– Entonces, ha logrado domar a su escocés, señora Hay.

– Sí, Su Majestad.

El rey lanzó una carcajada.

– Pueden pasear con nosotros, señoras.

Las hermanas se mezclaron con la comitiva del rey, compuesta por las damas y los cortesanos favoritos. Philippa conocía a varias de |as mujeres y habló con ellas mientras caminaban. Por último, la esposa del rey manifestó su deseo de sentarse, y le trajeron de inmediato una silla confortable.

– Continúa tu paseo, milord -le dijo al rey-. Sé cuánto te gusta el ejercicio. Pero no deseo estar sola. Permite, pues, que alguien me haga compañía.

– ¿A quién prefieres?

– A Elizabeth Hay, desde luego -respondió Ana-. Ven, Elizabeth, y siéntate a mi lado, en el césped.

La joven obedeció y, cuando el rey y su comitiva se alejaron, dijo: -Me alegra verla de nuevo, Su Alteza.

– Ahora que estamos solas llámame Ana, por favor. Y gracias por haber venido.

– No me quedó otra alternativa: "Te ordeno asistir a la corte, señora de Friarsgate". Vaya manera de invitarla a una, y en primavera, cuando hay tanto trabajo en mis tierras -la reprendió Elizabeth.

– Pensé que si te lo pedía con la gentileza que mereces, no vendrías -admitió Ana.

– Lo sé. Y ahora dime qué demonios te pasa. Te casaste con el rey, estás encinta y te coronarán en junio. ¿Acaso no es todo cuanto querías? ¿Qué más puede desear una mujer?

Los bellos ojos de Ana Bolena se llenaron de lágrimas. Parpadeó para impedir que fluyeran y se mordió el labio.

– Sí, es todo cuanto deseaba. Pero mi familia me odia por ello. Pensaron que me convertiría en la amante del rey y que cosecharían los frutos de mi sacrificio. Cuando Enrique Tudor se cansara de mí, me casarían con algún viejo rico dispuesto a pagarles con creces el privilegio de desposar a la antigua amante del rey. ¡Pero eso no me bastaba! Y no cedí hasta el otoño pasado. No soy una libertina, aunque todos lo piensen. Mi padre ha decidido no dirigirme la palabra de ahora en adelante, alegando que al desplazar a la vieja reina Catalina he deshonrado a toda la familia. A su juicio, ser la amante de Enrique era más honorable que ser su esposa. Mi madre me visita en secreto, pues mi padre le ha prohibido hablar conmigo. Mi tío, el duque de Norfolk, comparte su disgusto, pero no vacilará en sacar provecho de mi encumbrada posición. Mi hermana está celosa porque he logrado obtener lo que ella no pudo. Y en cuanto a mi hermano George, no se ocupa sino de sí mismo. Estoy sola, Elizabeth, y no puedo contar con nadie.

– Tienes a tu esposo, que te ama…

– ¿Amarme? No, Elizabeth. Quizá me amó al principio, o incluso durante los años en que me negué a ser su amante. Pero no ahora. Sólo quiere un heredero. Si le doy un hijo varón, estaré a salvo. En caso contrario, no sé qué será de mí -dijo Ana presa de la desesperación-. ¿Te das cuenta, Elizabeth? Mi sueño se ha convertido en una pesadilla.

– Las mujeres embarazadas suelen albergar pensamientos lúgubres -repuso la joven para tranquilizar a la reina-. Ahora estoy aquí y haré lo que sea necesario para disipar tus temores.

– ¿A ti te ocurrió lo mismo?

Elizabeth sonrió y le contó la historia de su amor con Baen.

– ¿Sedujiste a un hombre? -exclamó Ana con los ojos súbitamente chispeantes-. ¡Oh, Elizabeth, cuan osada eres!

– Tú, queridísima Ana, no debes pensar en nada, excepto en tu hijo.

– Lo sé, Inglaterra necesita un príncipe. ¿Cuántas veces escuché decir eso, Elizabeth? A nadie le importa si vivo o muero, siempre que Inglaterra tenga a su príncipe. Esa es la única preocupación de mi marido, de la corte y del país. Me repudiarán, pero Inglaterra debe contar con un príncipe. -Su voz revelaba una profunda agitación.

– ¡Cálmate, Ana! Me has entendido mal. El niño que llevas en tu seno es frágil e indefenso. Solo tú puedes protegerlo porque es el hijo de Ana Bolena, no el hijo de Inglaterra. Pon las manos a cada lado de tu vientre y acúnalo. Se sentirá reconfortado.

La reina hizo lo que Elizabeth le pedía y una sonrisa de júbilo le iluminó el rostro.

– ¡Lo siento! ¡Puedo sentir al niño! -exclamó maravillada-. ¿Lo ves? Eres la única persona capaz de alejar mis temores y de preocuparse por mí.

– Lamentablemente, no me quedaré mucho tiempo… -empezó a explicarle la joven, pero la reina, impaciente, alzó la mano y la obligó a interrumpirse.

– ¡No puedes abandonarme!

– Ana, tengo un marido, un hijo y la responsabilidad que implica ser la dama de Friarsgate. Vine no solo porque me lo ordenaste, sino porque eres mi amiga, pero me es imposible permanecer contigo para siempre.

– Debes quedarte hasta que nazca mi hijo, hasta que Inglaterra tenga su príncipe. ¡Promételo, Elizabeth! ¡Júramelo!

La joven suspiró. No era, desde luego, lo que había previsto o deseado, pero Ana había sido muy generosa con ella y no podía defraudarla.

– Me quedaré hasta que nazca tu hijo. Ni un día más. Ana esbozó una sonrisa felina y repuso:

– Sabía que eras incapaz de abandonarme, a diferencia de quienes me rodean. ¡Oh, Elizabeth, compartiremos todos nuestros secretos, y las remilgadas damas que me sirven se morirán de celos!

– Entre ellas, mi hermana.

– No le caigo muy bien a la condesa de Witton, ¿verdad?

– No, pero no debes enojarte con Philippa. Conoció a Catalina de Aragón cuando tenía diez años, y a los doce ya era su dama de honor. Cuando mi madre dejó la corte, continuó su amistad con Catalina y con la reina Margarita. Y Philippa es tan leal como mamá. No le resulta fácil adaptarse a los cambios, pero respeta al rey y sería incapaz de faltarte el respeto, como lo hacen otros.

– ¿Puede dejar de lado su lealtad tan fácilmente?

– No se trata de lealtad, Ana. Philippa será leal a Catalina de Aragón hasta el día de su muerte. Pero también se preocupa por el futuro de sus hijos. El mayor es actualmente uno de los pajes de Enrique, aunque pronto regresará a su hogar, pues ya no tiene edad para ocupar esa posición y, como heredero de Brierewode, necesita aprender a administrar la propiedad. Lo reemplazará su hermano menor, Hugh St. Clair. Owein, quien ahora es el paje de tu tío, el duque de Norfolk, pertenecía al séquito de Wolsey, pero el arzobispo cayó en desgracia, ¿no es cierto? Y Philippa no quería que la carrera de su hijo se frustrase antes de comenzar. No, mi hermana jamás te faltará el respeto, por muy susceptible que sea. Tiene un buen corazón y ama a su familia, Ana.

La reina sonrió.

– Siempre dices la verdad y rara vez la envuelves en términos diplomáticos. Por eso me gustas y confío en ti.

– Nunca te defraudaré, Ana, puedes estar segura.

En ese momento, apareció una mujer joven de rostro afilado.

– ¿Qué hace aquí sentada, Su Alteza? -dijo, sin molestarse en mirar a Elizabeth-. ¿Por qué la han dejado tan sola? ¿O acaso mi pobre hermanita está padeciendo los malestares propios de su condición?

Luego le hizo una seña a un paje y le ordenó:

– Trae una silla para lady Rochford. ¡Rápido, muchacho!

Elizabeth y Ana intercambiaron una mirada divertida y cómplice.

– Lady Jane Rochford, esta es mi amiga Elizabeth Hay, la dama de Friarsgate -dijo la reina-. Elizabeth, esta es la esposa de mi hermano George. ¿Lo recuerdas, verdad? Él no ha podido olvidarte desde la última vez que estuviste en la corte. Te encontró sencillamente encantadora -agregó Ana con malevolencia, pues sabía que su cuñada era en extremo celosa-. La mandé llamar para que disfrutara de nuestra coronación.

Jane Rochford observó a Elizabeth con detenimiento y llegó a la conclusión de que no valía la pena congraciarse con ella; la joven estaba pésimamente vestida. Movió apenas la cabeza y Elizabeth le devolvió el saludo con un gesto tan altivo e insultante como el de ella. Lady Rochford se sintió un tanto ofendida, pero no dijo una sola palabra, dadas las circunstancias.

– ¿Te quedarás en la casa de tu tío? -le preguntó la reina.

– Sí, Su Alteza. Y ahora, si usted me lo permite, debo retirarme. Acabo de venir de Londres y aún no he tenido tiempo de quitarme la ropa de viaje y ponerme otra más adecuada -dijo Elizabeth levantándose del césped.

– Desde luego, Elizabeth. Y dile a tu hermana, la condesa de Witton que me complace verla entre nosotros.

– Lo haré, Su Alteza. Y gracias -replicó la joven haciendo una elegante reverencia y alejándose a paso vivo por los jardines.

– ¿La condesa de Witton? ¿Esa muchacha provinciana es la hermana de la condesa de Witton? -Lady Rochford se mostró sorprendida y pensó que debía someter a la muchacha a un nuevo y más exhaustivo escrutinio.

– Pues sí. Y lord Cambridge es su tío. Elizabeth es una rica terrateniente del norte, Jane. Nos hicimos amigas durante su último viaje a Greenwich. Su madre creció en la corte del rey Enrique VIII No pertenece a la nobleza, ciertamente, pero está muy bien relacionada. La mandé buscar porque me encanta su franqueza y honestidad, dos cualidades que no abundan por aquí. Dejó a su esposo, a su hijo y a su finca para venir a verme. Es una verdadera amiga.

Lady Jane Rochford percibió el reproche en la voz de la reina y, clavando los ojos en la silueta cada vez más lejana de la dama de Friarsgate, se preguntó qué papel desempeñaría la joven en todo ese asunto. Y en cuanto a su esposo, ¿la había encontrado tan encantadora como afirmaba su cuñada? ¿Trataría George Bolena de cortejarla esta vez?

Elizabeth sintió la mirada de lady Rochford quemándole la espalda y apuró el paso. Deseaba llegar lo antes posible a la mansión Bolton a fin de cambiarse la ropa y, abstraída en sus pensamientos, sin mirar por dónde caminaba, tropezó de pronto con un caballero.

– Disculpe, señor -murmuró algo avergonzada.

– ¿Elizabeth? ¿Elizabeth Meredith?

La voz le sonó familiar y, al levantar la vista, comprobó que el caballero no era sino Flynn Estuardo.

– ¡Querido Flynn! ¡Qué alegría verte! Me dijeron que estabas en la corte. ¿Seguiste mi consejo y le pediste al rey Jacobo que te buscara una esposa rica?

– Se lo pedí, pero me respondió que mientras fuese su mensajero en la corte de Inglaterra de nada me serviría tener una esposa en Escocia. Y estoy de acuerdo, me temo. ¿Y tú? ¿Has encontrado a un marido digno de tu persona?

– Sí, lo he encontrado. Y es escocés como tú. Pero ahora debo correr a casa de lord Cambridge a cambiarme de ropa. Como te habrás percatado, no estoy vestida para la corte. Nos veremos en otro momento dijo, y se apresuró a cruzar el bosquecillo que separaba la mansión Bolton de Greenwich.

Se había enamorado de Flynn en una ocasión y sospechaba que él la habría amado si la lealtad a su regio hermano no hubiese interferido, ¿por qué los hombres preferían el deber al amor? ¿Y por qué el corazón le latía tan deprisa si estaba felizmente casada? Mientras buscaba la llave en el bolsillo y abría la puerta, concluyó que la excitación de la corte y lo súbito del encuentro la habían ofuscado. Apenas franqueó el umbral la envolvió el delicioso aroma de las rosas. Era mayo, como la última vez que había estado allí. Y, por cierto, nada había cambiado, pensó riéndose de sí misma. Luego, entró en la casa y llamó a Nancy.

Ante el asombro de la corte, Thomas Cranmer, el recién confirmado arzobispo de Canterbury, convocó un tribunal eclesiástico, que se reuniría el 10 de mayo en Dunstable. Catalina de Aragón podría haber concurrido, pues se hallaba cerca de su actual residencia. No obstante, prefirió ignorar la citación, tal como había hecho con todas las medidas tomadas por Enrique respecto del divorcio. Catalina se consideraba la esposa legítima y la reina de Enrique VIII. Y la madre de su heredera. No había nada que discutir. El tribunal sesionó durante tres días y el 3 de mayo declaró nulo el matrimonio de Enrique Tudor con la princesa de Aragón. Ese matrimonio nunca había existido y, en consecuencia, cuando el rey había desposado a Ana Bolena el 25 de enero, era un hombre soltero. En suma, Ana era su legítima esposa y la auténtica reina de Inglaterra. El hijo que llevaba en su vientre sería legítimo. Muchos ingleses lloraron al enterarse del veredicto. Catalina, desde luego, se negó a aceptar una decisión tan injusta y temió por el destino de su hija, la princesa María. Si declaraban bastarda a María, la joven no podría contraer un matrimonio acorde con su condición. Pero Catalina estaba dispuesta a luchar per su hija.

Según se había decidido, Ana se embarcaría rumbo a Londres el 21 de mayo. Su primer destino iba a ser la Torre de Londres, donde todos los reyes y reinas que aguardaban su coronación permanecían hasta que les colocaban la corona en la cabeza. Pero primero había sido necesario restaurar los apartamentos reales. Durante días los artesanos trabajaron sin descanso para que todo estuviese perfecto. Pintaron estucaron los viejos muros. Cambiaron los cristales y las emplomaduras de las ventanas. Colocaron nuevas alfombras y tapices. Volvieron a dorar el mobiliario.