Nevó sin cesar durante tres días. Y luego salió el sol. Baen MacColl insistió en ayudar a los peones a remover la nieve y despejar los caminos de la casa hacia los establos. No podía permanecer ocioso y no lo arredraba el trabajo duro. Elizabeth le había ofrecido permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar al norte con las ovejas que ella le vendería.
– Su padre deberá entregar el dinero de las ovejas a los pastores -dijo Elizabeth.
– ¿No teme que le robe los animales y asesine a sus hombres? -bromeó Baen.
– Usted llegó aquí recomendado por los Leslie. Y yo confío en ellos. Por otra parte, mi padrastro es el señor Hepburn de Claven's Carn. Si usted llegara a estafarme, Logan y los rudos hombres de su clan saldrían a buscarlo, señor.
El joven sonrió entrecerrando sus ojos grises.
– Sospecho que usted también acompañará a sus ovejas, señorita Elizabeth.
– Sí, es cierto. Yo soy la responsable de Friarsgate, señor.
– ¿Por qué no me tutea? Puede llamarme Baen.
– ¿Tu madre estaba enamorada de tu padre? -le preguntó Elizabeth con curiosidad.
– Solo se vieron una vez.
– ¿Una sola vez? -Elizabeth se sonrojó ante esa revelación. Significaba que la madre de Baen se había acostado con el amo de Grayhaven sin siquiera conocerlo. Elizabeth no osaba siquiera imaginar a un hombre acostado en su cama…
– Una sola vez -repitió-. Crecí sin saber quién era mi padre hasta que mi madre me lo contó en su lecho de muerte. Además dijo que en cuanto ella ya no estuviera, debía ir a verlo y quedarme con él. Mi padrastro no me quería.
– ¿Y cuántos años tenías en ese momento?
– Doce.
– Dado que estás aquí, descuento que tu padre te adoptó y se hizo cargo de tu educación. -Elizabeth pensó cómo era ella a los doce años: todo piernas y brazos, peleando constantemente con Philippa cuando estaba en casa. No sabía nada del mundo a esa edad, mientras que Baen era casi huérfano. Qué extraña era la vida.
– El señor de Grayhaven es un buen padre -la tranquilizó Baen.
– ¿Y tienes hermanos y hermanas? ¿Les molestó que fueras a vivir con ellos?
– No. En pocos días nos sentíamos como si siempre hubiésemos vivido juntos. Yo soy diez años mayor que Jamie y Gilbert es aun más joven. Mi madrastra estaba muy ocupada con nosotros tres. Meg era una buena niña. Era la única hija de mi padre, nacida de su primer matrimonio. Ellen, nuestra madrastra, era su tercera esposa y mis hermanos varones eran sus hijos.
– ¿Y qué pasó con la segunda esposa? -preguntó intrigada Elizabeth.
– Mi padre la estranguló cuando la encontró con otro hombre -dijo Baen sin rodeos-. Había sido deshonrado pero, al matar a la culpable, su honor volvió a quedar intacto.
– ¡Por Dios! -exclamó lord Cambridge, que había estado escuchando la conversación-. Qué deliciosamente salvaje, querido. ¿Y tú eres como tu padre?
– Soy su viva imagen, salvo por los ojos. Los suyos son verdes. Los míos son grises como los de mi madre. Pero poseo el mismo sentido del honor, milord.
– Supongo que no te despegarás nunca de tu esposa -acotó Elizabeth.
– No tengo esposa, señorita. Le debo toda mi lealtad a mi padre por haber sido tan generoso conmigo. ¿Cómo podré devolverle ese gesto? El no tenía por qué adoptarme y lo hizo. Y yo conseguí tener una familia. Y gracias a mi buena madre, que Dios la tenga en su santa gloria, ya casi he olvidado por completo los horribles maltratos que recibí en mi infancia.
– ¿Por qué tu padre quiere más ovejas? -le preguntó Elizabeth.
– Le sugerí que deberíamos mejorar nuestros rebaños. Si obtenemos una lana de mejor calidad, ganaremos más dinero. Cuanto más próspero sea Grayhaven, mis hermanos conseguirán mejores esposas. Jamie, por supuesto, algún día será el heredero, pero Gilly necesita un poco más de dinero para estar en una buena posición.
Elizabeth asintió. Entendía perfectamente lo que Baen le explicaba aunque nunca había escuchado que los hombres tuvieran problemas similares a los de las mujeres para conseguir una buena pareja.
– Mañana visitaremos algunos de los rebaños y así podrás ver mis animales. Son muy distintos de tus ovejas de cara negra de las Tierras Altas. Su lana es más delicada. Cualquiera de las tres razas que te voy a mostrar te serán de suma utilidad.
– Me gustaría que me enseñara todo lo posible sobre la crianza de las ovejas.
– Muy bien. Te haré trabajar junto a uno de mis mejores pastores. Y, para eso, debes tener un perro que sólo responda a tu llamado. En alguno de los establos hay unos cachorros Shetland que te puedo regalar. Dudo que ya estén entrenados. Pero cuando el tiempo mejore, trabajarás con el perro y las ovejas que te llevarás a Grayhaven.
– Gracias, señorita.
– Si yo te tuteo, tú también debes hacerlo. Desde ahora, llámame Elizabeth.
– ¿Siempre has usado un nombre tan formal? Elizabeth sonrió.
– De niña me llamaban Bessie, pero no me parece un nombre apropiado para la dama de Friarsgate.
– No, tienes razón. Salta a la vista que has dejado de ser Bessie. -Luego le sonrió y, por un momento, Elizabeth se sintió deslumbrada-. Tu nombre te sienta muy bien.
– Sí, creo que es el adecuado.
Thomas Bolton observó el diálogo en silencio. ¡Qué lástima que Baen MacColl fuera un hijo bastardo! Un hombre sin propiedades y que ni siquiera llevaba el nombre de su padre para distinguirlo. Era una verdadera lástima. Pese a que Elizabeth parecía gustar del joven y él de ella, pese a que tenían mucho en común, Baen no era el hombre para su sobrina. Seguramente, en la corte encontrarían un joven para quien Friarsgate significara una gran oportunidad, como había ocurrido con el difunto padre de Elizabeth, sir Owein Meredith.
Pero ella no estaba interesada en casarse con un noble ni en servir en la corte. Su pasión por Friarsgate era aun más poderosa que la de su madre, porque había elegido expresamente hacerse cargo de la administración de las tierras. Debía existir algún hombre en la corte que supiera valorar a una muchacha como ella. Era hermosa, rica y, además, inteligente.
No obstante, había un problema. Elizabeth era astuta e intuitiva. Sabía todo lo que debía saber sobre Friarsgate, y no iba a resignar su autonomía por nadie. Rosamund era igual, sólo que Owein lo entendió y, poco a poco, compartieron las responsabilidades. Con Elizabeth era diferente. Lord Cambridge suspiró. Temía que fuera demasiado tarde para casar a su sobrina. Y si así fuera, ¿qué sería de Friarsgate?
La tormenta fue la última de ese invierno. Los días se alargaban y el sol era más cálido. La nieve comenzaba a derretirse. De los techos se desprendían trozos de hielo que podían lastimar a los paseantes desatentos. El agua del deshielo corría por pequeños arroyos en los bordes de los establos. Los corderos se iban aventurando a salir a la luz del sol, protegiéndose al abrigo de sus madres.
– ¿Qué raza te gusta más? -preguntó una tarde Elizabeth a Baen mientras caminaban junto a un cerco embarrado.
– Creo que la Cheviot, aunque también los Shropshire son animales muy bellos.
– Te venderé un poco de cada una. No voy a frustrar tu deseo de tener diferentes razas para mezclar con tus ovejas de cara negra de los Tierras Altas.
Elizabeth suspiró mientras caminaba con sus botas sobre el barro.
– ¿Por qué insisten tanto en que vayas a la corte? -le preguntó Baen de pronto.
– Porque es el sitio donde mi madre conoció a mi padre y mis hermanas a sus maridos. Mamá fue al palacio cuando era una niña y su matrimonio con mi padre lo arregló el rey Enrique VIL Al poco tiempo mis padres se enamoraron. Ella ya se había casado dos veces: a los tres años con un primo que murió de niño, y a los seis con un caballero mayor que, antes de morir, le enseñó a labrarse un porvenir. ¿Por qué era la heredera de Friarsgate?
– Porque fue la única sobreviviente de su familia.
– ¿Y tus hermanas?
– Philippa fue por primera vez a la corte cuando tenía diez años y la invitaron a volver cuando cumpliera doce para trabajar al servicio de la reina. Y así fue como se convirtió en una criatura de la corte. Cuando el joven con quien estaba prometida la dejó porque prefirió ser sacerdote, el tío Thomas le encontró un marido. Y también Banon halló a su Neville en la corte. Todos dicen que debo casarme para que Friarsgate tenga una nueva generación de herederos y herederas. No tengo tiempo para un marido, y mucho menos para los niños. Pero me llevarán a la corte y me temo que me encontrarán un marido. Mi hermana, la condesa, ya debe de estar buscando el candidato apropiado -concluyó con una mueca.
El joven rió pero luego dijo:
– Tú sabes que ellos tienen razón. Elizabeth Meredith, posees una finca magnífica y se nota que la adoras. Pero, algún día, como todo ser humano, no estarás sobre esta tierra. Y entonces, ¿quién se hará cargo de Friarsgate?
– Lo sé. Pero la idea de tener a un tonto perfumado como marido no me agrada en lo más mínimo.
– ¿Tus cuñados son tontos perfumados?
– No. Pero Crispin administra sus propiedades y Philippa está muy feliz así, porque le queda tiempo libre para ir a la corte y asegurar el futuro de sus hijos. Y Robert Neville está más que satisfecho de que Banon controle todo en Otterly. Él prefiere salir a cazar o a pescar y Banon lo ayuda a gozar tan plenamente de la vida que no le importa que ella sea la que maneje todo.
– ¿Esa es la clase de marido que deseas?
– Me gustaría un esposo que compartiera las tareas de Friarsgate conmigo, pero tendría que amarlo tanto como yo. Y debería entender que conozco muy bien mis tierras y que sé cómo comprar y vender para no causar ninguna pérdida. Creo que no existe un hombre así en este mundo, pero iré a la corte para complacer a mi familia y me comportaré como ellos lo desean.
– ¿Y el amor? -le preguntó Baen.
– ¿Amor? -ella parecía sorprendida por la pregunta.
– ¿No quieres amar al hombre que sea tu esposo, Elizabeth Meredith? -le dijo mientras estudiaba detenidamente el rostro de la muchacha.
– Supongo que debe ser agradable amar al hombre que se elige como marido. Mis hermanas aman a sus esposos, pero ninguna de ellas tiene tantas responsabilidades como yo. Debo elegir un hombre que sea el mejor para Friarsgate, si es que ese ser existe.
Baen MacColl se acercó, tomó su rostro y la besó lenta y suavemente en los labios.
Elizabeth abrió los ojos de par en par y retrocedió de inmediato.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Nunca te han besado -fue la respuesta.
– No. Pero no has respondido mi pregunta, Baen.
– Me pareció que necesitabas un beso. Eres muy estricta respecto de tus deberes, Elizabeth Meredith. ¿Alguna vez se te ocurrió que también podías divertirte?
– La diversión es para los niños.
– Te sugiero de todo corazón que aprendas a besar antes de presentarte en sociedad.
– Y tú te ofreces como mi instructor…
– Dicen que beso bien, y tú tienes mucho que aprender en esa materia -le dijo con una amplia sonrisa.
– ¿Qué tiene de malo mi manera de besar?
– Cuando te besé, tus labios no se movieron.
– Tal vez no tenía ganas de ser besada -dijo y se sonrojó muy a su pesar.
– Todas las muchachas quieren que las besen. ¿Lo intentamos de nuevo?
– ¡No!
– Tienes miedo -se burló Baen.
– No. Simplemente no quiero que me vean besando a un perfecto extraño en medio de los rebaños. ¿Qué pensarían de mí los pastores, Baen MacColl?
– Tienes razón. Continuaremos las lecciones por la noche en el salón, cuando tu tío se haya ido a dormir.
– ¡No! -le dijo Elizabeth-. Como todos los escoceses, eres demasiado atrevido.
– Si no aprendes a besar antes de ir al palacio, los caballeros se burlarán de ti.
– Una dama respetable no tiene experiencia en los asuntos carnales -declaró Elizabeth con seriedad.
– Una muchacha de tu edad debe saber besar. Si no me besas esta noche en el salón, me demostrarás que eres una cobarde, Elizabeth Meredith -le dijo clavándole sus ojos grises.
– Muy bien -dijo con impaciencia-. Pero sólo un beso para dejar constancia de mi valentía.
CAPÍTULO 03
Luego de la cena, Elizabeth se escabulló del salón y subió a sus aposentos. No tenía la menor intención de besar al visitante escocés, que era un individuo muy atrevido. ¡Demasiado atrevido, a decir verdad!
El breve contacto con sus labios la había perturbado bastante. Para ella, los besos eran un asunto serio que requería cierto grado de intimidad y aún no se sentía preparada para entregarse a un hombre. "Bueno, es hora de que vayas acostumbrándote a la idea -le decía con impaciencia una voz interior-. Ningún hombre querrá una mujer que no besa ni acaricia".
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