Por orden de Su Majestad, las damas le prepararon la cama. Elizabeth nunca interfería en las tareas de las demás mujeres. Ella estaba allí exclusivamente en calidad de amiga. Cuando la reina se acostó en el amplio lecho, la joven se sentó a su lado, en una silla de respaldo alto y comenzó a leerle un libro ilustrado de cuentos tradicionales. Hugh regresó con el laúd a cuestas y se sentó en un taburete junto al fuego. Comenzó a tocar una canción escrita por el rey a Ana durante los primeros tiempos de su romance.
La reina sonrió contenta, y cerró los ojos para relajarse.
– ¿Sabes la letra, Hugh? -le preguntó al niño.
Él empezó a cantar la canción en voz muy baja, para que solo Ana y su tía pudieran escucharla.
Elizabeth observó a su sobrino. Era tan joven y al mismo tiempo tan consciente de las necesidades de la reina. Los rulos color caoba, sus grandes ojos celestes y la dulzura de su rostro denotaban la inocencia de la infancia. "Pero crecerá muy rápido -pensó Elizabeth-. La corte no es un lugar para los inocentes". Ana no protestó cuando la joven dejó de leer. Estaba exhausta y muy pronto se quedó dormida. Había sido una jornada larga y difícil.
Amaneció el primer día de junio. Elizabeth y Hugh se retiraron de la alcoba a fin de que la reina pudiera prepararse para la coronación. Ella enseñó a su sobrino el cubículo donde debía instalarse y le pidió que llevara allí las pertenencias que había dejado en la habitación donde dormían los pajes. Luego salió en busca de Nancy para que la ayudara a vestirse.
Desde su arribo a Londres casi no había pensado en él, pero al ver cómo Nancy le ponía el vestido de brocado azul con el escote bordado en hilos de plata y oro, se acordó de Thomas Bolton. Lamentó su ausencia, pues sabía que le habría encantado ser testigo del pomposo evento. Elizabeth se impuso la misión de observar y memorizar cada detalle para contárselo a su tío cuando regresara al norte.
– Si te quedas junto a la ventana, podrás ver partir la procesión -le dijo a su doncella.
– Cuénteme todo lo que ocurra. No se olvide de nada. Milord querrá saber hasta el último detalle.
Ella asintió con una sonrisa y salió de la habitación donde se vestían las damas de la reina, quienes miraban con envidia su atuendo. La idea de usar el azul en vez del verde Tudor había sido acertadísima. Todos los vestidos eran de ese color y ninguno era tan bello como el de Elizabeth.
Al ver a la reina, ataviada con un vestido color púrpura real y una larga capa ribeteada de armiño, le preguntó si necesitaba algo.
– No te separes de mi paje favorito -contestó la reina entregándole una tablita de arcilla-. Con esto ambos podrán entrar a la catedral y pónganse también mis insignias.
– Gracias, Su Alteza -dijo Elizabeth haciendo una reverencia.
Ana le sonrió y le guiñó el ojo.
– Esta capa pesa tanto como el rey -murmuró.
– Yo llevaré la cola, Su Alteza -tronó la voz de la anciana duquesa de Norfolk-. ¿Podría hacerme un favor en el día de hoy?
– ¿De qué se trata?
– ¿Sería tan amable de permitir que su prima, la pequeña Catalina Howard, asista a la coronación? Tal vez la dama de Friarsgate pueda acompañarla a la iglesia. Será muy emocionante para esa pobre niña. ¡Su vida es tan aburrida!
– ¡Por supuesto! -dijo Ana-. Jane Seymour, dele a la dama de Friarsgate una insignia para mi prima Catalina Howard.
– Enseguida, Su Alteza -repuso Jane, y al instante desapareció.
– No me gusta nada esa jovencita -comentó Ana a Elizabeth en voz baja-. Y a esa Catalina Howard ni siquiera la conozco, pero si la anciana duquesa desea ayudarla, no puedo negarme. Espero que no sea una molestia para ti, Elizabeth.
– ¿Una niña tan correcta como la pequeña Howard? Lo dudo.
La reina salió de sus apartamentos para tomar la barca que la llevaría a Westminster. Al rato apareció Jane Seymour y le entregó la insignia.
– ¿Por qué está siempre al lado de la reina, señora Hay? -preguntó en tono impertinente.
– Soy su amiga -se limitó a responder Elizabeth y se retiró. No tenía deseos de entablar una conversación con la señorita Seymour. Había algo en esa muchacha que le disgustaba. Sus mohines y actitudes remilgadas eran a todas luces falsos.
Cuando vio a Catalina Howard, se quedó sorprendida por su belleza. Tenía el rostro pálido en forma de corazón y mejillas rosadas. Los ojos eran de un azul casi transparente y el cabello que asomaba de la cofia era de un color caoba brillante.
– Mi nombre es Catalina Howard, milady -se presentó haciendo una graciosa reverencia.
– Dígame "señora Hay". La reina le ha concedido el permiso de asistir a la coronación, señorita Howard. Y me encomendó que cuidara de usted y de su paje, Hugh St. Claire. Mí barca nos está esperando para ir a Westminster.
– ¿La barca es suya? Ha de ser muy rica, entonces, señora Hay. Salvo mi tío, el duque de Norfolk, no conozco a nadie que tenga una embarcación propia.
– La barca pertenece a mí tío, lord Cambridge, quien efectivamente es muy rico. Yo soy tan solo la dueña de una hacienda en el norte.
– Mi padre es el conde de Witton -se jactó Hugh ante la niña.
– ¿Y eres su heredero? -inquirió Catalina Howard.
– No, soy el hijo menor.
– Entonces no tienes importancia. -La niña irguió la cabeza y miró hacia delante.
Elizabeth se echó a reír.
– Te ganó -dijo al ruborizado Hughie.
Entre las ocho y las nueve de la mañana, la procesión se dispuso a ingresar en Westminster para avanzar hasta la gran catedral.
– ¡Deprisa! SÍ no nos apuramos a entrar en la iglesia, no conseguiremos un buen lugar -dijo Elizabeth tomando a los niños de la mano.
Al llegar a la catedral, mostró al guardia los pases que le había dado la reina. El hombre los tomó y la miró con una sonrisa.
– ¡Qué hermosos jovencitos! ¿Quiénes son y quién es usted?
– Soy la señora Hay y estoy al servicio de Su Majestad. El muchacho es hijo del conde de Witton y el paje favorito de la reina. Y la niña es su prima, la señorita Howard.
– Usted es del norte si el oído no me engaña.
– De Cumbria.
– Yo soy de Carlisle. Pase, señora Hay, les buscaré un fugar desde donde puedan disfrutar de toda la ceremonia. -El guardia los condujo hasta la capilla real y los ubicó en la punta izquierda de un banco situado en las primeras filas-. Si se mantienen en silencio, nadie notará que están aquí.
Al son de las trompetas, la procesión hizo su entrada en la catedral. Los niños se pararon encima de sus asientos para ver mejor el espectáculo. La marquesa de Dorset portaba el cetro de oro; el conde de Arundel, la vara de marfil adornada con una paloma, y el conde de Oxford, quien era lord chambelán, llevaba la corona. Ninguno de esos nobles aprobaba la coronación de Ana Bolena, pero por nada del mundo iban a resignar su derecho a participar del fastuoso evento.
Finalmente hizo su aparición la reina, escoltada por su reticente padre, conde de Wiltshire y Ormonde. Los títulos se los había otorgado la propia Ana, pero no lograron hacerlo cambiar de opinión; seguía oponiéndose rotundamente a ese matrimonio. Al ver la sobrefalda añadida al vestido para disimular el embarazo, le dijo que debía quitársela y agradecer a Dios por encontrarse en esa situación.
– Mi situación es mil veces mejor que la que hubieras deseado -le espetó su hija.
Tras ser conducida a un trono situado entre el altar mayor y el coro, escuchó cómo los niños inundaban la capilla con sus voces angelicales. Luego, con una leve inclinación, ordenó al arzobispo de Canterbury que comenzara el servicio religioso. Ana se levantó del trono y se arrodilló frente al altar. Cuando se puso de pie nuevamente, el arzobispo ungió su cabeza y su corazón, y después de que el coro entonara cantos triunfales, procedió a coronar a la reina. Colocó la corona de san Eduardo sobre su cabeza, el cetro en su mano derecha y la vara de marfil en la izquierda. Se cantó el Tedeum de rigor y la liviana diadema hecha especialmente para Ana reemplazó la pesada corona.
La reina volvió a sentarse para escuchar la misa y en su debido momento comulgó. Cuando finalizó el oficio religioso, Ana hizo una ofrenda al sepulcro de san Eduardo y salió por una puerta ubicada cerca del coro. El rey no participó en la coronación de su esposa, pero observó toda la ceremonia desde una galería cerrada, junto a los diplomáticos de los países a los que quería impresionar.
Tanto Elizabeth como los niños a su cuidado se impresionaron ante tanta pompa y esplendor. Era una hermosa historia para contar a su familia cuando regresara a Friarsgate. Al salir de la catedral, Catalina Howard dijo:
– ¡Cómo me gustaría ser reina algún día!
– No tienes pedigrí -replicó Hugh St. Claire vengándose del comentario desdeñoso que le había hecho la niña anteriormente. Catalina se ruborizó.
– ¡Hughie! -regañó Elizabeth a su sobrino y abrazó a la pequeña Howard-. Vayamos a ver a la reina. Debe de estar descansando hasta la hora del banquete.
El primer plato constaba de veintiocho manjares distintos. Durante toda la comida, la condesa de Oxford estuvo parada a la derecha de la reina y la condesa de Worcester, a su izquierda. La tarea de esta última consistía en tener siempre a mano la servilleta de la soberana y limpiarle los labios cada vez que daba un mordisco. Dos mujeres sentadas a los pies de la reina y debajo de la mesa sostenían una bacinilla de oro para que Su Majestad pudiera orinar cada vez que lo necesitara.
Tras el último plato, se sirvieron barquillos y vino dulce a todos los invitados. Finalmente, la reina se puso de pie y caminó hasta el centro del salón, donde brindó por el rey con la copa de oro que le tendió el alcalde. A las seis de la tarde, se retiró de Westminster. La breve travesía por el río le revolvió el estómago. De todas las delicias que le habían ofrecido, solo había probado unas pocas, pero aun así se sentía descompuesta. AI regresar a sus aposentos, vomitó casi todo lo que había comido.
– Sáquenme los vestidos -ordenó a su doncella-. Necesito acostarme. ¡Dónde está la señora Hay? Quiero verla ya mismo. ¡Encuéntrenla!
Una criada salió de la alcoba y le comunicó que la reina requería su presencia.
– La duquesa no ha dado instrucciones de devolverla a su casa, señorita Howard -dijo Elizabeth a la pequeña Catalina-. Tendrá que pasar la noche aquí. Nancy, mi doncella, la cuidará muy bien. Hugh, ven conmigo y trae el laúd.
– Gracias, señora Hay. Ha sido muy amable conmigo -dijo la pequeña Catalina.
Ana estaba exhausta y no toleraba a las mujeres que la rodeaban pero también se sentía eufórica por el glorioso acontecimiento del día, No solo se había convertido en reina sino también en una mujer sumamente rica y una gran terrateniente. Una gran cantidad de personas se ocupaban de atenderla, y hasta el rincón más miserable de la cocina era un sitio codiciado. Algunas mujeres habían dejado las casas de encumbrados aristócratas para ofrecer sus servicios a la nueva reina. Muchas parientas de la reina habían solicitado un lugar en la corte y aunque en su mayoría no habían sido solidarias con ella, Ana las aceptó porque sus maridos eran importantes para el rey. La presencia de la señora de Friarsgate era un enigma para esas damas de alcurnia. No tenía sangre noble, provenía del norte, y para colmo se rumoreaba que su marido era un rústico escocés. ¿Por qué diablos estaba allí?
La reina extendió sus dos manos para que Elizabeth las besara.
– ¡Fue un día grandioso! -exclamó Ana-. ¿Pudiste ver todo? Mi pequeña prima es una criatura adorable. ¿La anciana duquesa la llevó de regreso a su casa?
– Fue un día maravilloso, Su Alteza. Gracias al guardia, que nos dio una excelente ubicación, pudimos disfrutar de toda la ceremonia. Tengo un montón de cosas para contar a mi familia cuando regrese al norte. Lord Cambridge morirá de envidia -rió-. La señorita Howard está con Nancy en estos momentos.
– Me gustaría que te quedaras conmigo para siempre. Me siento más tranquila en tu presencia.
– Me honra su halago, pero no lo merezco. Mi familia y mi hacienda precisan toda mi atención, Su Alteza. Permaneceré a su lado hasta que nazca el príncipe y después me marcharé. No me gusta esta ciudad. Necesito estar en mis tierras, oler el aire fresco de Friarsgate, contemplar el cielo y las colinas que me rodean.
– Tu vestido es hermoso -observó la reina ignorando las palabras de Elizabeth-. Me sorprende que estés a la moda viviendo tan lejos
– Mi tío es un ser milagroso, Su Alteza. Pese a ser un hombre de provincias, viste siempre a la última moda. Dice que su gente no espera menos de él, y tiene razón. Los pobladores de Otterly lo adoran.
– Su Alteza, debería acostarse en la cama. Mañana será un día ajetreado -interrumpió lady Jane Rochford, celosa de la atención que recibía la dama de Friarsgate.
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