El joven lanzó una carcajada que retumbó en toda la casa, asustando a la servidumbre que estaba limpiando.
– Mi padre quiere comprar algunas de sus ovejas Shropshire, si es que desea venderlas.
– No son animales para comer -respondió Elizabeth con rigidez-. Según tengo entendido, a ustedes los escoceses les gusta comer oveja. Y yo crío Shropshire para comerciar su lana.
Baen rió.
– Mi padre también vende lana.
– Nosotros hacemos nuestros propios tejidos aquí en Friarsgate.
– ¿No les vende la lana a los holandeses? -el joven estaba sorprendido.
– Enviamos tejidos a Holanda. Nuestras telas de lana azul son muy codiciadas. Exportamos el producto en nuestro propio barco.
– Esto es muy interesante -dijo Baen seriamente-. ¿Y quién teje la lana?
– Lo hacen mis propios campesinos durante el invierno, cuando no tienen otro trabajo que hacer. Mantenerlos ocupados tiene sus ventajas: ganan un poco de dinero y, además, no se vuelven holgazanes. Así, cuando llega la primavera están listos para volver al campo. Antes, no tenían nada que hacer durante los oscuros días y las largas noches de invierno. Entonces, los hombres bebían demasiado, se irritaban por nada y golpeaban a sus esposas y a sus hijos. Solían pelearse entre compañeros y a veces se lastimaban con violencia.
– ¿Y de quién fue la idea del barco?
– Mi madre y mi tío decidieron que debíamos tener nuestro propio barco y de inmediato ordenaron que se construyera.
– ¿Desde cuándo está usted a cargo de administrar Friarsgate?
– Desde los catorce años. Cumpliré veintidós a fines de mayo.
– Tesoro, una dama nunca revela su edad -dijo Thomas Bolton, que acababa de entrar en el salón-. Me comentaron que el escocés había vuelto -sus ojos ámbar se dirigieron a Baen MacColl y suspiró profundamente.
– Supongo que ya has desayunado -le dijo Elizabeth-. Si no es así, te advierto que no queda más mermelada. Se la han comido toda.
– Will y yo nos levantamos hace más de dos horas, corazón. Hemos pasado la mañana discutiendo sobre tu cabello y el estado de tus manos.
– ¿Qué tiene de malo mi cabello?
– Lo llevas suelto. Necesitamos encontrar un estilo más elegante y luego enseñárselo a Nancy para que pueda peinarte como corresponde. Y, a partir de ahora, deberás dormir con las manos bien untadas de crema y envueltas en tejido de algodón.
– ¿Por qué?
– Mi querida, tus manos parecen las de una lechera. Una dama debe lucir manos suaves y delicadas. La crema logrará ese efecto. Y debes dejar de hacer trabajos manuales, cachorrita.
– Tío, yo soy así -respondió Elizabeth exasperada.
– ¡Esta muchacha puede ser tan difícil! -dijo Thomas Bolton dirigiéndose a Baen MacColl-. Debe ir al palacio dentro de un par de semanas. Cuando acompañé a la corte a sus hermanas mayores, estaban encantadas con la idea, pero con mi adorada Elizabeth no ocurre lo mismo. -Se volvió hacia su sobrina-: Y también debes practicar cómo caminar, querida mía.
– He caminado desde que tengo un año, tío. ¿Qué tiene de malo mi manera de caminar?
– Es muy tosca, corazón. Las damas se deslizan como cisnes en el agua.
– ¡Tío! -Elizabeth estaba muy irritada.
– Tendrás que deshacerte de tus malos hábitos -dijo Thomas Bolton sin inmutarse.
Baen MacColl rió por lo bajo. Elizabeth lo miró furiosa.
– Para lucir tus nuevos vestidos, tendrás que caminar como corresponde. Y se te ve tan hermosa con esas prendas, cachorrita. -Se volvió hacia Baen MacColl-: Elizabeth es la más bella de las tres hijas de Rosamund, muchacho. Ahora, cambiando de tema, cuéntame qué te hizo regresar a Friarsgate. Pensé que te dirigías hacia Claven's Carn.
Baen repitió la historia y luego Elizabeth le contó a su tío lo que decía la misiva del amo de Grayhaven.
– ¿Usted es su hijo? -le preguntó Thomas Bolton.
– Sí, el mayor, pero soy el hijo bastardo -dijo Baen con candidez-. Hace casi veinte años que vivo en casa de mi padre. Me eduqué junto con mis medio hermanos y mi media hermana, Margaret, que ahora es monja.
– En mi opinión, un hombre puede dar rienda suelta a sus pasiones siempre y cuando se haga responsable de sus actos -respondió lord Cambridge-. Dos de los hijos de Bolton que pertenecían a Friarsgate eran bastardos: Edmund, el administrador de la finca, y Richard, el prior de St. Cuthbert. Guy era el heredero y Henry, el hijo menor. Los dos hijos legítimos de Bolton ahora están muertos y enterrados.
– ¿Y usted dónde se coloca en el árbol familiar? -le preguntó Baen con audacia.
– Hace varias generaciones hubo unos primos hermanos. Uno de ellos fue enviado a Londres para desposar a la hija de un mercader y hacer fortuna en la ciudad. Su esposa se acostó con el rey Eduardo y luego, mortificada por los remordimientos, se suicidó. El rey se sintió culpable dado que la familia de la joven lo había apoyado durante la guerra. Entonces, le regaló a mi abuelo un título de nobleza.
– Sin embargo, usted vive cerca de aquí, si es que entendí bien a la señorita Meredith -acotó Baen.
– Sí. Vendí todas mis propiedades en el sur con excepción de dos casas. Así pude volver al norte, cerca de mi familia. Es una decisión de la que nunca me arrepentí. De tanto en tanto, voy a la corte por unos pocos meses y luego ansío regresar a Cumbria.
– Y jura que nunca más volverá al palacio -rió Elizabeth-, pero siempre regresa.
– Sólo para anoticiarme de los últimos rumores y hacerme confeccionar un nuevo guardarropa en Londres -Thomas Bolton le confesó al escocés-. La gente de Otterly se desilusionaría mucho si yo abandonara mi hábito de lucir espléndido.
– Y tú nunca los desilusionas, tío -dijo Elizabeth con malicia.
– Qué maligna eres. Y no creas que olvidé el tema de las lecciones de etiqueta para que puedas desenvolverte en la corte. Sal de inmediato de la mesa y atraviesa el salón caminando. Quiero estudiar tus movimientos.
La joven rezongó, pero obedeció. Afuera nevaba sin cesar, así que no tenía ninguna posibilidad de escaparse. Sabía que esta vez la tenían atrapada. Se apartó de la mesa y cruzó la habitación. El pesar que se reflejaba en la cara de lord Cambridge hizo reír al apuesto Baen MacColl quien, sin embargo, permaneció en silencio. El joven se deleitaba ante ese inesperado entretenimiento. La diversión recién acababa de comenzar.
Thomas Bolton suspiró profundamente.
– ¡No, no, no! -dijo el tío-. ¿Qué tipo de calzado llevas en este momento? Tal vez sea ese el problema.
Elizabeth se levantó las faldas y mostró unas viejas botas de cuero marrón y punta cuadrada.
– Ah, quizá sean las botas -opinó lord Cambridge-. Es muy difícil deslizarse con semejante calzado, querida. ¡Albert! Por favor, vaya a los aposentos de la señorita Elizabeth y pídale a Nancy que traiga un par de zapatillas apropiadas para la corte.
El criado se retiró deprisa para cumplir con las órdenes de su amo.
– En la corte, no podrás usar botas. En cambio, te serán muy útiles para el largo viaje -le explicó Thomas Bolton-. No puedes caminar como corresponde si no usas el calzado apropiado, el que deberás lucir en la corte.
– Me hacen doler los pies -se quejó Elizabeth.
– En nombre de la moda, las damas deben sufrir múltiples tormentos.
– Me pregunto si a los cisnes les duelen los pies -murmuró apesadumbrada.
Thomas Bolton rió.
– Me temo que tu madre ha descuidado esta parte de tu educación. Pero, adorada niña, irás a la corte y serás una sensación. Lo juro, aunque sea la última vez que ayude a tu familia.
Nancy trajo los zapatos y se los calzó a su ama.
Elizabeth se puso de pie.
– ¡Me quedan chicos, me aprietan! -se quejó.
– Por favor, muéstramelos. -Thomas Bolton le ordenó a Nancy-: Niña, tráigale a su señora, de inmediato, un par de medias de seda. Los zapatos elegantes no se usan con esas horribles medias de lana. -Lord Cambridge suspiró y agregó-: Necesito hablar con Maybel.
Nancy volvió a salir y regresó enseguida con un par de medias de seda y de ligas para sostenerlas. Enrolló las medias de lana de su ama y las reemplazó por esas finas medias. Luego ayudó a Elizabeth a calzarse de nuevo los zapatos. La joven se levantó, se tambaleó ligeramente y miró a su tío.
– Trata de caminar nuevamente -le dijo lord Cambridge.
Ella obedeció. Esta vez se movió con más cuidado, con lentitud. Su único propósito era llegar al otro extremo del salón. Los zapatos no eran tan cómodos como las botas, pero tampoco eran tan molestos como cuando llevaba las medias de tana. Dio la vuelta y miró de nuevo a lord Cambridge.
– Estuvo un poco mejor, mi ángel, pero todavía tenemos por delante un duro trabajo.
Así fue como durante una hora Elizabeth caminó a través del salón con sus medias de seda y sus zapatos de la corte hasta que Thomas Bolton se sintió satisfecho y la autorizó a tomar asiento. La joven se desplomó en una silla junto al fuego y se deshizo de los zapatos.
– Tío, no quiero ir a la corte. No me importa ser soltera para siempre.
Baen MacColl pensó que eso sería una verdadera pena. Una mujer tan encantadora como Elizabeth Meredith no debía morir virgen. ¿Por qué esa belleza no tenía marido ni hijos? ¿Tendría algún problema que aún no había advertido? ¿Por qué su familia no se había ocupado antes de su futuro?
Elizabeth llamó a Nancy.
– Dame mis botas y mis medias de lana. Y lleva esto a mi alcoba. Ahora tengo que trabajar.
– ¿Hoy? ¿Con esta tormenta de nieve? -se alarmó lord Cambridge.
– Hoy es el día del mes en que me dedico a hacer las cuentas. Nacieron muchos corderos y debo registrarlos en mi libro de contabilidad. Ayer los conté mientras los guardábamos en los establos para protegerlos de la tormenta -explicó, mientras se levantaba de la silla, con los pies ya descansados. Luego se volvió hacia Baen MacColl-: Señor, lamento que no pueda hacer otra cosa que sentarse junto al fuego. Como puede observar, la tormenta recién está empezando a rugir. -Luego se retiró del salón.
– ¿Sabes jugar al ajedrez, querido? -le preguntó esperanzado lord Cambridge.
– Sí, milord. Fue lo primero que me enseñó mi padre cuando fui a vivir con él -respondió el escocés-. Dígame dónde está la mesa y la traeré enseguida.
Cuando William Smythe entró en el salón, encontró a su amo y a Baen MacColl sumamente entretenidos con el juego. Los miró y sonrió. El espíritu cortesano de Thomas Bolton había resurgido luego de mucho tiempo. El secretario se paró a su lado y le dijo:
– Te está ganando, milord. Estoy sorprendido.
– Recién empezamos a jugar, Will. Como la mayoría de los jóvenes, este muchacho juega apurado, y cuando uno se apura comete errores. -Con un lento movimiento, le comió el caballo y lo colocó a un lado del tablero con una pequeña sonrisa.
El escocés rió.
– Buena jugada, milord -dijo Baen, y le hizo una reverencia con la cabeza.
"Sí, el inteligente muchacho -pensó William Smythe- va a permitir que milord gane la partida aunque claramente él juega mucho mejor. Qué diplomático de su parte considerando que no es más que un hombre de las Tierras Altas". Luego se retiró. Tenía deberes que atender pese al mal tiempo y los haría mucho más rápido si su amo estaba entretenido.
En el pequeño cuarto que usaba como escritorio, Elizabeth leyó la misiva que le había enviado el amo de Grayhaven. Le contaba que poseía dos buenos rebaños de ovejas de cara negra de las Tierras Altas, cuya lana era buena pero no lo suficiente como para exportarla a Holanda. Un amigo, lord Adam Leslie, le había dicho que en Friarsgate criaban varias clases de ovejas y que la lana que producían era de excelente calidad. Y como él quería mejorar sus rebaños, se preguntaba si lady Friarsgate estaría interesada en venderle algunas ovejas.
Elizabeth se reclinó en la silla para estudiar la propuesta. Sus Shropshire, Hampshire y Cheviot producían una lana de altísima calidad. Pero la lana azul de Friarsgate se basaba en dos secretos: el procedimiento de tintura y las ovejas Merino. Su madre las había conocido gracias a la reina Catalina y, con su ayuda, había importado varias ovejas y un carnero de esa raza. La lana de esos animales era gruesa, blanca como la nieve e increíblemente suave.
"Ahora están naciendo corderos -pensó Elizabeth-. Así que, si vendo algunos, no me perjudicará en lo más mínimo. Shropshire, Hampshire o Cheviot, pero no Merino. Hay pocas tierras en Inglaterra que tengan ovejas como las mías. Además, los escoceses son capaces de comérselas y usar sus pulmones para preparar unos repugnantes embutidos".
Dejó a un lado el pergamino. Aún faltaban muchas semanas para que pudieran trasladar las ovejas al norte. Habría que esperar a que estuviera bien entrada la primavera. Y ella exigiría que sus pastores y perros las acompañaran durante todo el trayecto. A Baen MacColl no le quedaría otra opción que permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar junto con las ovejas. Hablaría con él de ese tema a la tarde. ¡Maldición! No quería ir a la corte. ¿Cómo iba a prosperar Friarsgate sin ella? Edmund ya era anciano y ella no había elegido a nadie para que lo secundara. De todas formas, él tampoco lo habría permitido. Pero cuando regresara a casa, después de su estadía en la corte, deberían discutir seriamente ese asunto.
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