Al llegar a Greenwich, una magnífica procesión de cincuenta barcas echó anclas y aguardó. A las tres de la tarde apareció Ana. Llevaba un vestido confeccionado en una tela de oro y su larga cabellera le cubría la espalda. Aunque la acompañaban sus damas de honor, solo ella navegaría en la embarcación real. El resto no tenía más remedio que apiñarse en las barcas que iban a unirse a la procesión. Varios nobles habían llegado por su cuenta. Entre ellos figuraban el duque de Suffolk, el cuñado del rey, la marquesa de Dorset e incluso el padre de la reina, Thomas Bolena, conde de Wiltshire y Ormonde, que no deseaba ventilar públicamente las desavenencias con su hija, a punto de ser coronada reina de Inglaterra.

La barca de la mansión Bolton transportaba a la condesa de Witton, a su hermana, y a tres damas de honor amigas de Philippa. Ana había querido que Elizabeth viajara con ella, pero esta fue lo bastante sensata para no aceptar la propuesta.

– Puedo ser tu acompañante siempre y cuando no ofendas a mis superiores. Tu preferencia por mi persona ya ha provocado suficientes celos y sería terriblemente insultante para todos si yo fuese en tu embarcación. Sabes muy bien que se las ingeniarán para separarnos y que son capaces de apelar al rey para que me envíe de vuelta a Friarsgate -dijo Elizabeth, procurando hacerla entrar en razón.

– ¡El rey no haría semejante cosa, y menos ahora!

– Pero tu conducta lo pondría en un aprieto. ¿Deseas realmente avergonzar a Enrique? Ha sido bueno contigo y te ha defendido contra todos. No, Ana, Philippa y yo viajaremos en nuestra propia barca.

Y así lo hicieron. Ana comentó más tarde que la embarcación de lord Cambridge, de la que colgaban campanitas que tintineaban movidas por la leve brisa y por el suave oleaje, había sido la más original y encantadora.

La procesión se encaminó río arriba. Muchas naves mercantes y de guerra se alineaban a orillas del Támesis y, cuando pasaba la nueva reina, la saludaban con salvas. El estrépito llegó al máximo cuando la barca de Ana Bolena, con el halcón blanco flameando, arribó a la Torre. El lord chambelán y el oficial de armas la saludaron y la ayudaron a desembarcar. Durante un momento Ana contempló con deleite todo cuanto la rodeaba. El día era perfecto. Luego el lord chambelán la escoltó hasta el rey, que la esperaba en lo alto del muelle. Enrique la saludó con un beso, al tiempo que le murmuraba al oído: "Bienvenida, preciosa".

Ana se distendió y, por primera vez en varios meses, se sintió segura. Todo saldría bien. Enrique la amaba. El niño que llevaba en su vientre era saludable. Tenía una amiga fiel. Dándose vuelta, les sonrió a todos con una sonrisa que nadie había visto jamás en el rostro de Ana Bolena.

– Mi buen soberano, lord chambelán, damas y caballeros, queridos ciudadanos, desde el fondo de mi corazón les agradezco su cálida bienvenida. Que Dios los bendiga a todos -dijo, saludándolos con la mano.

La multitud allí presente profirió muy pocas exclamaciones de júbilo, pero Ana no se percató de la reticencia de sus futuros súbditos, pues acababa de entrar en la Torre del brazo del rey.

Una vez anclada la enorme embarcación en donde había viajado Ana, bajaron a tierra los veinticuatro remeros. La barca, probablemente la mejor de Inglaterra, había pertenecido a Catalina de Aragón, y como ya no la utilizaría, Ana le ordenó a su chambelán que la confiscase y la restaurase para su uso personal.

Chapuys, el embajador del sobrino de Catalina, que era no solo el rey de España sino el emperador del Sacro Imperio Romano, se quejó a Cromwell. Cromwell procuró suavizar la ira del embajador alegando que Enrique Tudor se sentiría consternado ante semejante noticia. Chapuys decidió entonces transmitirle su disgusto al tío de Ana, el astuto duque de Norfolk. Thomas Howard esbozó su gélida sonrisa de siempre y se mostró de acuerdo con Chapuys; su sobrina fastidiaba a todos y era la responsable de los males que ahora afligían a la corte. El chambelán de Ana fue amonestado, pero el emblema de la nueva reina reemplazó al de Catalina, pese al supuesto desagrado del rey.

No obstante, quienes menos toleraban la unión de Enrique Tudor y Ana Bolena eran los súbditos del reino. Habían querido a la princesa de Aragón y no estaban dispuestos a aceptar a esa bruja libertina que había hechizado a su bienamado monarca. En las iglesias de Londres cuando llegó el momento de orar por el rey Enrique y por la reina Ana muchos fieles no vacilaron en retirarse. Furioso, el rey llamó al alcalde y le dijo, en los términos más severos, que esos incidentes no debían volver a repetirse. Desde entonces, cualquier crítica a la reina Ana se consideraría un delito punible.

Se limpiaron las calles de Londres y se las cubrió con grava nueva. En algunos lugares especiales se instalaron barricadas para que el público pudiera ver la procesión sin correr riesgos. Varios gremios organizaron desfiles para la coronación. El alcalde de Londres cumplió estrictamente las órdenes recibidas, e incluso les pidió a los mercaderes extranjeros que participaran en los festejos y que obsequiaran regalos a la esposa de Enrique Tudor. La mayoría lo hizo, aunque con renuencia.

En la Torre, el rey, la reina y unos pocos invitados selectos acababan de ingresar en los apartamentos recién remodelados, donde se iba a servir un banquete. A Elizabeth no la habían invitado porque no era lo bastante noble, aunque Ana le había pedido que la esperara en sus aposentos. La dama de Friarsgate advirtió de inmediato el malhumor de la nueva reina. Ana gritó a sus damas de honor que la dejaran tranquila.

– Elizabeth me atenderá. Métanse en la cama, brujas. Y tú, Bride, aguarda afuera-le dijo a su doncella, dando un portazo.

– ¡Malditas perras!

– ¿Por qué estás tan enojada, Ana?

– Por la señorita Seymour. La dócil, dulce y escurridiza señorita Jane Seymour. ¡Si hubieras visto las caídas de ojos que le dedicaba a mi marido! La virgencita estaba pidiendo a gritos que el rey la montase. Y él se ha vuelto insaciable, Elizabeth. Mi vientre no me favorece, supongo, y su lujuria debe ser satisfecha. ¿Pero por qué demonios no me deja en paz y refrena un poco sus instintos? -exclamó, arrojándose en la cama.

– Levántate, te ayudaré a desvestirte.

– Eres tan buena conmigo, Elizabeth -murmuró la reina-. Tu presencia me tranquiliza. Después de todo -continuó, recuperando de pronto el buen humor-, fue un día triunfal. Un día perfecto, como si Dios me hubiera sonreído. ¡Y qué inteligente de tu parte decorar la barca con esas adorables campanitas!

– Fue idea de Philippa. Sabes cómo le gustan los detalles novedosos y elegantes.

– ¿De veras? ¿Estás segura de que no estaba tratando de eclipsarme? Elizabeth se rió.

– No seas tonta, Ana. Siente devoción por la princesa Catalina, pero jamás se atrevería a comportarse de ese modo. Es demasiado correcta.

– ¿Te agrada tu hermana? Pues a mí me disgusta la mía. Cuando estuvimos en Francia la consideraban una ramera. Parecía un ángel, con ese halo de cabellos rubios y esos ojos azules, pero era la prostituta más grande de la corte. El rey Francisco la llamaba su yegua inglesa; ¡la montaba con tanta frecuencia! Desde que se casó aparenta ser un dechado de virtudes, lo que es ridículo, porque todos conocemos su conducta previa.

– Deberías hacer las paces con lady María. La familia lo es todo -repuso Elizabeth mientras le ponía varias almohadas detrás de la cabeza y otras tantas bajo los pies-. ¿Quieres un poco de vino?

– Con mucha agua. Estoy sedienta.

En ese momento se abrió la puerta de la alcoba y entró Enrique Tudor. Al ver a Elizabeth, enarcó una ceja.

– Buenas noches, señora Hay -dijo el monarca.

La joven le hizo una reverencia y le alcanzó la copa de vino a Ana.

– Buenas noches, mi señor. ¿Desea Su Majestad estar a solas con la reina?

– Sí -replicó el rey.

– No quiero que Elizabeth se vaya -dijo Ana con cierta irritación.

– Su Alteza, me pone usted en un dilema -repuso la joven reprendiéndola amablemente-. Ha sido un día muy ajetreado y usted necesita descansar. Si mañana desea que la acompañe, así lo haré. Además su esposo quiere hablar con usted en privado y, según me enseñaron el deber de una esposa es obedecer a su marido. Perdóneme, pero debo respetar los deseos de Su Majestad.

Elizabeth se inclinó por última vez ante la real pareja y abandonó la alcoba.

– Una joven sensata que conoce su lugar -opinó el rey.

– ¡Últimamente te muestras tan desdeñoso conmigo! -se quejó Ana y comenzó a sollozar.

– No llores, preciosa. No es mi intención castigarte. ¿Acaso no te he dado un día perfecto?

– Sí. Pero el pueblo no me ama.

– Lo hará cuando nazca nuestro hijo. Entonces mis súbditos te adorarán por haberles dado un príncipe. -El rey puso la mano en el vientre de Ana y sintió que el niño se movía en respuesta a esa leve presión-. Nuestro hijo será uno de los más grandes monarcas de Inglaterra. Lo sé. -Luego se inclinó y la besó en la frente-. Elizabeth Hay tiene razón, necesitas descansar.

– ¿Adonde irás? -preguntó Ana con suspicacia.

– A jugar a las cartas con mis amigos.

– Dile a la señorita Seymour que venga. Me será más fácil conciliar el sueño si alguien me lee un libro. Y dormirá en la otra cama, por si la necesito durante la noche.

Ana esbozó su habitual sonrisa felina y el rey no pudo contener la risa.

– Eres muy astuta, mi pequeña Ana, pero tranquilízate. Te quiero más que a todas las mujeres y te querré aun más cuando nazca el heredero -dijo y, tras hacerle una reverencia, Enrique Tudor se retiró de la alcoba.

CAPÍTULO 18

El día posterior a su arribo a Londres, Ana Bolena tuvo pocos compromisos oficiales. La reina, de seis meses de embarazo, pasó la mayor parte del tiempo descansando y jugando a las cartas. Se celebró un banquete en honor a los dieciocho nobles erigidos caballeros de la Orden del Baño, pero la nueva soberana no asistió a ese evento eminentemente masculino. A la noche, siguiendo una antigua tradición, los flamantes caballeros se bañaron y se confesaron. Además, gozarían del privilegio de ocupar sitiales de honor durante la entrada formal de la reina en Londres y también en la ceremonia de la coronación. El rey quería convertir ese acto en un acontecimiento memorable para sus súbditos.

La coronación y su tradicional desfile se llevarían a cabo al día siguiente, que era sábado. Pese al escaso tiempo de que disponían las autoridades de Londres para organizar los preparativos, las calles estaban decoradas igual que veinte años atrás, cuando Enrique asumió el trono de Inglaterra. Se impartió la orden de que todas las casas situadas a lo largo del itinerario colgaran estandartes y banderas.

Philippa y Elizabeth cabalgarían junto con las damas de la reina, y las habían provisto de lujosos vestidos de paño de oro, especialmente diseñados para la ocasión. Philippa se sorprendió cuando le anunciaron que podía conservar el vestido como recuerdo del evento.

– ¡Cuánta generosidad! -exclamó acariciando la tela de la falda.

– Te regalo el mío -le dijo Elizabeth-. No tendré oportunidad de usarlo en Friarsgate, aunque reconozco que es hermoso.

– Recuerda que deberás montar como una dama y no a horcajadas.

– Espero poder hacerlo. Es difícil galopar por las calles tan finamente sentada.

– ¿Por qué crees que me han invitado a participar en la procesión?

– Le dije a Ana Bolena que, pese a tu amor por la princesa de Aragón, eras una súbdita leal al rey y la reina. No mentí del todo, pues me cuidé muy bien de no pronunciar el nombre de la nueva reina.

– Yo no debería estar aquí.

– Tu marido y tus hijos están aquí y además, hermanita, te encantan este tipo de espectáculos.

– La duquesa de Norfolk entregará a Catalina un informe pormenorizado de las personas que asistan a la ceremonia. ¡La pobre se sentirá tan dolida y desilusionada cuando se entere de mi presencia!

– Échale la culpa a Crispin. La princesa de Aragón considera que toda esposa debe obedecer al marido. Dile que él te obligó a venir por el bien de tus hijos y que te pidió que dejaras los sentimientos de lado.

– Y eso es exactamente lo que me dijo. ¿Cómo lo sabías?

– Conozco a Crispin; es un hombre de una gran sensatez.

– La duquesa de Norfolk, en cambio, ha desobedecido a su esposo -remarcó Philippa.

– En mi breve estadía en la corte conocí a la familia Howard. Son unos arrogantes que se consideran superiores a los reyes. No creo que el duque haya ordenado a su esposa asistir a la coronación. Él puede excusarse perfectamente pues está en Francia por encargo del rey. Y ella no va porque no quiere. De ese modo, querida, se aseguran de quedar bien con Dios y con el diablo. Algún día se pasarán de listos y caerán en desgracia. Además, la anciana madre del duque irá sentada en una cómoda litera detrás de la reina. No, Philippa, los Howard jamás serán considerados desleales, y tú tampoco.