– Josh -intervino Savannah, pero su hermana la interrumpió con un gesto.
– Tranquila, Savannah. Éste es mi problema -y, volviéndose hacia su hijo, declaró con tono firme-. Nadie «tenía» que casarse con nadie.
– ¿Te habrías casado con él si no te hubieras quedado embarazada de mí? -parpadeó varias veces para contener las lágrimas.
Virginia, muy pálida, levantó su copa de agua con dedos temblorosos.
– Por supuesto -susurró Charmaine.
– ¡No! -chilló Josh, que tenía el rostro congestionado.
– Joshua, creo que deberías subir a tu habitación. Allí podremos hablar tranquilamente de todo esto.
Le temblaba ya la voz. Savannah fue a tocar a su sobrino en el hombro, y el gesto de rechazo del niño le partió el corazón.
– Josh…
– No quiero hablar -replicó furioso, cerrando los puños-. Es verdad… ¡Todo eso que decían es verdad y yo no quiero que papá vuelva a casa! ¡Ojalá… ojalá no tuviera padre!
Travis miraba sucesivamente a Savannah y al niño, tensa la mandíbula, con una expresión mezcla de piedad y comprensión.
– No puedes estar hablando en serio… -insistió Charmaine.
– ¡Claro que sí! ¡Estoy hablando en serio! -Josh derribó la silla y salió corriendo del comedor.
– Ay, no… -murmuró Charmaine.
– Lo siento -musitó Savannah, sintiéndose terriblemente impotente. Sabía que no había forma alguna de consolar a su hermana mayor.
– No te preocupes -Charmaine forzó un tono ligero-. Tenía que ocurrir tarde o temprano. Wade y Josh nunca se han llevado bien. Antes o después Josh tenía que descubrir que su padre no lo quiere, que le guarda… rencor. Yo… yo no quería reconocerlo, supongo.
– Yo iré con él -se ofreció Savannah, conteniendo también las lágrimas.
– No. Ya te he dicho que éste es mi problema, un error que cometí hace diez años y que debo resolver yo -decidida, se levantó de la silla y abandonó el comedor-. ¡Joshua! -llamó a su hijo-. ¡Joshua, no te encierres en tu habitación!
Savannah cerró los ojos por un instante.
Cuando volvió a abrirlos, Travis seguía mirándola fijamente. Apretaba la mandíbula y su mirada era fría como el hielo.
– Supongo que todo esto era de esperar, como ha dicho Charmaine -comentó Virginia, lanzando disgustada su servilleta sobre la mesa-. Sólo esperaba no llegar a verlo yo -se levantó temblorosa de la silla y Travis se dispuso a ayudarla-. No, no, estoy bien. Puedo subir sola a mi habitación, gracias.
– ¿Estás segura? -preguntó Savannah.
– Llevo treinta años subiendo esas escaleras -sonrió, triste-. No hay razón para que no pueda hacerlo ahora.
Irguiéndose con gesto orgulloso, abandonó la habitación y empezó a subir lentamente las escaleras.
– Cuando le ponga las manos encima a Wade Benson… -masculló Travis, colérico, una vez que se quedaron a solas-. Espero que tenga el buen sentido de quedarse en Florida o donde diablos quiera que esté.
Dejó su copa a medio beber en la mesa y se levantó para marcharse. Un par de segundos después, Savannah escuchó el portazo que dio al salir. Todavía preocupada por Joshua, ayudó a Sadie a recoger la mesa y se puso a limpiar la cocina para no pensar ni en el niño ni en Travis.
Al poco rato se dirigió a las cuadras con la secreta intención de buscarlo. No lo encontró allí. Revisó los caballos y rellenó luego algunos informes en la oficina. Travis no aparecía por ninguna parte. Decepcionada, decidió regresar a la casa.
– Eres una estúpida -murmuró, frunciendo el ceño-. Lo que tienes que hacer es mantenerte lo más alejada posible de él.
Una vez en la cocina, abrió la nevera y se sirvió un vaso de leche. Se lo bebió lentamente mientras contemplaba por la ventana el potrero y las cuadras a oscuras. No podía dejar de pensar en Travis. Ni de preguntarse dónde estaría en aquel momento y por qué había vuelto al rancho…
Tras dejar el vaso en el fregadero, se pasó una mano por los ojos y se dirigió al despacho para revisar la correspondencia. El despacho estaba en penumbra, iluminado únicamente por las mortecinas brasas. Nada más entrar descubrió a Travis recostado en la alfombra, con un vaso en la mano, de espaldas a la chimenea.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.
– Esperándote.
– Muy bien -susurró-. Pues ya me tienes aquí -apoyándose en el escritorio, fue a encender la lámpara.
– No. Déjala apagada. La habitación parece más sosegada así…, menos hostil.
Savannah soltó una amarga carcajada.
– Bueno, eres un experto en eso. Fuiste tú quien escribió el manual de la hostilidad.
– De la hostilidad hacia ti no, desde luego -bebió un sorbo de whisky-. ¿Por qué te entrometiste en la discusión de Josh con su madre? -inquirió de pronto.
– Yo no me entrometí.
Una sesgada sonrisa asomó a sus labios.
– Llámalo como quieras, pero es la segunda vez que lo haces.
Savannah se encogió de hombros y frunció el ceño.
– Yo no creo estar entrometiéndome en nada. A veces tengo la sensación de que nadie le hace el caso suficiente a ese niño. Todo el mundo le reprocha sus fallos, pero nadie lo estimula.
– ¿Excepto tú?
– Y su abuelo. Pese a lo que puedas pensar de él, Reginald siempre ha sido un abuelo modelo. Como fue un padrastro modelo para ti. En caso de que lo hayas olvidado.
Travis tensó la mandíbula.
– ¿Qué me dices de Charmaine? ¿Cómo se lleva ella con su hijo?
– Josh es un niño un poco difícil y Charmaine tiene que criarlo y educarlo sola. Evidentemente, Wade no le dedica mucho tiempo.
– Evidentemente -repuso él con tono seco.
– En cuanto a Charmaine… Lo intenta, pero a veces tiene graves problemas para comprender a Josh. Ya sabes, espera que sea perfecto y no lo ve como lo que es en realidad: un niño.
– Y es ahí donde tú metes baza.
– Sólo cuando creo que Josh necesita un estímulo suplementario. No es fácil ser el único niño en una casa llena de adultos -cruzó los brazos sobre el pecho.
– Lo quieres mucho.
– ¿Y quién no? -preguntó a su vez, sonriéndose.
– ¿Quizá Wade?
– Ignoro si Wade es capaz de querer a alguien, ni siquiera a sí mismo -rezongó, repentinamente furiosa-. Y Josh tiene razón en una cosa: Wade nunca se habría convertido en padre voluntariamente -no deseaba seguir por ese camino y prefirió cambiar de tema-. ¿Sabes que Josh sueña con montar a Mystic?
– ¿Y con qué sueñas tú?
– Yo no sueño -replicó, incómoda.
– ¿No sueñas, Savvy? -preguntó, utilizando el diminutivo por que la había llamado desde que llegó por primera vez al rancho, cuando ella apenas contaba nueve años.
– Ya no.
– Entiendo -bajó la mirada a su vaso-. Por lo que sucedió entre nosotros.
– En parte sí -admitió ella, y volvió a sentir en el pecho aquella antigua amargura.
Travis bebió un largo trago de whisky antes de alzar nuevamente la mirada hacia ella.
– Dime una cosa. Si tan encariñada estás con Josh y te gustan tanto los niños… ¿por qué no has tenido ninguno?
– Muy sencillo. Falta de padre.
– ¿Ves? Eso es algo que no deja de sorprenderme.
– Yo creía que ya te lo había explicado. David y yo…
– Pero hay otros hombres -la interrumpió-. Ha tenido que haber otros. Fuiste a la universidad en Berkeley, trabajaste en San Francisco. No esperarás que me crea que has llevado una vida de monja…
Savannah se turbó visiblemente, tan cerca había estado Travis de adivinar la verdad…
– No, claro. Pero supongo que nunca encontré al hombre… adecuado.
– Eso, probablemente, también fue culpa mía.
– ¿Tan importante te crees?
Él hizo caso omiso del comentario, cruzó los tobillos y apuró su copa.
– Yo creo que habrías sido una madre maravillosa.
– Supongo que debería tomarme eso como un cumplido.
– No era otra mi intención.
Savannah sintió un incómodo nudo de emoción en la garganta.
– ¿Por qué no me dices lo que has venido a hacer aquí? ¿Por qué Henderson, tu socio, está tan preocupado?
– Te lo diré cuando…
– Ya lo sé. Cuando vuelvan Wade y papá. Mañana. En cierto sentido, es una suerte.
– ¿Por qué? ¿Tan pronto te has cansado de mí?
– No. Pero tampoco puedes quedarte eternamente. Al paso que vas, en dos días habrás acabado con nuestra reserva de whisky. Dime de una vez a lo que has venido, Travis -insistió-. Ya sé que estás pensando en separarte de Henderson y disolver la empresa, y sé también que probablemente has renunciado a tus planes de convertirte en gobernador, pese a los rumores que corren por ahí.
– Henderson habla demasiado -él recorrió lentamente el cuerpo de Savannah con la mirada, deteniéndose en sus senos-. Y tú eres demasiado curiosa para tu propio bien. Siempre lo has sido.
– ¿Por qué has vuelto? -insistió Savannah una vez más, con un nudo en la garganta.
– No quiero hablar de ello.
– ¿Por qué no?
Travis hizo una mueca y se concentró en su copa vacía.
– Porque primero quiero hablar con Reginald. Algo no va bien.
– ¿Qué?
Él se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos.
– Pues todo. El bufete, la campaña… Hay varias cosas que no encajan y… -se interrumpió de pronto-. Confía en mí, ¿quieres? Todo se arreglará una vez que haya hablado con tu padre.
– ¿Qué tiene que ver Wade con todo esto?
– Sospecho que está implicado.
– ¿En qué?
– Todavía no lo sé -admitió, disgustado-. Y, francamente, tampoco estoy muy seguro de querer saberlo.
– Tienes miedo.
Travis sonrió con expresión triste, moviendo la cabeza.
– Algo te reconcome por dentro -insistió ella.
– No me gusta ser un peón en una partida de ajedrez que no controlo, eso es todo -se levantó y se puso a pasear por la habitación-. ¿Te has preguntando alguna vez por qué tu padre tiene tanto interés en que me presente a las elecciones?
– La verdad es que no.
– Bueno, pues tiene un «gran» interés, Savannah. Está presionando mucho. Y la única razón que se me ocurre es que busque algún beneficio personal.
– Realmente te has convertido en un cínico, ¿lo sabías? -le espetó, indignada.
– Piensa en ello. ¿Por qué, si no, le importaría tanto? Sospecho que espera algo de mí.
– ¿El qué?
– No lo sé… -alzó una mano y volvió a dejarla caer, impotente-. Quizá tú puedas decírmelo:
– Mira, yo no tengo ni la menor idea de de qué estás hablando.
– ¿De veras? -la miró con expresión desconfiada-. Tú podrías estar conchabada con ellos.
– ¡Estás loco! -exclamó, furiosa.
Travis soltó una carcajada. Apoyado en la repisa de la chimenea, se pasó una mano por el pelo.
– Ojalá lo estuviera.
– No puedes volver aquí, con el hombre que te educó como a un hijo, y empezar a acusarlo de Dios sabe qué estupideces. ¡Tú, precisamente!
– Todavía no he acusado a nadie de nada.
– ¡Todavía! Pero lo harás.
– De acuerdo, usemos la lógica. Un gobernador tiene mucho poder, en eso estarás de acuerdo conmigo. Por ejemplo: es la máxima autoridad del Consejo de Carreras de Caballos de California. Elige a sus miembros y los destituye si consigue demostrar su negligencia o ineptitud para el cargo. Por no hablar de su influencia en cualquier tema relacionado con propiedades, contratas, etcétera. El gobernador acumula mucho poder. El tipo de poder del que cualquiera podría sentirse tentado de abusar.
– ¿Te refieres a mi padre?
– Tal vez. Wade y Willis Henderson no estarían muy lejos de él.
Savannah abrió mucho los ojos. Travis creía realmente lo que le estaba diciendo.
– Ten cuidado, Travis. Estás hablando de mi padre. Un hombre que siempre ha hecho lo mejor para ti.
– Quizá no siempre.
– Eso es una simple especulación…
– No lo creo. Cuatro de los miembros del Consejo serán sustituidos durante la próxima legislatura del gobernador. Cuatro. Cuatro de siete.
– ¿Y crees que eso le importa a mi padre? -Savannah estaba hirviendo de furia.
– ¡Claro que le importa! ¡A cualquiera que posea un solo caballo de carreras en California le importa! -se plantó ante ella-. Reginald podría querer entrar en esa junta o intentar convencerme de que eligiera a la gente más adecuada, amigos suyos sobre los que pudiera influir.
– Pero ¿por qué?
– Por una cuestión de poder, Savannah.
– Esto es una locura…
– Poder y dinero. Los dos principales móviles de la humanidad.
– No te olvides de la venganza -le recordó.
– Oh, por supuesto que no la he olvidado -una amarga sonrisa asomó a sus labios-. La otra noche estuve visitando a mi socio, Henderson.
– ¿La noche que le dijiste que querías disolver la sociedad?
– Exacto. La misma en la que él se reunió con Wade.
– No entiendo…
– Parece que Wade y Willis andan trabajando juntos en ciertos temas.
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