«Lástima que Travis no se quedara en el rancho para seguir los pasos de papá», pensó distraída, pero se reprochó de inmediato aquella ocurrencia. Aunque habían transcurrido nueve años desde que abandonó el rancho para casarse con Melinda, Savannah nunca lo había olvidado realmente… pese a que había logrado evitarlo la mayor parte de las veces. Últimamente corrían rumores de que iba a presentarse a las próximas elecciones para gobernador del Estado de California. Algo ciertamente difícil de creer.
– Eh, tía Savvy, ¿te apetece salir a montar? -gritó Joshua, el único hijo de Charmaine y Wade, corriendo hacia ella.
El niño la miraba con sus ojos oscuros brillantes de entusiasmo. Tenía nueve años. Su pelo, de color castaño, necesitaba un buen corte.
– Me encantaría -respondió, y el crío sonrió de oreja a oreja.
– ¿Puedo montar a Mystic?
– ¡Ni lo sueñes, amiguito! -rió Savannah-. ¡Es el potro estrella de mi padre!
– Pero yo le caigo bien.
– Yo creo más bien que a Mystic no le cae bien nadie.
– ¡Tonterías! -dio una patada a un guijarro del suelo, frustrado-. Yo sé que puedo montarlo.
– ¿Ah, sí? -sonrió al ver su gesto decidido-. Bueno, quizá algún día. Si el abuelo y Lester no ponen ningún impedimento, de acuerdo. Pero hoy no -alzó la mirada al cielo, que se estaba nublando por momentos-. Venga, vamos a ensillar a Mattie y a Jones. Tendremos tiempo de dar un par de vueltas por el potrero antes de que empiece a llover.
– Pero si son unos jacos viejos… ¡No son purasangres!
– Vergüenza debería darte. Incluso un jaco, como tú dices, necesita hacer ejercicio. ¡Al igual que los niños tercos como tú! ¡Vamos, te echo una carrera hasta las cuadras!
– ¡Vale! -Joshua salió disparado y Savannah le dejó ganar la carrera-. Tú también eres vieja… -le comentó con una sonrisa cuando llegó a la puerta.
– Y tú, muy precoz.
– ¿Qué quiere decir eso?
Un brillo de amor asomó a los ojos de Savannah.
– Que nadie te quiere más que tu tía.
Joshua se puso repentinamente serio y Savannah se dio cuenta de que no había sido muy afortunada con su frase.
– Bueno, aparte de los abuelos, mamá, papá y…
– Papá no me quiere.
– Por supuesto que sí -se apresuró a asegurar, viendo la tristeza que traslucía su mirada. Maldijo para sus adentros a su cuñado.
– Nunca quiere hacer nada conmigo.
– Tu padre está muy ocupado… -detestaba inventar excusas para Wade.
– ¿Siempre?
– Dirigir este rancho es una responsabilidad muy grande.
– Pero tú sí que tienes tiempo de jugar conmigo.
– ¡Porque yo soy una completa irresponsable! -rió Savannah-. Y ahora deja de compadecerte a ti mismo y ve a buscar las mantas de los caballos…
Joshua las encontró rápidamente y Savannah se dedicó a embridar las dos monturas. Una vez más maldijo en silencio a su cuñado.
– Espérame aquí un momento -dijo a Joshua después de apretar la cincha de Jones-. Voy a ver si hay algo de beber en la oficina. ¿No te gustaría llevarte una lata de refresco?
– ¡Sí!
– Ahora vuelvo.
Salió de las cuadras, siguió por el camino de cemento que corría paralelo al edificio de madera y subió las escaleras que llevaban a la oficina, situada justo encima de la zona de los establos reservada a los potrillos. La puerta estaba entornada y escuchó unas voces. Su padre y Wade estaban discutiendo acaloradamente.
– No creo que puedas contar con él -estaba diciendo Wade.
Savannah dio un paso adelante con la intención de anunciar su presencia, pero las siguientes palabras de su cuñado la hicieron vacilar.
– McCord es un hombre acabado y Willis está muy preocupado por él.
«¿Travis? ¿Qué le pasa a Travis?», se preguntó. El corazón se le aceleró de temor.
– Willis Henderson siempre se preocupa demasiado por todo.
– Y tiene buenas razones para hacerlo. Tiene a McCord de socio, por el amor de Dios. Lo ve todos los días.
– Y él piensa que Travis se está…
– Hundiendo -Wade completó la frase por él.
Savannah se quedó sin respiración.
– Absurdo -replicó Reginald-. Ese chico es muy duro.
– Willis dice que desde que falleció su mujer ya no es el mismo.
– Mira, Wade, yo te digo que Willis Henderson está exagerando. Es una costumbre que tienen los abogados. Travis McCord terminará siendo el nuevo gobernador de este Estado, ya lo verás.
– No sé. Yo, desde luego, no cuento con ello para nada.
– Claro que no -Reginald parecía frustrado, contrariado-. Dios mío, los contables sois siempre tan conservadores…
– No hay nada malo en ser conservador. Si tú hubieras sido un poquito más conservador durante estos cinco últimos años, ahora mismo no estaríamos tan mal.
– ¡Es que no estamos tan mal! -rugió Reginald.
– Yo diría que tener cero dólares en efectivo es estar bastante mal.
Savannah, sintiéndose culpable por haber estado escuchando a escondidas, entró por fin en la habitación. Reginald y Wade, ambos sentados ante la mesa, levantaron los ojos de sus tazones de café.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó directamente a su padre.
Reginald volvió a bajar la vista antes de lanzar una mirada de advertencia a Wade.
– Bueno, de nada. Wade, que está un poco preocupado por nuestra falta de liquidez.
– ¿Tan mala es la situación? -miró a su cuñado.
– Sí -respondió éste incómodo, acariciándose el bigote rubio.
– No -Reginald sacudió la cabeza-. Lo que pasa es que Wade es demasiado… precavido.
– En eso consiste mi trabajo, ¿no? -replicó él.
– ¿Qué estabais diciendo sobre Travis? -inquirió Savannah mientras se acercaba a la nevera. Aunque aparentaba indiferencia, le sudaban las palmas de las manos.
– Ah, nada serio -repuso Reginald, apretando la mandíbula-. Ese socio suyo, Henderson, anda algo preocupado por él. Dice que Travis está… deprimido. Probablemente esté un poco alicaído después de aquel último caso que ganó. Consiguió un montón de publicidad con el caso Eldridge y todos sabemos lo difícil que resulta retomar la rutina diaria después de un éxito semejante. Será una pequeña resaca después de un gran éxito. Como nos pasó a nosotros después de que Mystic ganara el Gran Premio.
– ¿Así que crees que seguirá optando al cargo de gobernador?
– Yo creo y confío en que sí -contestó Reginald, lanzando una elocuente mirada a su yerno.
Savannah sacó un par de latas de la nevera y cerró la puerta.
– ¿Os llamó Willis Henderson? ¿Fue así como os enterasteis de la «depresión» de Travis?
– No -su padre evitó mirarla.
– Yo me lo encontré en el hipódromo -se apresuró a explicarle Wade-. Ayer mismo, en el Hollywood Park.
Savannah arqueó una ceja, escéptica. Percibía claramente que Wade y su padre le estaban ocultando algo, pero no podía ocuparse de ello en aquel momento. Joshua la estaba esperando en las cuadras y no quería decepcionarlo.
– Desde que has llegado al rancho -esa vez se dirigió a Wade-, ¿te has molestado en hablar con Joshua?
– ¿Eh? Bueno, no. Llegué ayer por la noche y esta mañana se levantó temprano para ir al colegio. No he tenido mucho tiempo para hacerlo -se removió incómodo en su silla.
– Quizá necesite que su padre le haga un poco más de caso.
– Yo… eh… hablaré con él esta noche, cuando no esté tan ocupado.
– A mí me parece que sería una buena idea -repuso Savannah antes de salir de la oficina con un nudo de preocupación en el estómago. Conocía los problemas económicos del rancho, por supuesto, siempre los habían tenido, pero el tono de la conversación de su padre con Wade la había alarmado. Sobre todo por las referencias a Travis.
– ¿Qué te pasa, tía Savvy? -le preguntó Joshua poco después.
Mientras sacaba los caballos de las cuadras, Savannah intentaba pensar en todo menos en Travis.
– ¿Qué? Ah, nada, Josh -dijo montando a Mattie. No pudo evitar recordar aquel lejano verano en que Travis la había visto montada en aquella misma yegua-. ¿Te parece que hoy llevemos los caballos al estanque?
– Pero si a ti nunca te gusta ir al estanque… -señaló el niño después de montar a Jones.
– Ya lo sé -ella sonrió, triste-. Pero hoy es diferente, vamos.
Puso la yegua al trote y Joshua la siguió a lomos del jaco. El sendero flanqueado de árboles se había llenado de maleza. El estanque, habitualmente liso y tranquilo, parecía haber absorbido el color plomizo del cielo.
– ¿Por qué querías venir aquí? -inquirió Joshua mientras saboreaba su refresco.
– No lo sé -admitió ella con la mirada fija en el pequeño lago-. Antes me gustaba mucho este lugar.
Joshua contempló los árboles yermos y secos, las rocas desnudas y las orillas llenas de lodo.
– Pues si quieres saber mi opinión, a mí me da un poco… de miedo.
– Sí, tal vez tengas razón -susurró, repentinamente estremecida-. Venga, vamos a volver a los potreros -«y así quizá deje de una vez por todas de pensar en Travis», añadió para sus adentros.
Todo había empezado hacía poco más de un mes, reflexionó Travis con gesto adusto, tras su encuentro con Reginald Beaumont y Wade Benson en el hipódromo. El encuentro en sí no tenía nada de raro. Al fin y al cabo, el mejor potro de Reginald, Mystic, corría ese día. Y Wade era quien dirigía el rancho bajo la guía de su suegro.
Lo extraño era que Reginald estuviera en el hipódromo también con Willis Henderson, su socio del bufete. Henderson jamás le había mencionado que le interesaran las carreras de caballos y no parecía normal que Reginald y Willis se conocieran, a no ser por medio de él. Cuando había preguntado después a su socio, Willis evitó hablarle de aquel día.
Algo más tarde, cuando se enteró de que Savannah había vuelto al rancho con su padre y con Wade, Travis había empezado a pensar en ella. Y ahora tenía la impresión de que no podía pensar en nada ni nadie más.
Parecía que no estaba dispuesta a dejarlo en paz, ni siquiera después de aquellos nueve largos años. En los momentos más inoportunos, la imagen de Savannah regresaba a su mente con absoluta nitidez, tal y como la había encontrado nadando desnuda en el estanque…
– ¡Señor McCord! -la voz chillona de Eleanor Phillips lo devolvió a la realidad y la imagen de Savannah se desvaneció rápidamente. Travis se concentró en la mujer de aspecto sofisticado que se hallaba sentada al otro lado del escritorio-. ¡No ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho!
– Eh, claro que sí -esbozó una sonrisa de disculpa-. Me estaba hablando de la mujer que su marido conoció en Mazatlán.
– La niña, querrá decir. ¡Si apenas tiene veinte años! -exclamó Eleanor Phillips, indignada-. Usted sabe que lo único que persigue esa cría es el dinero de Robert… Es decir, mi dinero.
Travis siguió escuchando, impaciente, sus quejas sobre las numerosas aventuras de su marido. Mientras la mujer continuaba explayándose sobre las indiscreciones de Robert Phillips, él desvió la mirada hacia la ventana y advirtió que estaba oscureciendo. Miró su reloj: las cinco y media. ¿Dónde estaría Henderson, su socio? ¿Y por qué no estaba encargándose en aquel momento de Eleanor Phillips?
Demasiadas cosas que no encajaban habían sucedido últimamente en el bufete, y Travis estaba ansioso de comentarlas con Henderson.
– Como usted comprenderá, señor McCord, el divorcio es inevitable. Quiero que contrate al mejor detective privado de Los Ángeles y…
– Yo no me dedico a divorcios, señora Phillips. Intenté decírselo por teléfono. Y hace un momento también, nada más verla entrar por esa puerta. Usted me mintió: me dijo que quería verme por una maniobra de una empresa competidora.
La mujer se ruborizó ligeramente y Travis comprendió que la había ofendido. El caso era que no podían importarle menos ni Eleanor Phillips, ni la vida sexual de su marido ni Industrias Phillips. Tal y como Henderson le había reprochado numerosas veces, sufría de un grave caso de «falta de estímulo». Y el hecho de pensar continuamente en Savannah sólo empeoraba las cosas.
– Pero yo siempre he trabajado con su bufete -se quejó Eleanor, acariciándose nerviosa el collar de perlas.
– En asuntos financieros -precisó Travis, intentando mantener la calma. Esa mujer sólo quería divorciarse de su marido, tampoco era ningún crimen.
– Ah, entiendo -dijo muy digna, recogiendo su bolso-. Desde el caso Eldridge, parece que su bufete es demasiado importante para hacerse cargo de un asunto tan sencillo como mi divorcio…
– Eso no tiene nada que ver.
– Ya.
– Estoy seguro de nuestros socios, o quizá el mismo señor Henderson pueda ayudarla. «Si llego a encontrar a ese canalla», añadió para sus adentros-. Yo hablaré con él.
– ¡Lo quiero a usted, señor McCord! Y creo que, de alguna manera, está obligado a encargarse personalmente de este asunto. Después de todo, necesito una discreción absoluta. Y usted posee una reputación intachable.
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