– ¿Como cuáles?

Tras reflexionar por un momento, Travis decidió contárselo.

– Como por ejemplo que Wade Benson ha estado llevando los libros de contabilidad del bufete… sin mi conocimiento.

Savannah no pudo disimular su sorpresa. Por lo que sabía, Wade solamente llevaba los libros del rancho.

– Pero ¿qué tiene eso que ver con nada?

– En sí mismo, no mucho. Pero el hecho de que Henderson admitiera que Wade y él habían estado recabando donaciones para mi campaña -sacudió la cabeza-, resulta bastante significativo. Y además Henderson me dijo que tu padre lo sabía. Que estaba implicado.

– Pero si tú todavía no has anunciado tu candidatura…

– Ni pienso hacerlo -apuró su copa-. Espero que ahora entiendas mi situación.

– Si todo lo que estás diciendo es cierto…

– ¿Por qué habría de mentirte? -replicó Travis con la mirada clavada en el fuego.

– No lo sé. En realidad, ya no te conozco.

– Claro que me conoces -repuso con ternura. La misma ternura que había exhibido años atrás, antes de que la amargura y el dolor se instalaran en su mirada.

– Has cambiado.

– No para mejor, supongo.

– ¿Qué es lo que te amargó tanto?, ¿la muerte de Melinda?

– Ojalá todo fuera tan sencillo -musitó-. A ella no le habría gustado nada esto, ya lo sabes. Esperaba que me metiera en política, deseaba respaldar mis ambiciones. Ella… y Reginald -frunció el ceño, mirando el vaso vacío-. Hasta que surgió el caso Eldridge -añadió, triste.

– Pero yo creía que lo habías ganado -Savannah conocía los detalles por los medios informativos. Travis había conseguido llevar a un poderoso grupo farmacéutico ante los tribunales, en defensa de los intereses de la familia de Eric Eldridge, fallecido por culpa de un medicamento contaminado.

– Y gané.

– ¿Qué es lo que te hizo cambiar de opinión sobre lo de entrar en política?

– Todo -murmuró disgustado mientras se servía otra copa de whisky-. Nuestro bufete ganó mucho dinero. Los Eldridge recibieron una indemnización millonada. Nos enviaron una caja del mejor champán para brindar por su éxito. Se compraron dos coches nuevos y un yate.

– Lo que hicieran con el dinero no importa.

– Pero eso no les devolvió a su hijo, ¿verdad? -sacudió la cabeza-. Grace Eldridge lloró inconsolablemente la muerte de su hijo. Pero un mes después de dictada sentencia, apareció en el bufete con un abrigo de pieles y un bronceado caribeño preguntándome si existía alguna posibilidad de que presentáramos otro pleito contra la compañía farmacéutica. Aquello me dejó muy mal sabor de boca. A esto es a lo que me refería al decirte que lo único importante eran el poder y el dinero.

– Y la venganza -volvió a recordarle Savannah.

Travis se plantó de nuevo frente a ella. Parecía taladrarla con sus ojos brillantes.

– Exacto. La venganza.

Cuando ella vio que iba a tomarla por los hombros, no se movió. El calor de sus manos penetró en su piel a través de la lana del suéter. Estaba temblando por dentro, tanto por el contacto con Travis como por las sospechas de éste sobre su padre.

– Así que eso es lo que has venido a averiguar -susurró-. El grado de implicación de mi padre en tu inexistente campaña para gobernador.

– En parte, sí -admitió él con voz ronca.

– ¿Y qué más? -el corazón le latía a toda velocidad.

– Sólo eso -inclinando la cabeza, rozó apenas sus labios con los de ella.

– No, no quiero… -musitó Savannah-. Otra vez no… -liberándose bruscamente, retrocedió un paso-. Dime… dime lo que crees que puede estar tramando mi padre -le espetó, negándose a pensar en la pasión que latía detrás del beso de Travis o en su propia e inmediata reacción.

– No estoy seguro. Necesito tu ayuda para averiguarlo.

– No, Travis. Supongo que no esperarás que vaya contra mi propio padre…

– Yo no te he pedido eso.

Estaba tan cerca que ella apenas podía pensar en nada que no fuera la atracción que el cuerpo de Travis ejercía sobre el suyo.

– Pero tú lo que quieres es…

– Descubrir la verdad. Nada más.

– ¡Pues entonces habla con papá! -replicó, desesperada.

– Lo haré. Cuando vuelva. Pero hasta entonces, puede que necesite tu colaboración.

– ¡Yo no puedo ayudarte, Travis!

– Si lo que voy a decirte sirve para que te sientas mejor, espero sinceramente que todo esto no sea más que un enorme malentendido. Me gustaría pensar que las motivaciones de Reginald son tan puras como tú pareces pensar.

– Pero no lo crees así.

– Soy demasiado realista.

– Malpensado, querrás decir.

– Demuéstrame entonces que me equivoco -la desafió.

– No lo sé, yo…

– ¡Que me demuestres que estoy equivocado, maldita sea! -estalló-. Fuiste tú la que me tiró de la lengua. Yo no quería decirte nada, pero tú has insistido.

– Pero tú me estás pidiendo que te demuestre que mi padre, un respetable empresario y criador de purasangres, está… ¿qué? ¿Intentando conseguir que te elijan gobernador para poder defraudar al fisco o enriquecerse de manera ilegítima? ¿Es eso lo que estás sugiriendo?

– Quizá puedas defender tu opinión de alguna manera, ¿no?

– ¡Por supuesto que puedo! En el caso de que papá quisiera servirse de tu influencia como gobernador, eso sólo le serviría aquí, en California… ¿Qué sentido tendría entonces el traslado de los caballos a Florida? Trasladarlos allí no tendría ningún sentido… ¡no cuando aquí, en suelo californiano, podría manipular a esa junta de carreras de caballos según su capricho!

– Déjate de sarcasmos.

– ¡Es que estás diciendo tonterías! -gritó, furiosa consigo misma por haberle hecho caso. Aquella conversación no tenía ningún sentido.

– Demuéstramelo -insistió él.

– Lo haré -replicó Savannah, echando chispas por los ojos.

– Muy bien -apoyándose en la repisa de la chimenea, Travis esbozó una irónica sonrisa. Ya se había cansado. Iba a decírselo-. Tu padre te lo cuenta todo, ¿verdad? Pero supongo que nunca te dijo quién estaba aquella noche en el estanque, hace nueve años -extendió una mano para alzarle la barbilla con un dedo.

Savannah se apartó bruscamente.

– ¿Qué? ¿Papá lo sabía?

– Por supuesto que sí.

– ¡No me lo creo! Me habría dicho algo al respecto…

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Pero… ¿cómo pudo enterarse?

– Porque Melinda se lo dijo.

– ¿Y cómo lo sabía Melinda? ¿Se lo dijiste tú? -inquirió. Apenas se atrevía a respirar mientras evocaba aquella lejana noche.

– Ella nos vio.

– Dios mío… -el recuerdo se volvió claro como un cristal. El sonido de una ramita al romperse, Travis saliendo a investigar… ¡Melinda era la intrusa del estanque! Avergonzada y humillada, se dirigió hacia la puerta, pero él la agarró delicadamente de un brazo-. No, no quiero escuchar nada -susurró Savannah-. Todo eso ya es pasado y…

– ¿De veras? -en la penumbra de la habitación, la mirada de Travis parecía traspasarle el alma-. Yo nunca he dejado de desearte -admitió con una sonrisa cínica.

– No hay razón para mentir.

– Maldita sea, Savannah -la sacudió levemente. Una cruda emoción tensaba sus rasgos-. No te estoy mintiendo. Me pesa y me cuesta admitirlo, pero ni un solo día he dejado de pensar de ti. Nunca debí haberme separado de ti.

– Pero entonces ¿por qué no volviste? -susurró con el corazón acelerado.

– ¡Porque estaba casado! ¡Y porque tú eras la hija de Reginald!

Savannah no quería escuchar más excusas, ni pensar en las mentiras de esos nueve largos años.

– Mira, no tiene ningún sentido que hablemos de esto -murmuró. Intentó liberarse, pero Travis se lo impidió.

– Yo no quería -confesó con voz ronca-. De hecho, intenté mentirme a mí mismo, convencerme de que no significabas nada para mí, pero no funcionó. Durante todo el tiempo en que estuve casado con Melinda… jamás pude olvidarte. Aquella noche en el estanque me quemaba el corazón y el alma como ningún otro recuerdo… -suspiró profundamente-. Por las noches… por las noches me quedaba despierto recordándote y no podía dejar de desearte, maldita sea. Melinda estaba a mi lado, en la cama… ¡y yo sólo podía pensaren ti!

– ¿Qué sentido tiene todo esto? -inquirió Savannah con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Aquellas palabras de amor que tanto había ansiado oír se le antojaban en aquel momento absurdas, fuera de lugar.

– Sólo uno: que me he acostumbrado a vivir una mentira. Pero una mentira que ya no tengo por qué seguir soportando.

– ¿Por qué? ¿Porque Melinda ha muerto?

– Sí.

Savannah cerró los ojos para contener las lágrimas y alzó la barbilla.

– No me gusta ser segundo plato de nadie, Travis. Nunca me ha gustado.

– ¿Ni siquiera quieres saber por qué me casé con ella?

– ¡No! Eso no importa. Ya no… -se le quebró la voz con aquella mentira.

Él la atrajo hacia sí. Savannah podía sentir la furia reverberando en su cuerpo, oler su aliento a whisky, ver la rabia que fulguraba en sus ojos.

– Claro que importa. ¿Es que no te das cuenta? He venido aquí a acabar con todas las mentiras del pasado…, todas y cada una. Incluyendo la mentira de haberme casado con la mujer que no debía. Yo te amaba a ti, Savannah, y por ello me condené. Porque tú eras la hija del hombre que me crió y me educó… y hasta aquel momento yo siempre había pensado en ti como en una hermana pequeña.

En el denso silencio que siguió a sus palabras, Savannah lo miró fijamente a los ojos y vio la abrasadora pasión que ardía en ellos. El corazón se le aceleró al pensar que, nueve años atrás, Travis la había amado realmente. Y que en aquel momento, nueve años después, seguía deseándola.

– Y tú también me amabas -añadió él finalmente.

Savannah sentía que las lágrimas le quemaban los ojos, pero se negaba a derramarlas.

– El hombre al que amaba jamás me habría abandonado -pronunció con voz temblorosa-. Jamás se habría marchado sin despedirse siquiera.

– Reconozco que cometí muchos errores. Dios sabe que no soy ningún santo y que debí haber intentado verte antes de aceptar casarme con Melinda. Pero todo el mundo, incluido tu padre, juzgó que lo mejor era que me marchara sin más.

Savannah se estremeció visiblemente.

– ¿Cómo se enteró papá de lo nuestro?

– Melinda fue a Reginald con la historia de que se había quedado embarazada. O eso, o urdieron la mentira juntos.

– No entiendo… -sintió que le flaqueaban las rodillas, pero Travis la sujetó a tiempo.

– Le dijo a Reginald que la única razón por la que nosotros habíamos discutido antes, aquella misma noche, fue porque estaba asustada. Porque tenía miedo de que yo la abandonara a ella y al niño. Y que después se lo pensó mejor y fue a buscarme al estanque.

– ¿Cómo sabía que estabas en el estanque?

– Pura casualidad. Mi coche estaba en el garaje, y no me encontró ni en el apartamento ni en la oficina. Melinda sabía que siempre que quería estar solo iba al estanque, así que…

– Nos descubrió -susurró ella con un brillo en sus ojos azules, mezcla de humillación y de furia.

– Sí.

– De modo que te casaste con ella porque estaba embarazada…

– No. Porque ella «me dijo» que estaba embarazada.

– ¿Y el niño?

– Probablemente nunca existió.

– ¿Qué?

Una amarga sonrisa asomó a los labios de Travis.

– Melinda me aseguró que se había quedado embarazada. Yo no lo puse en duda, lo cual probablemente fue un error -bajó la mirada hasta los senos de Savannah, que destacaban bajo el suéter, antes de mirarla de nuevo a los ojos-. Evidentemente no el primero.

Una vez más ella intentó apartarse, pero él se lo impidió.

– Tres semanas después de la boda, Melinda me dijo que había tenido un aborto. No dudé de ella hasta mucho después, cuando le sugerí que tuviéramos un hijo para salvar nuestro matrimonio -leyó la protesta en los ojos de Savannah-. Sí, ya sé que es una pobre excusa para tener un hijo, pero yo estaba desesperado. Quería arreglar las cosas entre nosotros como fuera, porque durante todo el tiempo que estuvimos casados, ella siempre supo que yo no te había olvidado. ¿Tienes idea de lo mucho que debió sufrir?

– O de lo mucho que ella te hizo sufrir a ti.

– Era mi esposa, tanto si la amaba como si no. En cualquier caso, para entonces Melinda ya no tenía intenciones de tener un bebé y dudo que las hubiera tenido alguna vez. Creo que Melinda me mintió, Savannah, para forzar nuestro matrimonio -su mirada se oscureció-. Y en eso contó con la complicidad de tu padre.

– Pero eso no tiene sentido… -a Savannah le costaba trabajo digerir aquellas palabras.

– Claro que lo tiene. Sobre todo si él creía que Melinda estaba embarazada.

– ¿Por qué no fuiste a buscarme para explicármelo todo?