– El rey ha sido muy amable contigo -la consoló mientras las doncellas le preparaban la cama para dormir.
– Lo he defraudado. ¿Sabes una cosa? No solo elegí el nombre por la madre del rey sino por ti, amiga mía. Ojalá sea tan fuerte como tú, Bess.
Tres días más tarde, el arzobispo Cranmer bautizó a la princesita bañándola en la fuente de plata destinada a los bebés de los reyes. Luego se la llevaron a sus aposentos. Ana Bolena permaneció en la capilla para recibir a las figuras más encumbradas y poderosas. Pese a los festejos y las celebraciones, se respiraba un aire sombrío. Todo el mundo sabía que el rey estaba decepcionado, aunque dijera lo contrario. Y Ana estaba condenada a permanecer recluida cuarenta días más, hasta que se realizara la ceremonia religiosa de purificación y de acción de gracias.
Una mañana de principios de octubre, mientras el rey salía de su capilla, se cruzó en el corredor con un hombre de tupida cabellera negra, altísimo y corpulento, flanqueado por dos guardias reales que lo tomaban firmemente de ambos brazos. El rey y sus acompañantes se quedaron atónitos ante la presencia del intruso. El gigante se liberó de las garras de los guardias e hizo una reverencia al monarca, clavándole sus ojos grises.
– Su Majestad -dijo con voz profunda y un acento que indudablemente era del norte-, he venido a buscar a mi esposa.
– ¿A su esposa? -preguntó Enrique Tudor sorprendido.
– Elizabeth Hay, la dama de Friarsgate, Su Majestad. Vino a la corte en primavera por pedido de la reina. Ahora me gustaría que usted le diera permiso para regresar a casa.
El rey lanzó una risa que muy pronto derivó en una estrepitosa carcajada. Sus acompañantes se miraban entre sí con perplejidad y nerviosismo, y decidieron permanecer en un discreto silencio. El rey dejó de reír y dijo:
– ¡Oh, sí, usted es el marido escocés! Es hora de que recupere a su esposa. Si, como sospecho, su esposa se parece a su madre, Rosamund Bolton, ha de estar desesperada por volver a su amado Friarsgate. -Miró a unos de los hombres que lo acompañaban y le indicó que se acercara-. Mandaré a uno de mis sirvientes para que le avisen a la señora Elizabeth Hay que lo espere en los jardines. Tiene mi autorización para retornar a su hogar. Mientras tanto, este compatriota suyo le hará compañía. -El rey comenzó a reír nuevamente y se alejó por el largo corredor.
Los dos escoceses se miraron unos instantes y luego el hombre del rey extendió su mano:
– Mi nombre es Flynn Estuardo.
– Baen Hay, más conocido como Baen MacColl. Usted debe ser el escocés que Elizabeth besó cuando estuvo aquí la vez pasada.
Flynn Estuardo no pudo reprimir una sonrisa.
– Un caballero no ventila esas cosas, señor -replicó mientras salían a los jardines junto al río.
Baen le devolvió la sonrisa.
– ¿Cree que Elizabeth la pasó bien esta vez?
– Vino obligada por la reina, pero extraña Friarsgate. Su Majestad necesita realmente su amistad, pero no tiene en cuenta las responsabilidades ni los afectos de su amiga. Lo único que le importa son sus propias necesidades.
– Dicen que es una bruja.
– No es cierto. Es solo una mujer ambiciosa que acaba de jugar su carta de triunfo y probablemente haya perdido. Si usted no hubiera venido a rescatarla, su esposa jamás se habría liberado de la reina. Es mejor que no sea testigo de los próximos acontecimientos, Baen Hay. Su corazón es demasiado puro.
– Sí, lo sé muy bien.
– ¡Baen! -gritó Elizabeth atravesando a toda velocidad los jardines de Greenwich y levantándose las faldas para no tropezar, y se arrojó en los brazos de su esposo-. ¡Oh, Baen! -Le tomó la cabeza y lo besó con fervor.
– Me despido de ustedes y les deseo buen viaje -se despidió Flynn Estuardo. De inmediato notó que ella amaba a su marido con pasión, y sintió una pizca de envidia.
Acurrucada en los brazos de Baen, la joven lo miró y le prodigó una dulce sonrisa.
– Gracias, Flynn -le susurró.
La dama de Friarsgate y su marido caminaron juntos por los verdes senderos de Greenwich rumbo a la casa de Thomas Bolton. Elizabeth en ningún momento dio vuelta la cabeza para mirar hacia atrás. En consecuencia, no pudo ver a la mujer solitaria que la observaba desde una de las ventanas superiores, ni la escuchó decirle adiós. Tampoco vio la lágrima que rodaba por el rostro de la reina. No, miraba hacia delante. Por primera vez en varios meses se sintió feliz. Era octubre, el sol brillaba, Baen estaba a su lado… ¡y emprendía el regreso a su amado Friarsgate!
EPÍLOGO
Junio de 1536.
Flynn Estuardo cabalgaba por la frontera que separa Inglaterra de Escocia. Se había desviado del camino principal, pues tenía la intención de hacer un alto en Friarsgate antes de ver a su hermano. La belleza del lugar lo sorprendió y comprendió por qué Elizabeth prefería vivir allí y no en la corte. Habían pasado casi tres años desde la última vez que la vio en Greenwich, acompañada por su marido, y se preguntó si habría cambiado, aunque sospechaba que no. Se detuvo un momento para contemplar el paisaje y pensó si habría sido feliz él allí. Tal vez, pero nunca hubiera renunciado a servir a su hermano, el rey Jacobo V.
Espoleó la cabalgadura y descendió la colina hasta llegar a la casa solariega. Desmontó del caballo y un mozo de cuadra se encargó de llevarlo a los establos. Luego se encaminó a la entrada principal y golpeó a la puerta. Al cabo de unos instantes, apareció el mayordomo.
– Necesito hablar con la castellana -dijo Flynn Estuardo.
– Por aquí, señor -repuso Albert conduciéndolo al salón.
Elizabeth levantó la vista y sus ojos brillaron al reconocer al visitante. Se puso de pie de inmediato, extendiendo los brazos en señal de bienvenida.
– ¡Flynn, benditos los ojos que te ven! ¿Qué te trae por aquí? Espero que la reina no te haya enviado para obligarme a volver a la corte, pues no iré. Mis responsabilidades se han centuplicado desde mi regreso. Albert, sírvele un poco de vino al caballero.
Flynn tomó la copa que le ofreció el mayordomo y la bebió prácticamente de un trago. Estaba sediento.
– Voy camino a Edimburgo, pero decidí hacer un alto.
– Si mal no recuerdo, Edimburgo está mucho más al norte, en el extremo opuesto a Cumbria -dijo Elizabeth con una mirada divertida- Evidentemente, no tienes mucho sentido de orientación, Flynn Estuardo.
– En realidad, quise echarles un vistazo a ti y a tu Friarsgate -admitió-. Seguí tu consejo y, según me ha dicho mi hermano, me espera una esposa rica en Escocia. Además, ya no seré el mensajero de Jacobo en Inglaterra, afortunadamente. Estas son las últimas noticias que le llevo, y son muy importantes.
– Baen regresará pronto del campo. El pequeño Thomas está con él. Y tenemos dos niños más: Edmund, que nació nueve meses después de mi última visita a palacio, y Ana, que vino al mundo el 5 de diciembre del año pasado. Su pelo es tan renegrido que no tuve más remedio que ponerle el nombre de la reina -Elizabeth se echó a reír-. ¿Cómo está mi amiga? En estas remotas tierras del norte no nos enteramos de nada.
Baen entró en el salón y al ver a Flynn Estuardo le tendió cordialmente la mano. Lo acompañaba un niño alto y robusto, aunque de corta edad, que corrió hacia su madre y se sumergió en su regazo. Baen besó a su esposa en la boca y, rodeándole los hombros con el brazo, se dio vuelta para mirar a Flynn Estuardo.
– ¿Qué lo trae por aquí, señor?
– La reina me ha ordenado volver a palacio, pero no pienso ir -mintió Elizabeth con la intención de provocar a su marido.
Baen soltó una carcajada, consciente del embuste.
– No, preciosa, ni lo sueñes. No te permitiré regresar a la corte -dijo, y luego se dirigió a su compatriota-. ¿Se quedará esta noche, Flynn Estuardo?
– Sí, y gracias por su hospitalidad.
– ¿Y nos pondrás al tanto de los rumores palaciegos después de la cena? -preguntó Elizabeth.
– Lo haré -respondió Flynn tratando de disimular su pesadumbre. ¿Cómo se las ingeniaría para comunicarle la terrible noticia?
Durante la cena, Flynn observó, divertido, a los dos varones de Elizabeth, que tomaban cerezas y luego escupían los carozos para ver cuál de los dos los arrojaba más lejos. También le presentaron a la pequeña Ana Hay con sus negros rizos, muy parecida a su padre, aunque ya mostraba la vivaz personalidad de la madre.
Cuando los niños se fueron a la cama, Elizabeth, Baen y él abandonaron el salón y se sentaron en el jardín. Era una noche de principios de verano y todo estaba en calma, excepto Flynn Estuardo, el encargado de darle la funesta noticia.
– ¿Tu hermana, la condesa, te escribe a menudo? -le preguntó en un tono casual-. No me agradaría repetir lo que ya sabes.
– No. Philippa concurre muy poco a la corte y prácticamente se ha convertido en una mujer de campo, como yo. Recibí una carta suya antes de que Ana naciera. Ella y Crispin viajaron a Gales el verano pasado acompañando al rey y a la reina. Philippa quería visitar el lugar donde nació nuestro padre. Según ella, era bastante desolado y no tan bello como Friarsgate.
– Entonces me veré obligado a contártelo yo. Después de tu partida, las cosas fueron de mal en peor. Las mujeres que rodeaban a la reina eran unas arpías. Su madre, su hermana, Jane Rochford, Mary Howard y otras brujas. Ninguna la quería, salvo Margaret Lee. Cuando te fuiste, fue la única capaz de comprender la soledad de la reina y se hicieron amigas.
– ¡Me alegro tanto! -repuso Elizabeth-. He pensado a menudo en Su Alteza, pero no tuve más remedio que abandonarla y volver a casa.
– Margaret Lee era su único consuelo -continuó Flynn-. La pasión del rey por Ana Bolena se había desvanecido por completo. Peleaban todo el tiempo, incluso en público. Además, Enrique coqueteaba abiertamente con otras mujeres; entre ellas la prima de la reina, Margaret Shelton. Y cuanto más flirteaba el rey, más se enfurecía Ana.
– Tenía miedo -dijo Elizabeth-. La pobre Ana siempre ha tenido miedo.
– Sí -admitió Flynn-. Hubo dos intentos de confinarla, pero no prosperaron. Luego, las alianzas propuestas por el rey, primero con Francia y después con el emperador Carlos, comenzaron a resquebrajarse. El Papa lo había excomulgado por negarse a aceptar nuevamente a la princesa de Aragón y a devolver a lady María el título que le corresponde como hija legítima. Durante el último verano, el rey se mostró descorazonado. Según él, todos sus esfuerzos por poner a Inglaterra a la cabeza del mundo habían sido en vano. No obstante, la estrella de la reina brilló una vez más cuando partieron juntos de vacaciones. Quienes los acompañaron, aseguran que se veían muy felices, salvo por la presencia de lady Seymour. En otoño, anunciaron que la reina estaba embarazada otra vez. El niño nacería en julio. La princesa de Aragón murió al día siguiente de la Epifanía. Enrique Tudor se negó a llevar luto y amenazó con castigar a quien lo hiciera. En cambio, dio banquetes y organizó torneos para celebrar el infausto acontecimiento. A fines de enero, un rival lo tiró del caballo por primera vez en su vida.
– Ya es demasiado viejo para dedicarse a esos juegos -comentó Elizabeth-. ¿Se lastimó mucho?
– No por la caída sino por el caballo, que se le cayó encima.
– ¡Dios santo! -exclamó Baen-. Supongo que no murió aplastado bajo el peso del animal.
– No murió, pero estuvo inconsciente durante dos horas, y ese maldito entrometido de Norfolk salió corriendo a decirle a la reina que el rey probablemente estaba muerto.
– Y ella perdió la criatura -concluyó Elizabeth.
– Sí. Y ese fue el principio del fin. El rey dejó de visitarla y se dedicó a cortejar a la señorita Seymour delante de todos. La reina estaba destrozada por la pérdida del bebé -un varón, por cierto- y, salvo unos pocos, no había nadie que la consolara. La corte se apresuró a alinearse con lo que iba a ser el nuevo régimen, mientras el rey buscaba una manera de liberarse de la reina, por las buenas o por las malas.
Elizabeth meneó la cabeza.
– No entiendo cómo la Seymour pudo sorberle el seso a Enrique Tudor. Ya ha pasado los treinta, tiene una barbilla huidiza, doble mentón y una cabellera del color del estiércol. No es bella en absoluto, ni joven. ¡Y esa boquita tan fruncida! ¡Si dan ganas de partirte un palo por la cabeza!
– Pero es dócil y obediente -acotó Flynn-. Jamás levanta la voz y se ha aliado con lady María.
– Es ladina y astuta -dijo Elizabeth, sin andarse con vueltas.
– Así es -coincidió él-. Pero déjame continuar con el relato. La señorita Seymour, como la reina, coqueteaba con el rey al tiempo que lo mantenía a distancia. Enrique le hizo muchos regalos. Según dicen, en Pascua le dio una bolsa repleta de monedas de oro que ella se negó a aceptar, alegando que ese tipo de obsequios no era el adecuado en ese momento. El rey no veía la hora de librarse de la reina y reclutó a Cromwell para llevar a cabo su pérfido designio. Elizabeth se estremeció.
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