Travis esbozó una mueca al escuchar aquel ridículo cumplido. Y en lugar de sentirse halagado, sufrió un repentino ataque de buena conciencia.

– Ya le he dicho que yo no trabajo divorcios.

– Pero yo sé que usted me hará ese favor.

Le entraron ganas de hacer entrar un poco de razón en la caja registradora que aquella mujer tenía por cabeza. Había conocido a demasiadas millonarias en su vida. Estaba harto. Se aflojó el nudo de la corbata. Se estaba ahogando en aquella oficina.

– No se olvide de que ya he contribuido económicamente a su campaña…

– ¿Qué?

– Mi donación…

– ¿De qué diablos está hablando? -un peligroso brillo asomó a sus ojos.

– Bueno, se trata de una donación bastante importante -prosiguió, complacida-. El señor Henderson se ocupó de todo lo necesario y me aseguró que usted se haría cargo personalmente de mi divorcio. También me dijo que me garantizaba que mi marido no me quitaría un céntimo de mi fortuna: al contrario, incluso que perdería buena parte de la suya…

Travis apretó la mandíbula y sus labios se curvaron en una sonrisa sombría.

– ¿Cuándo habló usted con el señor Henderson?

– La semana pasada… No, fue hace dos, cuando llamé para concertar una cita con usted.

«Hace dos semanas. Justo cuando descubrí las irregularidades de los libros de contabilidad», dijo Travis para sus adentros.

Eleanor Phillips se levantó de la silla y lo miró fríamente.

– Será franca con usted, señor McCord. Quiero divorciarme lo antes posible de mi marido y espero que usted lo deje sin blanca.

– Señora Phillips -él se levantó también, inclinándose hacia ella con gesto amenazador. Tenía la voz muy tranquila, como si estuviera hablando con un niño-. Ya le he dicho que yo no llevo divorcios. No sé lo que le dijo exactamente el señor Henderson, pero yo todavía no he decidido presentarme a gobernador del Estado.

– Bueno, ya sé que no es oficial…

– Y tampoco sé nada de su donación. Porque si ése hubiera sido el caso, no la habría aceptado. De todas formas, puede usted estar segura de que el señor Henderson se la devolverá -«aunque para ello tenga que romperle todos los huesos», añadió en silencio.

– Entonces quizá sea mejor que hable con él. Porque le firmé un cheque de cinco mil dólares. Buena suerte, gobernador.

En el instante en que Eleanor Phillips abandonó el despacho, Travis marcó la extensión del despacho de Henderson. No hubo respuesta.

– Maldito miserable… -masculló, y colgó de golpe. Recogió su chaqueta y se la puso a toda prisa-. ¿Se puede saber a qué diablos estás jugando conmigo?

Antes de salir, barrió la habitación con la mirada y frunció el ceño al ver la carísima caja de música que había en un estante, acumulando polvo: era un regalo de Melinda. El escritorio era de caoba labrada y cientos de tomos de leyes encuadernados en piel llenaban la estantería de oscura madera de castaño. El armario de bebidas reunía los licores más selectos. La alfombra la había adquirido en Italia el decorador personal de Henderson.

– Hoy, amigo mío, has ido demasiado lejos -sacudió la cabeza-. Hemos terminado. Punto. ¡Finito! -salió al área de recepción-. ¿Dónde está Henderson? -preguntó a la secretaria.

– No lo sé -la joven revisó rápidamente su agenda-. Hoy tenía una cita fuera.

– ¿Con quién?

– Lo ignoro -respondió, obviamente avergonzada-. No me lo dijo.

– ¿Se lo preguntó usted?

– Oh, desde luego.

– ¿Y?

– Me dijo que era un asunto personal -se encogió de hombros.

– Estupendo. Fantástico -se frotó los doloridos músculos del cuello-. Ya sé que es tarde y que está a punto de marcharse. Pero si Henderson llega antes de que usted se vaya, dígale que me llame.

– Descuide.

– Y quiero hablar con nuestro contable. Llame a Jack y asegúrese de que pueda pasarse por la oficina esta semana.

– ¿Jack Conrad? -inquirió, confundida.

– Sí, el contable de la empresa.

– Pero si él ya no lleva nuestra contabilidad…

Travis ya se dirigía hacia la puerta cuando se detuvo en seco. Aquel día estaba empeorando por momentos.

– ¿Qué quiere decir?

– Yo… eh… creí que ya lo sabía. Es Wade Benson quien la lleva ahora.

– ¡Benson! -exclamó cerrando los puños.

– ¿Es que no se lo ha dicho el señor Henderson?

– ¿Está segura?

– Sí -miró extrañada a Travis antes de sacar algo de un cajón-. Aquí guardo una copia de la carta de ofrecimiento del señor Benson y la respuesta del señor Henderson. Los honorarios del señor Benson eran mucho más bajos que los del señor Conrad.

– Pero si el señor Benson no tiene clientes… Trabaja para Reginald Beaumont como administrador del rancho -«con Savannah», pensó con tristeza. ¿Acaso no había estado buscando una excusa para volver a verla? Parecía que Willis Henderson acababa de ofrecérsela en bandeja de plata.

La joven rubia se encogió de hombros.

– Quizá haya aceptado el puesto para hacerle un favor. Usted conoce al señor Benson desde hace mucho, ¿verdad?

– Sí -pero entonces ¿por qué Henderson no le había contado nada de todo aquello?

Travis abrió las puertas de cristal y bajó los tres tramos de escaleras hasta el vestíbulo del edificio. Abismado en sus reflexiones, se dirigió hacia su coche. En aquel instante nada le habría gustado más que retorcerle el cuello a aquel estirado de Willis Henderson. Aceptar un donativo, legal o no, de Eleanor Phillips no era el primer intento de su socio de arrancarle una decisión a la fuerza, pero desde luego iba a ser la última. En cuanto a aquel asunto de los contables…

¡Wade Benson, por el amor de Dios! No confiaba en absoluto en él. Ya era bastante malo que se hubiera casado con la hija mayor de Reginald, Charmaine, la hermana de Savannah, convirtiéndose además en administrador del rancho Beaumont. Ahora, para colmo, se infiltraba en sus dominios. «Pero no por mucho tiempo», prometió para sus adentros.

Travis no quería tener nada que ver ni con Wade, ni con Reginald Beaumont ni con su bella hija. Savannah otra vez. ¿Sería capaz alguna vez de quitársela de la cabeza? Sonrió, sombrío. «La culpa es tuya», se recordó antes de volver a concentrarse en el problema que tenía entre manos. Ya había decidido lo que iba a hacer durante el resto de tu vida y lo de aspirar a gobernador de California no entraba en absoluto en sus planes. Y si a Willis Henderson, a Eleanor Phillips y a todos los que querían contribuir económicamente a su campaña electoral no les gustaba su decisión… ¡tendrían que aguantarse!

La casa de Henderson estaba al otro lado de la ciudad, en la playa de Malibú. Tardaría cerca de una hora en llegar allí, pero no le importaba. Si su socio no estaba en casa, esperaría. ¿Por qué querría Willis que aspirara al cargo de gobernador? ¿Por el prestigio del bufete Henderson y McCord? Quizá, pero no podía evitar la sospecha de que había algo más.

Por fin llegó a casa de Henderson. Su socio estaba en el sendero de entrada, hablando con alguien. Travis aparcó en la calle y se dedicó a observar. Era demasiado tarde para distinguir con claridad al interlocutor de Willis, pero aun así lo reconoció. Era Wade Benson.

Maldijo entre dientes. Su primer impulso fue encararse con ellos allí mismo, y se dispuso a bajar del coche; pero decidió quedarse cuando percibió algo ligeramente siniestro en aquella reunión casi clandestina. Todo aquello le resultaba tan extraño como inquietante. Wade era el contable del rancho Beaumont, pero era él, y no Henderson, quien llevaba la asesoría jurídica de la empresa de Reginald, al menos en teoría…

Bajó el cristal de la ventanilla. Desgraciadamente estaba demasiado lejos para poder escuchar la conversación. Vio que Wade encendía un cigarrillo y se reía de algún comentario de Henderson. Parecían llevarse muy bien. La furia que corría por sus venas se trocó en fría sospecha. Wade no tardó en regresar a su coche. Antes de abrir la puerta, aplastó la colilla en el suelo.

Así que Wade estaba conchabado con Willis… ¿Qué pintaría en todo aquello el padre de Savannah?, ¿sabría algo de aquella reunión? Probablemente. Travis había visto a Reginald y a Wade en Alexander Park con Willis Henderson cuando el potro de Reginald, Mystic, el favorito, ganó su última carrera. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

Todo lo que había visto u oído hasta el momento podía considerarse una extraña aunque perfectamente casual cadena de acontecimientos. Henderson tenía derecho a despedir a su contable. Y, ciertamente, también a asistir a las carreras de caballos que quisiera… ¡pero no a aceptar un donativo para una campaña electoral que ni siquiera existía! A no ser, por supuesto, que Eleanor Phillips le hubiera mentido…

Se le encogía el corazón cada vez que pensaba en el rancho Beaumont y en que Savannah estaba allí, trabajando con Wade.

– Al diablo con todo -masculló mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la casa.


Savannah estaba sentada ante el escritorio de su padre, revisando la correspondencia, cuando sonó el teléfono.

– Rancho Beaumont -respondió de manera mecánica.

– Querría hablar con Wade Benson. Soy Willis Henderson -dijo una voz autoritaria.

Savannah se irguió en su sillón. Willis Henderson era el socio de bufete de Travis, el hombre que había estado hablando con Wade en el hipódromo. «Quizá algo le haya sucedido a Travis. Un accidente», fue lo primero que pensó. Sintió una punzada de pánico, pero se las arregló para conservar un tono de voz tranquilo.

– Lo siento. El señor Benson ha salido.

– Entonces tal vez pueda hablar con Reginald.

– También se encuentra fuera. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señor Henderson? -Savannah percibió su renuencia, así que añadió-: ¿O prefiere que Wade le devuelva la llamada cuando regrese la semana que viene? -miró el calendario-. Wade debería estar de vuelta el veintitrés.

– Páseme con… con la persona encargada del rancho.

– Está hablando con ella. Yo me ocupo del negocio en ausencia de Wade y de mi padre.

– ¿Su padre?

– Sí, soy Savannah Beaumont -recostándose en su sillón, abandonadas las gafas de lectura, se preparó para lo peor. Seguro que se trataba de una mala noticia- Y ahora… ¿quiere decirme en qué puedo ayudarlo?

– Eh, bueno -vaciló-. Se trata de un asunto relacionado con Travis McCord.

– ¿Qué le pasa? -inquirió, tensa.

– Ha surgido un pequeño problema.

El pulso le latía aceleradamente. Gotas de sudor empezaron a perlarle la frente. Un problema. Era la segunda vez que escuchaba esa palabra en relación con Travis.

– ¿Qué tipo de problema?

Henderson eludió la pregunta.

– Bueno, precisamente por eso quería hablar con Wade.

Savannah frunció el ceño. Travis y Wade nunca se habían llevado bien. Y Henderson se había encontrado con Wade en Hollywood Park…

– Como le he dicho, el señor Benson se encuentra ausente y no volverá hasta la semana que viene, dos días antes de Navidad. Sin embargo, si a Travis le ocurre algo, me gustaría saber de qué se trata.

– Mire, señorita Beaumont…

– Savannah.

– Sí, bueno, Savannah entonces. No quiero preocuparla, pero Travis… Travis, bueno, no se encuentra bien.

– ¿Qué quiere decir? -el corazón por poco dejó de latirle-. ¿Es que ha sufrido un accidente?

– No. No…

«¡Gracias a Dios!», exclamó ella para sus adentros.

– … pero, bueno, para ser franco, Travis está deprimido. Ha perdido todo interés por el trabajo, no se pasa por el bufete, se niega a reunirse conmigo… Y los planes de presentarse a gobernador de aquí a un par de años… los ha tirado por la borda. Ya no está interesado. Ni en eso ni en nada -una vez que se hubo soltado, Henderson hablaba de corrido, sin titubeos-. Probablemente sabrá que no es el mismo desde la muerte de su esposa, pero yo confiaba en que se recuperaría. Cuando Melinda falleció, se sumergió en su trabajo, sobre todo con el caso Eldridge. Pero ahora que el caso está cerrado, parece que ha perdido también todo deseo de vivir. Yo diría que es un hombre… acabado.

Savannah intentaba pensar con claridad, pero sus preocupaciones estaban centradas en Travis, el hombre al que debería odiar, y sin embargo…

– No lo entiendo. Han pasado más de seis meses desde el fallecimiento de Melinda…

– Lo sé, lo sé -suspiró-. Al principio pareció superarlo, obsesionándose con el caso Eldridge. Pero una vez que ganó el caso y consiguió toda esa publicidad… Bueno, también se habló de sus aspiraciones a convertirse en gobernador, pero sospecho que todo eso ha quedado en nada. Ha llegado a un punto en que ya ni se molesta en aparecer por el bufete. Hasta ahora yo le he estado cubriendo las espaldas, pero no sé durante cuánto tiempo más podré hacerlo. Y con todos esos rumores que corren sobre sus aspiraciones a gobernador… No creo que nosotros podamos seguir escondiendo la situación.