– Yo nunca… -se dispuso a protestar, pero decidió callarse. No estaba preparada para mantener una conversación sobre el pasado. Todavía no. Necesitaba tiempo para analizar y revisar sus sentimientos Travis-. Así que es por eso por lo que has vuelto al rancho.
– Ésa es una razón -admitió, mirando al frente. Bajo la lluvia, una borrosa e interminable hilera de luces se desplegaba ante ellos-. Creo que ya va siendo hora de que aclare de una vez las cosas contigo y con tu familia. Por cierto, ¿dónde está Wade?
– Con papá, en Florida. Están pensando en trasladar allí algunos potros para la primavera. Cuando Mystic ganó el Gran Premio, papá decidió que había llegado el momento de llevar a los más fuertes a la Costa Este.
– ¿Y tú estás en desacuerdo con esa decisión?
– El Gran Premio sólo es una carrera, un momento de gloria. Después de ganar en Pimlico, papá se encontraba en el quinto cielo y realmente esperaba que Mystic ganara el Belmont -movió la cabeza con expresión entristecida-. Y el resultado fue que Supreme Court, el ganador del Derby, repitió hazaña. Mystic terminó sexto. No ha ganado nada desde entonces. Ahora está de vuelta en el rancho y papá tiene que decidir entre ponerlo a correr el año que viene, venderlo o dejarlo como semental.
Travis no hizo ningún comentario. En lugar de ello se dedicó a mirarla de arriba abajo, reparando en sus botas de montaña, sus viejos tejanos, su suéter azul y su abrigo de ante. Sus ojos grises parecían desnudarla.
– Eso sigue sin explicar por qué has venido al aeropuerto.
– Cuando Henderson llamó, no me quedaba mucho tiempo.
– Bien -volvió a recostarse en su asiento-. Quizá sea mejor que no vea a tu cuñado por ahora. En cuanto a ti… -le puso una mano en un hombro-, ya puedes ir haciéndote a la idea de que, al final, tendremos que hablar de lo sucedido. Tanto si quieres como si no.
– No quiero.
– Ya, por eso fuiste al aeropuerto sola, ¿verdad? -soltó una carcajada antes de retirar la mano-. Mientes, Savannah. Sabes perfectamente que nunca has mentido bien.
– Yo creía que venías al rancho para hablar con Wade.
– Sí, con él también. Y no va a gustarle nada lo que tengo que decirle.
– ¿De qué se trata?
– Será mejor que se lo diga en persona.
Savannah frunció el ceño mientras salía de la autopista y tomó la carretera que atravesaba las colinas que rodeaban el rancho. El agua de lluvia corría en torrentes por las cunetas.
– ¿Sinceramente crees que pensaba sonsacártelo para después avisar a Wade? -la idea se le antojaba tan absurda que estuvo a punto de soltar una carcajada.
– ¿No te llevas bien con tu cuñado?
– No es ningún secreto que no. Y la antipatía es mutua. Pero no hay nada que hacer al respecto. Es el marido de Charmaine y me tengo que aguantar.
– Y la mano derecha de tu padre -le recordó Travis.
– Eso parece -repuso, irónica. En su opinión, Wade Benson era un canalla de primera clase. Desgraciadamente nadie en el rancho compartía esa opinión, excepto quizá Virginia, que jamás diría nada en contra de su yerno.
– ¿Qué me dices de ti? -preguntó él con tono suave.
– Yo… ¿qué?
– Creía que ibas a casarte con ese tal Donald…
– David -lo corrigió.
– Eso. ¿Qué sucedió?
Savannah se encogió de hombros.
– Cambié de idea.
– Y te asustaste, ¿verdad?
Por un momento estuvo a punto de estallar. Pero cuando lo miró, descubrió un brillo de diversión en sus ojos que le recordó al Travis de antes. Al hombre que había amado.
– Sí, me asusté. David no buscaba una esposa a la que le gustara trabajar con caballos. Me dijo que no le gustaba el olor a caballo y que se ponía a estornudar cada vez que se acercaba a una cuadra.
Travis se sonrió.
– Entonces ¿qué diablos estaba haciendo contigo?
– Creía que podía cambiarme.
– Me acuerdo -repuso Travis, evocando la noche que había querido estrangular a David Crandall, cuando se atrevió a propasarse con ella-. Crandall no te conocía muy bien, ¿verdad?
Savannah podía sentir la mirada de Travis clavada en su rostro, pero mantuvo la vista al frente.
– Supongo que no.
– ¿Todavía lo ves?
– De cuando en cuando. Está casado y tiene dos hijos -se sonrió-. Con una respetable y digna esposa que renunció a su carrera como intérprete de música de cámara.
– Vaya.
Todavía sonriendo, Savannah sacudió la cabeza.
– No sufrí nada. Bueno, quizá mi orgullo sí, un poco. Se casó con Brenda sólo tres meses después de que rompiéramos. Pero al final todo fue para mejor.
– ¿Estás segura? -la miró pensativo.
– Sí. ¿Puedes imaginarme de esposa de un arquitecto viviendo en San Francisco?
– No.
– Yo tampoco.
– Así que regresaste al rancho.
Después de pasarse cuatro años en la universidad y tres trabajando para una empresa de inversiones de San Francisco, nada había añorado más que volver con su familia y su rancho de caballos.
– Me cansé de la gran ciudad.
Abandonó la carretera principal para tomar el desvío del rancho Beaumont. Campos de algodón salpicados de robles flanqueaban la pista de asfalto que terminaba en la casa principal. Una vez aparcado el deportivo en el garaje, Travis sacó su equipaje y se quedó mirando el edificio de dos pisos.
– Hay cosas que no cambian nunca.
Pensando en su madre, Savannah no pudo menos que disentir. Le tocó ligeramente un brazo, como si quiera contarle algo importante.
– Quizá más de lo que parece.
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que deberías saber que… -se aclaró la garganta- que mamá no está bien. Ha sufrido varios ataques cardiovasculares seguidos. Pequeños, pero varios. El caso es que no está bien.
– ¡Ataques cardiovasculares! -exclamó, incrédulo-. ¿Por qué nadie me dijo nada?
– Porque así lo quiso mamá.
– ¿Por qué? -la miraba furioso.
– Mamá no quería molestarte. Tú ya tenías suficientes problemas, ya sabes -como todavía no parecía muy convencido, se lo dijo a las claras-: Sufrió el primer ataque una semana después del accidente de Melinda. Mamá no quería preocuparte más de lo que ya estabas.
– Eso fue hace seis meses.
– Y los siguientes ataques, todos muy seguidos, se produjeron cuando estabas en pleno caso Eldridge.
– De todas formas alguien debería habérmelo dicho. Tú, por ejemplo.
– ¿Yo? ¡Pero si no podía!
Travis se apoyó tranquilamente en el coche.
– ¿Y por qué no, Savannah?
– Mamá insistió en ello y papá…
– Tu padre quería mantenerme en la ignorancia, ¿verdad?
Savannah sacudió la cabeza.
– Él sabía lo importante que era ese caso para tu carrera, sabía que estabas muy afectado por la muerte de Melinda. Sólo pensaba en tu bien.
– ¡Al diablo con mi bien! -tronó, agarrándola por los hombros, frustrado-. Tengo treinta y cuatro años, Savannah. ¡No necesito que nadie se erija en mi protector y, menos que nadie, tu padre!
– Pero mamá…
– ¿Dónde está?
– En casa, seguramente en su habitación.
La soltó, procurando dominarse.
– Cuéntamelo todo. ¿Es grave?
Savannah apretó los dientes. A pesar de la petición que Virginia le había hecho, no podía mentirle.
– No está bien, Travis. Muchos días ni siquiera es capaz de bajar de la habitación.
– ¿Por qué no está hospitalizada?
– Porque en el hospital no pueden hacer nada más por ella. Una enfermera particular viene todos los días.
– Estupendo -comentó con un suspiro-. Maravilloso. Y nadie se molestó en decirme nada -se frotó los músculos del cuello-. Voy a verla.
– Desde luego.
Entraron en la casa. Nada más quitarse el abrigo, Travis se dirigió hacia las escaleras con gesto decidido.
Savannah hizo amago de seguirlo, pero se detuvo. Virginia querría estar a solas con Travis. Había sido como una segunda madre para él y no deseaba en absoluto entrometerse en una conversación privada. Así que bajó de nuevo las escaleras y se metió en el despacho de su padre.
Desgraciadamente, no fue capaz de concentrarse en la montaña de facturas que tenía que examinar. Todos sus pensamientos volvían de continuo a Travis y al verano que habían compartido nueve años atrás.
– Eres una estúpida -masculló, exasperada. Levantándose, se puso a pasear por la habitación.
Al cabo de unos minutos decidió salir a echar un vistazo a las cuadras. Hablaría con Lester Adams, el preparador de caballos, para preguntarle cómo se estaba desarrollando el entrenamiento. Hablar directamente con Lester era habitualmente responsabilidad de su padre, pero dado que se hallaba en Florida, Savannah no iba a tener más remedio que enfrentarse a aquel oso gruñón. Y escuchar tanto sus quejas como sus alabanzas sobre los caballos…
– Reginald debería haberlo vendido -le dijo Lester por segunda vez, apoyado en la cerca-. Parece bueno, pero es muy indómito. Se trabaja mal con él.
– A Mystic le pasaba lo mismo -le recordó Savannah con una sonrisa, mientras observaba a Vagabond correr con la fluida gracia de un verdadero campeón. Era un precioso potro zaino, de ojos oscuros y paso ágil, fluido.
– Es distinto.
– Pero tiene el mismo carácter. Además, yo creía que te gustaban los potros «con fuego», como dices tú.
– ¡Fuego sí, pero éste es un infierno! -Lester sacudió la cabeza y frunció sus espesas cejas grises, frustrado-. Es diabólico.
– Podría ser un campeón.
– Si no se autodestruye antes -el anciano apoyó la bota en un listón de la cerca mientras seguía estudiando al animal-. Tiene velocidad, es cierto.
– Y corazón.
Lester se echó a reír.
– ¡Corazón! Yo lo llamo maldita obstinación. No hay más.
– Sé que acabarás convirtiéndolo en un ganador -le aseguró Savannah-. Como hiciste con Mystic.
El preparador rehuyó su mirada.
– Será todo un desafío.
– De los que te gustan a ti.
– Mmm -se sonrió-. Ya basta, Jake -ordenó al mozo que estaba montando al potro.
– De acuerdo -el pequeño jinete desmontó ágilmente-. Voy a cepillarlo un poco.
Lester asintió con la cabeza. Después de bajarse la visera de la gorra, sacó un arrugado paquete de cigarrillos de un bolsillo de la camisa.
– Así que Travis ha vuelto hoy -dijo mientras encendía uno. Apoyado en la cerca, miró a Savannah a través de una nube de humo azul.
– Ahora mismo está en casa.
– ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
– No lo sé, pero lo dudo. Sólo ha traído una bolsa de viaje. Quiere hablar con Wade.
– ¿Acerca de lo de aspirar a presentarse a gobernador?
– No lo sé -admitió-. No se lo he preguntado.
– No lo entiendo.
– ¿El qué?
– Todo me parece muy raro. A Travis siempre se le dieron bien los caballos. Sé que le gustaba trabajar con ello, eso fue obvio desde el principio. Yo tenía una intuición con ese chico, la sensación de que… bueno, de que se quedaría aquí, en el rancho. Pero me equivoqué. En lugar de quedarse, fue a la universidad y se convirtió en abogado… y apenas volvió a poner el pie en este lugar. Nunca lo entendí -tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota-. Y para colmo, tu hermana va y se casa con Wade Benson…, aunque supongo que tendría sus razones. Pero Benson, por el amor de Dios, un hombre incapaz de diferenciar un jaco de un purasangre, renuncia a su vez a su trabajo como contable para ponerse a trabajar con caballos…
– Wade lleva la contabilidad del rancho.
– Sí, pero no sólo eso. También lo dirige.
– Lo sé. Papá está pensando en retirarse a causa del estado de mamá.
– Una lástima lo de tu madre -repuso Lester en voz baja. Un brillo de tristeza asomó a sus ojos oscuros.
– Sí.
– Una verdadera lástima -masculló, aclarándose la garganta-. Bueno, supongo que será mejor que vaya a echar un vistazo a los chicos… para asegurarme de que se ganan bien el pan -y se dirigió hacia el establo de los potrillos.
Savannah regresó a la casa, pensando todavía en Travis. Minutos después se quitaba sus botas en el porche trasero, se agachaba para acariciar a Arquímedes, el gran perro ovejero de su padre, y entraba en la cocina. Sadie Stinson, la cocinera y ama de llaves, estaba ocupada preparando la comida.
– Huele maravillosamente bien -comentó, asomándose al horno-. Me muero de hambre. Me he perdido la comida.
Sadie Stinson chasqueó los labios con expresión reprobadora.
– ¡Qué vergüenza!
– Oh, no te creas. A juzgar por el aspecto que tiene esto, la espera habrá merecido la pena.
– No conseguirás nada con tus zalamerías -gruñó, aunque resultaba evidente que le había gustado el elogio-. Anda, sube a arreglarte un poco. Serviré la cena dentro de media hora.
– No puedo esperar tanto -replicó. Su estómago suscribió sonoramente la frase.
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