familia.

– Tienes razón -suspiró Philippa-. Pero lo que ha sucedido me indigna, no puedo evitarlo.

– Eres una consumada cortesana y, por consiguiente, la hipocresía no te es ajena. Oculta tu rabia, como lo has hecho en otras ocasiones. -Elizabeth se puso de pie y se desperezó-. He viajado durante una eternidad y lo que necesito ahora es una bañera caliente, una opípara cena y una cama que no sea residencia de una familia de voraces pulgas. ¿Estarás aquí mañana?

– Sí. Iré a Greenwich contigo. Nos invitaron a la coronación y Crispin ya está allí. Algunos, como la esposa del duque de Norfolk, no asistirán.

– La duquesa de Norfolk es la tía de Ana -dijo Elizabeth sorprendida.

– Por matrimonio, no por sangre. Y adora a Catalina. Ojalá yo fuera tan valiente como ella, pero no lo soy.

– Tampoco tu apellido es tan noble ni perteneces a la familia Howard -repuso secamente Elizabeth-. A Ana no le agradan su tío ni su tía, y le importa un rábano si asisten o no a la coronación. Tarde o temprano encontrará la manera de cobrarse el desprecio de la duquesa, no lo dudes.

Elizabeth besó a su hermana en la mejilla y se encaminó a la alcoba. Nancy la estaba esperando.

– ¿Tengo algún vestido para usar en la corte o habrá que arreglar el atuendo del viaje?

– Me temo que habrá que ponerlo en condiciones, milady. Sus baúles deben de haber llegado a la mansión Bolton, en Greenwich. Y dentro de un día, cuando se presente ante Sus Majestades, la falda y el corsé se verán respetables. Les daré ya mismo una buena sacudida en los jardines y después los colgaré en la cocina para que se oreen. Ahora disfrute del baño, milady -dijo Nancy y abandonó la alcoba a toda prisa.

"Juré que no volvería a Londres y sin embargo aquí estoy, lista para participar en las celebraciones de la corte -pensó Elizabeth-. El viaje fue un tedio y odié cada paso que me alejaba de Baen, de mi niño y de Friarsgate. Espero que la reina no me retenga a su lado demasiado tiempo. ¿Qué puede querer de mí Ana Bolena? No tengo nada que ofrecerle. Ha logrado su objetivo. Es la esposa del rey y pronto será coronada reina de Inglaterra. Además, está encinta". Luego, trató de olvidar el asunto. Necesitaba comer, dormir y, sobre todo, no devanarse los sesos con preguntas que sólo Ana Bolena podía responder.

Pasó el día junto a su hermana mayor. Sentadas en los jardines de la mansión Bolton, observaron el tránsito del río y hablaron de su infancia, de su madre y de Friarsgate. Philippa se sorprendió de la madurez y el sentido de responsabilidad de su hermana menor, y se percató de cuánto se parecía a Rosamund. A Elizabeth, por su parte, le fascinaba la sofisticación de Philippa y admiraba la facilidad con que se movía entre los encumbrados y poderosos. Sobrevivir en la corte exigía un talento especial. Ambas llegaron a la conclusión de que habían comenzado a comprenderse y a respetarse mutuamente, y se sintieron más hermanadas que nunca.

A la mañana siguiente se prepararon para partir a Greenwich. La embarcación de lord Cambridge cabeceaba en el muelle, al pie de los jardines. Los barqueros usaban la librea de la casa de Witton, y Philippa se había puesto un vestido de seda de un verde tan oscuro que parecía negro. Sobre su cabeza caoba, había colocado una toca en forma de acento circunflejo con un velo que cubría su cabellera, muy del estilo de Catalina de Aragón.

– Una toca francesa sería más apropiada -comentó Elizabeth.

– Es anticuada.

– Tan anticuada como la que te has puesto.

– ¡No usaré una toca francesa!

– Entonces ponte la inglesa o cúbrete el cabello con un velo. Ana advierte ese tipo de cosas y siempre está al tanto de la moda.

– ¡Ja! -bufó Philippa y, sacándose la toca, le pidió a Lucy que le alcanzara la inglesa-, ¿Ahora estás satisfecha, hermanita?

Elizabeth asintió sonriendo.

– ¿Viajaste con esa ropa? -le preguntó la condesa de Witton.

– Es la única que tengo. Mis baúles están en Greenwich y Nancy se encargó de ponerla en condiciones.

– Pues hizo un espléndido trabajo -dijo, y luego de una pausa agregó-: Supongo que no habrás cabalgado a horcajadas mostrando las piernas.

Elizabeth se echó a reír.

– Te sentirías más escandalizada si hubiera llegado en calzones confeccionados con la lana azul de Friarsgate.

– Eso habría sido el colmo -admitió Philippa lanzando una breve carcajada-. El color te sienta. Aunque el corpiño no tiene bordados y los puños de marta son bastante vulgares, lo mismo que la toca.

– Pero es un atuendo perfecto para viajar. Y Ana pensará que el haber venido directamente de Londres sin siquiera tomarme el trabajo de cambiarme de ropa significa que estoy ansiosa por verla.

– Nunca imaginé que fueras tan astuta.

– Hermanita, suelo frecuentar los mercados de hacienda y sé negociar mejor que la mayoría de los hombres. Y aunque no tenga un título nobiliario, siempre me las he arreglado para obtener lo que quiero. No es preciso vivir en la corte para saber esas cosas, basta con entender cómo es el mundo.

Ya era hora de partir y las dos hermanas, acompañadas por sus doncellas, se encaminaron al muelle donde las aguardaba la embarcación. En ese momento el Támesis estaba en calma, libre del flujo y reflujo de las mareas, de modo que los barqueros pudieron atravesar velozmente la ciudad. En el muelle de piedra las esperaban varios criados, que se apresuraron a ayudarlas a descender de la barca y a subir los peldaños que conducían a los jardines.

– Vuelvan al desembarcadero de la mansión Bolton, en Greenwich. Nos quedaremos aquí y ya no los necesitaremos, al menos por hoy.

– Sí, milady -respondió el barquero principal.

La condesa de Witton y la dama de Friarsgate atravesaron los jardines seguidas por Lucy y Nancy. Elizabeth se sintió aliviada al divisar al rey y a la reina paseando con un grupo de cortesanos, y tras comunicárselo a su hermana, ambas se encaminaron hacia donde se encontraban Enrique y Ana. Elizabeth hizo una profunda reverencia y esperó a que Ana la reconociera.

– ¡Mira quiénes están aquí! -exclamó el rey con jovialidad-. La condesa de Witton y su hermana han venido a saludarte.

Ana no miró a Elizabeth sino a Philippa.

– ¿Ha venido a tributarme su honor, milady? -le preguntó.

– Primero corresponde tributárselo al rey, Su Alteza. Y luego a la reina.

– ¡Bien dicho, bien dicho! -se apresuró a responder Enrique, antes de que su quisquillosa cónyuge le preguntase a cuál reina se refería. Sabía cuán difícil era para Philippa y apreciaba su lealtad. Luego miró a Elizabeth y dijo-: Veo que respondió al pedido de mi esposa de venir a la corte, señorita Meredith. Estoy sorprendido y, al mismo tiempo, halagado.

"¿Pedido?" -pensó Elizabeth, y estuvo a punto de echarse a reír. -Me sentí muy honrada, Su Majestad, de que se me invitara a la corte en un momento tan auspicioso. Mi madre les envía saludos. -¿Continúa casada con el escocés?

– Sí, Su Majestad.

– Y, según me han dicho, usted ha seguido sus pasos -dijo Enrique Tudor achicando los ojos.

– Me temo que sí. Al parecer, tengo debilidad por los escoceses, como recordará Su Majestad.

Philippa la golpeó disimuladamente con el codo, escandalizada por la respuesta de su hermana.

– El caballero todavía reside con nosotros. Supongo que usted querrá reanudar esa vieja amistad, señorita Meredith -dijo el rey con una sonrisa cómplice.

– Señora Hay, Su Majestad -lo corrigió amablemente-. MÍ marido se llama Baen Hay. No ha venido porque es el administrador de la finca y tuvo que quedarse en casa. Además, no es un cortesano sino un hombre de campo.

– ¿Pero la dejó venir?

– Nunca desobedecería la orden del rey.