– No vuelvas a decirme lo que tengo que hacer. Estás aquí solo porque eres la esposa de mi hermano -dijo Ana Bolena a su cuñada, entrecerrando los ojos, y luego agregó mirando a las demás mujeres-.Todas ustedes están aquí por razones de parentesco y en cualquier momento puedo reemplazarlas por damas más agradables y respetuosas.
– El ama y señora de Friarsgate vino por expreso pedido del rey y mío. Es nuestra amiga.
– Lo siento, Su Alteza -susurró Jane Rochford, las mejillas encendidas a causa de la reprimenda de la reina. "¡Perra -se dijo para sus adentros-, ya me las vas a pagar algún día!".
Elizabeth hizo una amplia reverencia y le pidió permiso para regresar a la mansión Bolton.
– Puedes retirarte -asintió Ana. Se dio cuenta de que Elizabeth trataba de distender la situación que se había creado.
– ¿Dónde está la doncella de la duquesa de Norfolk? -preguntó Elizabeth a Nancy, que cuidaba a la pequeña Howard-. Lleva a la niña con la anciana y reúnete conmigo en el embarcadero.
– ¿Adónde vas tan apurada, Elizabeth Meredith? -tronó una voz.
La joven se dio vuelta y se encontró cara a cara con Flynn Estuardo.
– A mi barca -le dijo.
– ¿Y abandonas a la reina? -preguntó caminando junto a ella-. En los últimos días te has convertido en la comidilla de la corte. Todos están azorados por la confianza que te tiene Ana Bolena, Elizabeth Meredith.
– Ahora soy Elizabeth Hay. La amistad es un concepto incomprensible para los cortesanos. Me encantaría poder volver ya mismo a mi hogar, pero la reina exige mi presencia. ¿Por qué ha venido, señor Estuardo? Lo imaginaba cabalgando a todo galope rumbo a Escocia para contarle al rey los pormenores de la coronación.
– Jacobo ya está al tanto de los acontecimientos del día. Su media hermana, lady Margaret Douglas, es una de las damas de honor de la reina. Antes me llamabas Flynn. ¿Adónde vas?
– A la casa de mi tío Thomas Bolton. La comadreja de Jane Rochford le hizo una escena a la reina por mi causa. No entiendo cómo la aguanta su marido.
– En realidad, no la aguanta, pero se casó con ella por conveniencia Ya sabes cómo son los nobles.
– Esa arpía va a acabar muy mal, te lo aseguro. ¡Ojalá estuviera en mi casa! ¡Odio este lugar!
– ¿Y por qué no empacas tus cosas y te mandas a mudar? La coronación ya terminó.
– Ana me pidió que la acompañara hasta el nacimiento del bebé y no pude rehusarme. Te he dado una primicia para tu amo, Flynn, aprovéchala.
El escocés lanzó una carcajada.
– La reina es como todas las primerizas. Necesita el cariño y la bondad de su fiel amiga del campo. Ninguna de esas pavas reales que la rodean puede ofrecerle un gramo de comprensión.
– Sí, es una desgracia.
– Ánimo, querida. Faltan pocos meses para que nazca la esperanza de Inglaterra y puedas retornar al norte. Hemos llegado. ¿Cuál es tu barca?
– Debo esperar a mi doncella, que está buscando a los sirvientes de la vieja duquesa de Norfolk para entregarles a la señorita Howard. La niña estuvo bajo mi cuidado durante toda la coronación. Esta noche dormiré en mi propia cama.
– Sola, imagino -repuso Flynn Estuardo con ojos pícaros.
– ¿Crees que soy una mujer fácil por el hecho de ya no ser virgen? -rió Elizabeth-. Mi marido es muy celoso y más corpulento que Enrique Tudor.
– No debí dejarte ir.
– ¡Vamos, Flynn! Hace tres años habría creído esas pamplinas románticas, pero desde entonces aprendí que los escoceses priorizan la lealtad por sobre las mujeres. Seduje descaradamente a mi marido al regresar a Friarsgate y eso no fue suficiente para retenerlo a mi lado. El deber hacia su padre era lo más importante.
– ¿Lo sedujiste? -preguntó incrédulo-. ¡Cómo me habría gustado estar en su lugar!
– Lo deseaba, Flynn.
– ¿Y lo amas? -inquirió él poniéndose serio.
– Mucho. Pude haberte amado a ti, pero no eras el hombre ideal para Friarsgate ni, por lo tanto, para mí.
– Pero seguimos siendo amigos, ¿verdad?
– Por supuesto, Flynn Estuardo. Y sigo pensando que deberías conseguirte una buena esposa e instalarte en algún sitio. Pero me temo que eres más feliz permaneciendo soltero. Te encantan la excitación y las intrigas de la corte.
– Así es.
– Señora, acabo de dejar a la señorita Howard con los sirvientes de la duquesa-dijo Nancy acercándose al muelle.
– Entonces huyamos a la mansión Bolton.
Flynn ayudó a las dos mujeres a subir a la barca.
– Volveré a verte -prometió el escocés.
– De acuerdo.
Cuando llegaron a la casa, Philippa estaba esperándolas en el gran salón y abrazó a su hermana. Elizabeth se quitó los zapatos, se desató los lazos y se sentó junto al fuego.
– ¿Cómo está mi Hughie? -preguntó la condesa de Witton.
– La reina lo adora. Con esa carita angelical y esa voz tan dulce el niño seduce a cualquiera. Ana disfruta de su compañía y es muy buena con él.
– Entonces está todo bien.
– La reina no sabía quién era. Cuando le dije su nombre, se sorprendió. Hugh es encantador y ha logrado conquistar el corazón de Ana Bolena, quien, te lo aseguro, no es una mujer fácil de engatusar. Hughie es muy afortunado.
– Crispin quiere que partamos mañana. No le apetece estar en la corte estos días y a mí tampoco, por extraño que parezca.
– No te preocupes, me las arreglaré sola. El hijo de Ana nacerá en septiembre, y regresaré a casa inmediatamente después del parto. Estoy cansada -dijo poniéndose de pie-, dormí toda la noche en una silla hoy tuve que cuidar a Catalina Howard, la prima de la reina.
– Habrá torneos y bailes durante el resto de la semana, así que me temo que estarás muy ocupada.
– Lo sé -bostezó Elizabeth-. ¡Ay, no sabes cuánto extraño Friarsgate!
– Y a tu esposo, quiero creer.
– Sí, lo echo de menos. Es hora de que el pequeño Tom tenga un hermanito o hermanita -volvió a bostezar-. Buenas noches, Philippa No te vayas sin saludarme, por favor. -La besó en la mejilla y se dirigió a su alcoba.
El conde y la condesa de Witton partieron temprano la mañana siguiente. Elizabeth lamentó profundamente que se fueran. Le esperaba un largo verano, lejos de Friarsgate, lejos de Baen y de Tom. Se echó a llorar. Quería estar en su casa, y no en la justa que se celebraría a la tarde en honor a la reina, ni en el banquete y el baile de disfraces que seguirían a continuación. Ese mundo le era ajeno. No era una gran dama copetuda, sino simplemente Elizabeth Hay, dueña de Friarsgate. No pertenecía a la corte.
Según la costumbre, un mes antes del nacimiento del bebé la reina debía recluirse en sus apartamentos y solo podía ser atendida por mujeres. Para alegría de Elizabeth, Ana eligió parir en el hermoso palacio de Greenwich junto al río.
Durante su ausencia, los aposentos de la reina fueron reformados y acondicionados para el alumbramiento, siguiendo las reglas establecidas por la abuela de Enrique Tudor, Margarita Beaufort. Todas la ventanas salvo una y todas las paredes debían estar cubiertas con ricos tapices. Ana debía esperar la llegada del bebé en un ámbito tranquilo y en penumbras. Casi siempre la acompañaban Elizabeth y el pequeño Hugh St. Claire, que no solo era el paje preferido de la reina sino también de las otras damas. Todas estaban cautivadas por su voz melodiosa, su bello rostro y sus exquisitos modales.
Cada vez que podía, Elizabeth se escabullía a través de los bosques y se refugiaba en la mansión Bolton. Un día, a su regreso, se encontró con que Ana estaba hecha una furia y nadie lograba calmarla. Todo el mundo temía que el arranque de rabia le provocara un aborto.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó a lady Margaret Douglas, la sobrina del rey.
– Alguien le contó que el rey está cortejando a una dama de la corte, que sus partidas de caza son meras excusas para encontrarse con su amante. ¡Imagínese lo celosa que ha de estar! -susurró lady Douglas.
– ¡Por Dios! ¿Quién le contó semejante cosa?
Elizabeth había escuchado rumores, por cierto, pero no les había prestado atención. Comprendía que los maridos buscaran diversiones en otra parte cuando se los privaba de la compañía de su esposa. Además, si el rey tenía una amante, al menos parecía actuar con discreción ya que nadie sabía quién era la mujer ni había visto nada indecente.
– No lo sabemos.
– Tiene que ser alguna de las mujeres que están aquí -dijo Elizabeth mirando a su alrededor. Clavó los ojos en Jane Seymour-. Será mejor que vaya a verla.
– ¿De veras? -exclamó lady Margaret aliviada-. Ella la quiere mucho y escucha sus consejos, señora Hay.
Elizabeth entró en el cuarto privado de la reina. Ana estaba llorando, con el cabello suelto y despeinado. Había pedazos de vajilla rota en el piso.
– Está sufriendo inútilmente, Su Alteza -empezó a decir y, con un gesto imperioso, indicó a las damas que se retiraran de la habitación.
– ¿Sabes lo que me dijo el rey? -sollozó la reina-. Lo mandé llamar y le conté lo que había escuchado. Le advertí que no iba a tolerar que fornicara con otra mujer, y menos ahora que estoy a punto de parir. No se disculpó ni trató de consolarme. Se limitó a decir con ese maldito tono despótico: "Debes cerrar los ojos, señora, y soportar con resignación, como lo hicieron las mujeres que te precedieron. No olvides que así como te elevé a alturas inconmensurables, en un segundo puedo hundirte en el pozo más profundo". ¡Ay, Elizabeth; ya no me ama! -se lamentó sollozando con violencia.
Elizabeth la rodeó con sus brazos para confortarla.
– Se puso nervioso porque lo descubriste. Durante todo el verano intentó evitarte cualquier situación que, a su juicio, fuera perturbadora para ti, Ana. Y debo decir que algunas eran bastante tontas. Él te ama, te lo aseguro. Deja de llorar y piensa en el niño que llevas en tu vientre.
– ¡Oh, Elizabeth, no me abandones nunca!
Un súbito escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿No abandonarla nunca? ¡Imposible! Se marcharía tan pronto como la criatura naciera. Ya había ordenado a Nancy que empacara sus cosas y solicitado que le enviaran un contingente de hombres de Friarsgate, por temor a que le negaran la escolta real. ¡Faltaba muy poco para regresar a casa! Ansiaba mucho estar en sus tierras y reencontrarse con su esposo y su hijo.
El domingo 7 de septiembre, Ana empezó el trabajo de parto en la enorme cama preparada para el alumbramiento. Médicos y comadronas se habían congregado alrededor de la reina. Elizabeth se sentó junto al lecho y le tomó la mano. A medida que el parto avanzaba y el dolor se hacía más intenso, Ana le oprimía la mano con tanta fuerza que Elizabeth pensó que ya no podría volver a utilizarla. Los gritos de la parturienta llegaron a los oídos de los cortesanos que esperaban ansiosos la gran noticia en la sala de recepción de la reina. Entre ellos estaba María Tudor, de diecisiete años, que aguardaba la llegada del hermano que finalmente la desplazaría del trono. Tenía la esperanza de que después del nacimiento le permitieran ver a su madre, la princesa de Aragón, y casarse con su primo Felipe, como quería Catalina. Felipe era un muchacho muy apuesto.
Entre las tres y las cuatro de la tarde se escuchó el potente llanto del bebé. La sala de espera se llenó de rostros felices y sonrientes. Todo había salido bien, pensaban aliviados. El niño, nacido bajo el signo de Virgo, sería un gran rey.
Cuando le mostraron la criatura a la reina, esta se echó a llorar desconsoladamente. Sólo las personas que estaban más cerca de ella atinaron a oír sus débiles palabras:
– ¡Estoy arruinada!
– ¡No! -le susurró al oído Elizabeth-. Es una niña sana y fuerte. Ya le darás otros hijos al rey.
Una de las damas de honor salió a anunciar que había nacido una princesita y que se llamaría Isabel en honor a la difunta madre del rey. Acto seguido, Enrique VIII entró en el cuarto y se acercó a ver a la pequeña. Con voz jovial, declaró que era la niña más hermosa que había visto. La pelusa que cubría su cabecita era de color rubio rojizo, igual que el cabello de su padre. Ya tendrían más hijos, agregó, pero todos sabían que estaba desilusionado. La estrella de Ana Bolena se estaba apagando irremediablemente y los ojos del rey comenzaban a iluminar el rostro de una de las damas presentes: la dulce y sumisa señorita Jane Seymour.
– La llamaremos María -dijo a su esposa.
– No, ya tienes una hija con ese nombre -replicó Ana Bolena, un poco más animada-. La llamé Isabel en honor a tu madre, Dios la tenga en la gloria. Tú elegirás el nombre de los varones, milord, y yo el de las mujeres.
El rey recuperó el humor por unos instantes y le sonrió.
– De acuerdo. Siempre has sido una excelente negociadora, Ana -asintió y se retiró de la habitación.
Elizabeth volvió a entrar para acompañar a su amiga. Ana estaba más pálida que de costumbre; grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos y su mirada era lúgubre.
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