– Reginald contaba contigo.
– ¿Es cierto eso? -inquirió Travis, desviando la mirada hacia el padre de Savannah.
– Me parece una lástima desaprovechar una oportunidad semejante -dijo Reginald-. Y sí, yo diría que contaba con que te presentaras -admitió, sacando su pipa de un bolsillo del chaleco.
Se hizo un espeso silencio en la habitación mientras la encendía.
– Incluso aunque me presentara -reflexionó Travis en voz alta-, sería más que probable que no ganara en las primarias, para no hablar de las generales. ¿Por qué entonces todo esto parece tener tanta importancia para vosotros?
– Reginald tiene planes -dijo Wade.
– ¡Bueno, pues quizá deberías habérmelos contado antes! -Travis se plantó frente al aludido-. Desde que tenía dieciocho años he intentado complacerte en todo, hasta el punto de que a veces lo que yo quería se confundía con lo que tú esperabas de mí. Pues bien, eso se ha acabado.
Reginald acarició la cazoleta de su pipa, miró a Wade y se volvió hacia el árbol de Navidad, ceñudo. Travis, a su vez, exhaló un suspiro y se frotó los tensos músculos del cuello.
– Así que creo que deberíamos hacer algo con todas esas contribuciones que Willis Henderson y vosotros dos habéis recogido en mi nombre. Espero que se las devolváis a la gente que os dio el dinero. Quiero que para fin de año estén todas devueltas. Incluso pagaré los intereses si es necesario.
– Tú no lo entiendes… -empezó Wade.
– Ni quiero entenderlo. Estoy cansado de todo esto. El mundo de la política me gusta tan poco como pelear los pleitos de multinacionales, divorcios, custodias de niños o cualquiera de esas porquerías asociadas al oficio de abogado.
– Pero te gustó la fama que te reportó el caso Eldridge… -observó Reginald, dando una chupada a su pipa. El aroma del tabaco invadió la habitación.
– Incluso eso terminó apestando -replicó Travis, apurando su copa.
– Pero no puedes renunciar así sin más… -objetó Reginald.
– Ya lo he hecho. Habla con Henderson, él sabe que voy en serio. No sé muy bien por qué es tan importante para ti que me presente a gobernador del Estado, pero la verdad es que tampoco quiero saberlo.
– He trabajado mucho para ver cómo un día tomabas posesión de ese cargo, hijo -susurró Reginald, casi para sí mismo. La desilusión parecía pesar en cada uno de sus rasgos.
Travis sonrió cínicamente.
– Me gustaría decirte que siento haber frustrado todos esos planes, pero no sería cierto. No me gusta la manera que habéis tenido de maniobrar a mis espaldas, y por fuerza tengo que suponer que incluso si hubiera conseguido convertirme en gobernador, habrías querido seguir moviendo los hilos y teniendo siempre la última palabra. Creo que ya va siendo hora de que la gente de este Estado tenga el gobernador que se merece, un político que esté a su servicio, y no al contrario.
– Eso es una estupidez y lo sabes perfectamente -repuso Wade-. Los ideales de ese tipo no encajan en el mundo real.
Travis se volvió hacia Savannah.
– ¿Y tú me tomabas a mí por un cínico? -soltó una amarga carcajada-. Sobran los comentarios.
Y dicho eso, salió de la habitación y recogió su abrigo en el vestíbulo. Savannah lo siguió.
– Vamos a dar un paseo -murmuró-. Necesito tomar el aire.
– No puedo. Le prometí a Josh que le leería un cuento.
Empezó a subir las escaleras sin mucho entusiasmo, pero se detuvo en el preciso instante en que él la llamó.
– ¿Savannah?
Se volvió para mirarlo y leyó la pasión que ardía en su mirada gris. Estaba al pie de la escalera, muy cerca. Aquella mirada le aceleró el pulso. Un pensamiento cruzó su mente: ahora que Travis le había contado a Reginald que no se presentaría a gobernador, ya no había razón alguna para que continuara en el rancho. Esa noche podría ser la última que pasaran juntos.
– Ahora mismo bajo, no tardo nada -le tocó ligeramente un hombro-. ¿Me esperas?
– Te he esperado durante nueve años -sonrió, irónico-. Esperarte durante unos minutos más no me hará daño -y la acercó hacia sí para besarla en los labios con una pasión que la dejó sin aliento, aturdida, tambaleante.
«Estoy perdida», pensó ella mientras cerraba los ojos y le echaba los brazos al cuello. «Nunca he dejado de amarlo y siempre lo amaré».
– No tardes mucho -le susurró él al oído.
– Descuida -cuando abrió de nuevo los ojos, vio por encima del hombro de Travis a Reginald, de pie en el umbral del salón. Los estaba mirando con expresión hosca, ceñuda-. Bajo en un momento.
Travis sonrió y salió de la casa. Savannah se quedó en el segundo escalón de la escalera, sujetándose a la barandilla. Le temblaban las piernas.
– Supongo que sabrás que esto es un error -le comentó Reginald con la pipa en la boca, entrando en el vestíbulo-. Sufrirás si vuelves a juntarte con él. Es lo único que sacarás en claro.
¡Así que su padre lo sabía! ¡Travis le había dicho la verdad! El descubrimiento la llenó de alegría y decepción a la vez. Travis había sido sincero con ella, pero su padre le había mentido durante nueve largos años.
– Ya no soy una chiquilla de diecisiete años -replicó, agarrada con fuerza a la barandilla. Desde donde estaba podía ver a Wade sentado en el sofá, con la mirada clavada en el fuego y aparentemente absorto en sus reflexiones.
– No, pero sigues siendo mi hija -arqueó sus espesas cejas-. Y Travis McCord no es el hombre adecuado para ti.
– ¿Por qué no?
– Porque siempre ha querido a Melinda.
Savannah palideció visiblemente, luchando contra el impulso de gritarle que eso no importaba. En lugar de ello, repuso con tono suave:
– Pero Melinda está muerta.
– Para ti y para mí quizá, pero no para Travis. Ella fue su primer amor, Savannah. Será mejor que lo aceptes de una vez.
– ¿Por qué no me dijiste que sabías que yo estuve con Travis? Siempre lo has sabido.
Reginald esbozó una sonrisa triste mientras bajaba la mirada a su pipa.
– Porque todo había terminado. Él te había hecho daño, pero todo había terminado.
– ¿Y ahora?
– No estáis hechos el uno para el otro -suspiró-. Tú quieres vivir en el rancho, trabajar con los caballos, casarte y tener una familia. Y Travis, bueno, él es… diferente, cortado por otro patrón. Necesita el glamour de los tribunales, de la política…
– Pero ¿es que no has escuchado una sola palabra de lo que ha dicho antes? -preguntó, incrédula.
– Ahora mismo está un poquito desilusionado. Cansado. La muerte de Melinda y el caso Eldridge han hecho mella en él -de repente le brillaron los ojos-. Pero eso cambiará. Ya lo verás.
– No lo creo.
– ¿Ah, no? Tú tienes el defecto de malinterpretarlo, hija. Hace nueve años, creíste que Melinda y él habían roto.
Savannah bajó los dos escalones para quedar al mismo nivel que su padre.
– Travis pensaba que estaba embarazada. Y tú respaldaste la versión de Melinda.
– Me la creí.
– Era mentira.
– Yo no sé nada de eso -Reginald frunció el ceño-. ¿Es lo que te ha dicho él? Bueno, es lógico, ¿no? -volvió a suspirar-. Ten presente que nadie le puso una pistola en la cabeza para que se casara con Melinda, con bebé o sin bebé de por medio. Él se casó con ella por decisión propia y su matrimonio duró cerca de nueve años. ¡Nueve años! -se interrumpió-. Oh, por supuesto que se sentía atraído hacia ti. Esa atracción siempre ha existido, todavía existe, pero es sólo física. Es la misma diferencia que va del amor al deseo, de una esposa a una amante -al ver la expresión consternada de su hija, le dio unas palmaditas cariñosas en el brazo-. Ya sabes que yo únicamente quiero lo mejor para ti, cariño…
– ¿De veras, papá? -replicó, dominando a duras penas su furia-. Yo no estoy tan segura. Porque lo menos que podías haber hecho era decirme que sabías lo mío con Travis.
– ¿Para qué? ¿Qué sentido habría tenido eso? Vuestra aventura había terminado y él se había casado. Lo más inteligente era dejar las cosas en paz.
– ¿Cuándo vas a convencerte de que no puedes manipular mi vida, así como tampoco obligar a Travis a presentarse a gobernador?
Reginald parecía repentinamente cansado.
– Yo no pretendo manipularte, Savannah. Sólo estoy intentando ayudarte a tomar las decisiones adecuadas.
– ¿Y la decisión adecuada sería olvidarme de Travis?
– Es que no quiero verte sufrir otra vez -susurró-. ¿No basta con un matrimonio desgraciado en la familia?
– Pero Wade y tú…
– Somos buenos socios, no me entiendas mal -Reginald desvió la mirada hacia el salón, donde su yerno seguía sentado en el sofá-, pero nunca debió haberse casado con Charmaine y, además, es un pésimo padre para Josh -sonrió, tenso-. Usa la cabeza, Savannah. No dejes que te obnubile el corazón -finalmente se volvió para dirigirse a su despacho.
Savannah intentó ignorar su consejo mientras subía las escaleras hacia la habitación de Josh.
Seis
Las luces de seguridad creaban un resplandor azulado, etéreo, sobre el paisaje nevado. Travis esperaba en las cuadras. Su alta y oscura figura se recortaba contra la puerta.
Estremecida de frío y procurando olvidar las advertencias de su padre, Savannah se dirigió a su encuentro.
– ¿Qué tal está Josh?
– Bien, supongo.
– ¿No estás segura?
– ¿Cómo te sentirías tú si tu padre te hubiera humillado delante del resto de la familia?
– No muy bien.
– ¿Lo ves? Supongo que estará «no muy bien» en estos momentos.
Travis le tomó la mano, entrelazó los dedos con los suyos y se la metió en el bolsillo del abrigo.
– Supongo que sabrás que no puedes resolver todos los problemas del mundo.
– ¿Es eso lo que te enseñaron en la facultad de Derecho?
– No -sacudiendo la cabeza, la guió por el sendero que llevaba al estanque-. Lo creas o no, he aprendido un montón de cosas solo.
– Y yo no quiero resolver los problemas del mundo. Sólo el de un niño pequeño.
– No es tu hijo.
– Ya lo sé -susurró Savannah-. Ése es el problema.
– Uno de ellos.
Ramas heladas invadían el sendero y se enganchaban en sus abrigos. Las pisadas de sus botas crujían en la nieve recién caída. El barro de la orilla del estanque estaba cubierto de hielo y los desnudos árboles que rodeaban las aguas negras se asemejaban a retorcidos centinelas custodiando un santuario. Un santuario que la fiebre del amor había iluminado nueve años atrás.
Travis se detuvo cerca del viejo roble donde antaño se había sentado tantas veces a reflexionar.
– Ha pasado mucho tiempo -comentó, mirando las oscuras aguas.
El dolor del pasado anegaba por dentro a Savannah.
– Demasiado para volver atrás.
– Eras la mujer más bella que había visto en mi vida -le confesó-. Y eso me asustaba. Me asustaba terriblemente. Me pasé dos días enteros intentando convencerme de que no podía acercarme a ti… ¡de que sólo tenías diecisiete años y eras la hija de Reginald, por el amor de Dios! Pero luego, cuando te vi salir del estanque, desnuda, con ese brillo retador en los ojos… -apoyó un hombro en el tronco del árbol-. Toda mi resolución se fue al garete.
– Estabas bebido -le recordó ella.
– Sinceramente, no creo que eso importara demasiado -él alzó una mano y le delineó la barbilla con un dedo, arrancándole un estremecimiento de placer-. Estaba como hechizado, Savannah. Y no quería estarlo. Dios sabe que luché contra ello, pero no pude -esbozó una cínica sonrisa-. Sigo estando hechizado.
En el momento en que sus labios rozaron los de ella, Savannah escuchó miles de advertencias en su mente, pero las desechó todas. La sensación del cuerpo de Travis apretado contra el suyo resultaba tan embriagadora como la que había experimentado nueve años atrás en aquel preciso lugar.
Travis interrumpió el beso para mirarla a los ojos.
– Quiero que te quedes conmigo esta noche -susurró, acariciándole el rostro con su cálido aliento-. No tienes que prometerme nada. Sólo pasar esta noche conmigo. Ya veremos después.
Savannah recordó de pronto las palabras de su padre: «Es la misma diferencia que va del amor al deseo, de una esposa a una amante».
– Travis…
– Sólo dime que sí.
Embebida de su mirada, contuvo las lágrimas y respondió:
– Sí.
Travis volvió a tomarle la mano y la llevó de regreso por el sendero, hacia los edificios del rancho. Savannah no discutió cuando la ayudó a subir las escaleras del apartamento del garaje.
Contempló el dominio privado de su hermana. El resplandor azul de la nieve entraba por las ventanas. Las artesanías cubiertas de Charmaine estaban dispersas por la habitación, como pálidos fantasmas.
– Ha cambiado un poco en nueve años -observó Travis sin molestarse en encender la luz.
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