– Ha tenido mucha suerte. La nieve y la oscuridad podrían haberle ocultado el camino.

– Para mí, eso no es ningún inconveniente. Poseo un don especial para orientarme, milady. Una vez que he estado en un lugar, sé perfectamente cómo volver. No importa cuán adversas sean las circunstancias.

– Le prepararé un lugar donde dormir, señor. Espero que no tenga compromisos en otra parte, porque me temo que deberá permanecer con nosotros al menos una semana. Esta tormenta durará varios días,

– ¿Y qué ocurrirá con sus ovejas?

– Ya están guardadas en los establos. No me gusta perder corderitos por culpa de los lobos o del mal tiempo. -Elizabeth se puso de pie-. Continúe calentándose junto al fuego. Experimenté en carne propia ese frío y sé que cala los huesos. En cuanto termine de arreglar su cuarto, le traeré algo que le quitará el frío -dijo la joven y salió deprisa.

Una noble y competente muchacha. ¿Dónde estaría su marido? Qué hombre tan afortunado. ¡Tener una esposa así debía ser una maravilla! Era una buena administradora, la compañera ideal para un hombre de campo. Acercó la silla al fuego y se inclinó hacia delante, estirando las manos para calentarlas. Comenzaba a sentir de nuevo sus pulgares y la rigidez de los dedos se estaba disipando. Bueno, si debía quedarse varado en algún lugar durante una semana, Friarsgate no estaba nada mal. La compañía era agradable, la comida deliciosa y la cama acogedora.

– Tome. Beba esto -le dijo Elizabeth Meredith, alcanzándole una copa de peltre.

El escocés la recibió de buen grado, entusiasmado por el aroma del whisky que acariciaba su nariz. Lo bebió de un trago e inmediatamente sintió un calor que subía dulcemente desde el estómago. El joven miró a Elizabeth con curiosidad.

– Mi padrastro es Logan Hepburn de Claven's Carn. Él piensa que en toda casa civilizada debe haber un barril de whisky -le explicó-. Yo prefiero mi cerveza o incluso el vino, pero el whisky también sirve para otros usos, ¿no es cierto? -Luego rió-. ¿Quiere más?

– Sí, por favor -le respondió, mirándola mientras ella vertía el licor en su copa. La mano de la joven era delicada y su piel era muy blanca.

Elizabeth advirtió que los ojos del escocés eran grises. Ojos grises bajo las pestañas más espesas y las cejas más renegridas que jamás había visto.

– Le dejo el botellón. Su cama está lista y el fuego arderá toda la noche. -Cada vez que lo miraba a los ojos, aunque fuera sólo un instante, se ponía nerviosa, una reacción poco habitual en ella-. Buenas noches, señor. -Le hizo una reverencia y se retiró del salón.

Él la observó mientras se alejaba. Su falda de lana marrón se balanceaba con gracia mientras Elizabeth caminaba. Él también se había deslumbrado cuando sus miradas se encontraron. La muchacha tenía ojos verdes. Los ojos, según había oído, eran el espejo del alma. Y los de Elizabeth eran, sin ninguna duda, hermosos. Pero ella no era para él, Baen MacColl lo sabía. Elizabeth era una dama, la heredera de Friarsgate. Y él, el hijo bastardo del amo de Grayhaven. Ni siquiera llevaba el nombre de su padre. MacColl quería decir hijo de Colin.

Su madre, Tora, tenía quince años cuando conoció a Colin Hay, el señor de Grayhaven, que en esos tiempos tenía veinte. Ella debía casarse con un primo mayor, un viudo que tenía dos niñas. Era un buen partido para la hija de un granjero, pero Tora sabía que lo que su primo buscaba era un ama de casa, una cocinera, una mujer que hiciera las veces de madre de sus hijas. En cambio, ella era una romántica tonta que deseaba casarse por amor. La irritaba tener su vida planeada desde el principio hasta el fin cuando recién comenzaba a vivir. Y un día, mientras arreaba el ganado de su padre, conoció a Colin Hay. El la había visto desde su caballo y le sonrió con ternura.

El encanto de Colin era legendario en el pueblo. Y Tora fue seducida en ese primer encuentro. El joven había sido tierno y apasionado. Así que Tora sintió que estaba lista para aceptar su destino, dado que ya había conocido el amor. Luego descubrió que ese breve encuentro le había dejado un niño. Su padre la golpeó sin piedad y su madre lloró avergonzada. Pero, para sorpresa de todos, Parlan Gunn, el prometido, le dijo que la aceptaba de todas maneras aunque con una condición. La familia, aliviada, aceptó de buen grado sin importarle de qué condición se trataba. El herrero Parlan Gunn era un hombre duro. Dictaminó que el hijo de Tora debería llevar el nombre de su padre y cargar con la vergüenza de su madre. Él no le daría su nombre al hijo bastardo de un extraño. Tora, que conocía bien al hombre que la había dejado embarazada, dijo que el apellido de su amante era Colin. Y así fue como su hijo se llamó Baen MacColl.

Su infancia no fue fácil. Y su madre nunca engendró otro niño, por lo que Parlan Gunn llegó a odiarla. Él hubiese querido tener un heredero y, para colmo, odiaba al saludable Baen. Pero la madre brindó todo su amor al niño. Las hermanastras, siguiendo las indicaciones del padre, eran malvadas y mezquinas con él. El pequeño creció aprendiendo a esquivarlas, a evitar el maltrato físico y los insultos que, al principio, no alcanzaba a entender. Cuando cumplió doce años, su madre enfermó y no pudo levantarse más de la cama.

Una vez, lo llamó a su habitación y le dijo: "Nunca te he dicho quién es tu padre. Pero ha llegado el momento de que lo sepas. No puedes permanecer aquí. Cuando me entierren, dirígete a Grayhaven. Colin Hay, el amo, es tu padre y tú te le pareces mucho. Dile que te mire a los ojos. Explícale que la última voluntad de tu madre en su lecho de muerte fue que él te reconozca y se haga cargo de ti. Es un buen hombre, pequeño. Nunca supo cuánto lo amé". Pocas horas más tarde, Tora murió.

La enterraron en una colina cercana al pueblo. Y, a la mañana siguiente, antes de que clareara, Baen MacColl se escabulló de la cama para salir rumbo a Grayhaven en busca del padre, a quien nunca había conocido. Preguntó por Colin Hay y le repitió exactamente lo que le había dicho su madre. El señor de Grayhaven miró al jovencito y sacudió la cabeza mientras pensaba. Luego le sonrió.

– Sí, no hay ninguna duda. ¿Por qué tu madre no me habrá dicho antes que tenía un hijo tan magnífico? ¿Y ahora está muerta? ¡Pobre muchacha! -Se volvió hacia su esposa, Ellen, y le aclaró-: Esto ocurrió antes de que me casara contigo.

Baen MacColl tenía, ahora, dos medio hermanos y una medio hermana. Aunque su madrastra se sorprendió con su llegada, le dio una cálida bienvenida y lo trató con cariño. Enseguida, le asignaron un cuarto propio en la casa de su padre. Su buena hermana mayor, Margaret, y Ellen Hay le enseñaron los modales necesarios para comportarse en sociedad. Meg había entrado a un convento el año anterior a su llegada. Aunque adoraba a su padre, no aprobaba sus hábitos terrenales. Sin embargo, jamás hizo recaer sobre Baen la culpa por fas conductas libertinas del señor Hay que culminaron en su nacimiento.

– Ya no eres el hijo de un granjero, Baen -le dijo en voz baja-. Debes aprender los modales que corresponden a tu nueva condición.

Y él lo hizo. Aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas. También a usar la espada y la daga. Y una vez que demostró que era inteligente, que no era un simplón, el amo de Grayhaven comenzó a pensar en el futuro del tercer hijo que le había caído del cielo. ¿Podría ser cura? No. A Baen no le atraía para nada la iglesia. Muy pronto demostró que había heredado las cualidades de su padre para hechizar a las mujeres. Colin Hay trataba de ocultar su orgullo y la madrastra sacudía la cabeza y sonreía. Ella amaba a su marido. Y también a su hijo.

A Baen le gustaba la vida al aire libre. Cuando cumplió veinte, el señor de Grayhaven le dio su propia casa de campo y lo puso a cargo de los rebaños de ovejas y de los pastores. Y Baen estaba más que satisfecho con la generosidad de su padre. Se consideraba un hombre afortunado y trabajaba con ahínco. Aunque era el primogénito, no sentía celos del heredero de su padre, su medio hermano James. Baen era el hijo bastardo y entendía perfectamente cuál era su lugar en el mundo. ¿Acaso no se lo habían explicado con creces Parlan Gunn y sus hijas? Colin Hay le ofreció que llevara su apellido pero Baen se negó. Él estaba orgulloso de ser MacColl.

Las relaciones con sus hermanos fueron buenas desde el comienzo. Y, cuando crecieron, hacían todo juntos: cabalgaban, bebían y salían de juerga con muchachas. El amo de Grayhaven sentía un enorme alivio al ver que no existían celos entre los hermanos. Cada uno tenía un lugar en su corazón y cada uno sabía qué lugar ocupaba en la vida de su padre.

Ellen, la madre de James y Gilbert, había adoptado a Baen como un hijo más. Lo quería de corazón y lo trataba con su habitual generosidad y tiernos modales. Como no podía concebir más niños, se alegró con la llegada de este tercer jovencito y llegó a quererlo, porque era muy parecido a su padre.

– Querido, ¿y no habrá algún otro joven como Baen perdido por ahí? -bromeaba con su marido.

– No que yo sepa -le respondía con una sonrisa.

Ellen Hay había muerto dos años atrás y todos los hombres de Grayhaven la extrañaban.

Y de los tres hijos, Baen era el más parecido a su padre, salvo por los ojos grises de Tora. Fue en esos ojos en los que Colin vio a la hija del granjero con quien una vez se había acostado bajo los brezos. Él la había desflorado y su hijo mayor era el resultado de los múltiples y apasionados encuentros de ese único día. Le extrañaba que, luego de haber dado a luz a un muchacho tan fuerte, nunca hubiese llegado a concebir otro hijo. Baen le contó que su madre había tenido un matrimonio muy infeliz. Que su esposo había sido siempre cruel con ella y que sus hijas ni siquiera la respetaban.

El fuego del hogar crepitó ruidosamente e hizo que Baen volviera al presente. Tomó la botella de whisky, se sirvió un tercer vaso y se lo bebió de un trago. Luego se puso de pie y se dirigió al lugar del salón donde debía dormir. Era tan grande que apenas cabía en el lecho.

Permaneció acostado durante un tiempo, escuchando los aullidos del viento. Estaba extremadamente cansado y dolorido, como si hubiese pasado toda su vida cabalgando. Poco a poco, el whisky lo adormeció. Baen durmió profundamente. Cuando se despertó con los ruidos y movimientos de la casa, permaneció un rato en silencio, disfrutando del confort delicioso de la cama y sin ganas de levantarse. Pero se sentía en falta. Así que se deshizo del edredón y salió del lecho.

– Buenos días -saludó Elizabeth Meredith desde la cabecera de la mesa-. Me estaba preguntando cuándo pensaba levantarse. Ya se fue la mitad de la mañana. Venga y coma.

– ¿Ya se fue la mitad de la mañana?

– Sí. Obviamente, usted estaba exhausto, señor. Siéntese a mi lado.

– ¿Ya todos comieron? -le preguntó avergonzado.

– No. Mi tío y su secretario jamás se levantan temprano y se les sirve la comida en su apartamento. Se van a sorprender cuando lo vean de vuelta por casa.

– ¿Y su marido?

– ¿Qué marido? No tengo ningún marido. Ni nunca lo tuve. Soy la heredera de Friarsgate, señor. Yo soy la dama de Friarsgate.

– ¿Entonces por qué me envió a Claven's Carn?

– Porque la carta que usted me entregó estaba dirigida a mi madre, Rosamund. Ella era la dama de Friarsgate. En un principio Philippa, mi hermana mayor, iba a sucederla, pero renunció a la herencia porque es una criatura de la corte y se casó con un aristócrata. Mi segunda hermana, Banon, tampoco aceptó el legado de estas tierras porque ya era la heredará de las propiedades de mi tío en Otterly. Pero yo sí quería Friarsgate. Cuando cumplí catorce años mamá me legó estas tierras, para mí y mi descendencia. Yo soy Elizabeth Meredith, dama de Friarsgate.

– ¿Usted sabe leer?

– Por supuesto que sé leer -respondió indignada-. ¿Y usted?

– Sí, yo también. -Metió un trozo de pan en el potaje de avena y se lo llevó a la boca. Volvía a tener hambre.

– Ayer era demasiado tarde para leer su mensaje -dijo Elizabeth-. ¿Usted sabe qué dice?

– Sí -dijo mientras tomaba un trozo de pan y mantequilla-. ¿Esto es mermelada? -preguntó señalando un cuenco.

– Sí. Es mermelada de fresas.

Baen tomó el cuenco, hundió la cuchara y esparció el dulce en el pan enmantecado. Una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro mientras comía.

– ¿Y entonces? -insistió Elizabeth.

– ¿Y entonces qué? -el joven había terminado con su tazón de cereales y continuaba devorando pan con mermelada.

– ¿Qué dice la carta dirigida a la dama de Friarsgate?

– Me pareció oír que usted sabía leer -le dijo mientras comía el último trozo de pan.

– Ya le dije que sé hacerlo. Pero le agradecería que pudiera saciar mi curiosidad antes de leerla detalladamente. No puedo creer que sea tan maleducado, señor.