– ¡Dev!
Emma le tiró de la mano, reclamando su atención. Un ceño afeaba el habitual equilibrio de sus facciones.
Emma, su prometida, una mujer rica, bien relacionada que iba a proporcionarle todo lo que siempre había querido.
Dev nunca le había hablado de su precipitado y fracasado primer matrimonio. Eran muchas las cosas que no le había contado a Emma. Se decía a sí mismo que era porque había puesto fin a sus indiscreciones del pasado, pero lo cierto era que su prometida era una mujer celosa y posesiva y no podía predecir su reacción ante una revelación como aquélla. Dev no quería ponerla a prueba y arriesgar el castillo de naipes que había levantado para sí mismo y para Chessie.
Un gélido cosquilleo de tensión descendió por su espalda. El daño que Susanna podría llegar a hacerle era incalculable. Si revelaba el más mínimo detalle de su pasado, Emma pondría fin a su compromiso y Dev perdería todo aquello por lo que tanto había trabajado.
Observó que Susanna se acercaba y posaba la mano en el brazo de Fitz con un gesto de evidente confianza. Inclinaron la cabeza el uno hacia el otro. Ella le sonreía a su acompañante como si fuera el hombre más fascinante del universo. Fitz, pensó Dev, parecía completamente deslumbrado. Se sonrojaba como un joven enamorado por primera vez.
Susanna alzó la mirada y la cruzó con la de Dev durante un largo momento. Dev no fue capaz de interpretar su expresión. Continuaba sin haber en ella ninguna señal de reconocimiento y no había el menor rastro de nerviosismo en su comportamiento.
Dev sintió frío, mucho frío. Se enderezó, cuadró los hombros y se preparó para ser presentado a su esposa, que creía fallecida.
Capítulo 2
Susanna no le reconoció hasta que ya era demasiado tarde para salir corriendo e igualmente imposible esconderse. Aunque, por supuesto, lo de correr no era su estilo.
El baile que habían organizado los duques estaba abarrotado y la presión de los invitados había dificultado la visión de Susanna. Hacía un calor sofocante en el salón, apenas se podía respirar y el ruido era tal que no podía oír lo que Fitz le decía mientras la acompañaba a lo largo de la pista. Le había comentado algo sobre que quería presentarle a unos amigos, un gesto que Susanna había considerado muy amable, puesto que no conocía a nadie en Londres. Y en el momento en el que la multitud se había despejado, se había descubierto mirando a James Devlin. El aire había abandonado sus pulmones, la cabeza había comenzado a darle vueltas y había estado a punto de desmayarse. Solo una rígida autodisciplina había impedido que terminara en el suelo.
Fitz no había notado su incomodidad. No era, pensó Susanna, un hombre observador. Atractivo, encantador, mimado, arrogante… Había descubierto aquellos rasgos de su personalidad a los cinco minutos de ser presentados. A los diez, ya sabía que era un enamorado de los caballos y los vinos. Quince minutos después, había llegado a la conclusión de que era un hombre sensible a la belleza de una mujer, algo que le sería útil, puesto que era una mujer bella y estaba decidida a seducirle.
Fitz continuaba hablando cuando se acercaron al grupo de personas entre las que se encontraba James Devlin. No tenía la menor idea de lo que le decía, pero, afortunadamente, no parecía esperar ninguna réplica por su parte. Lo único que Susanna veía frente a ella era a Devlin. De lo único que era consciente era de su altura, de la anchura de sus hombros y de la frialdad de sus ojos azules mientras la recorrían con absoluto desdén. Imaginaba que no podía culparle por ello. Había sido ella la que le había abandonado antes de que la tinta de su contrato matrimonial se hubiera secado, antes de que las sábanas se hubieran enfriado tras su noche de amor.
Susanna alzó la barbilla y enderezó la espalda. Había estado fingiendo durante tanto tiempo que, seguramente, no le resultaría difícil borrar toda expresión de su rostro y ocultar el hecho de que estaba temblando por dentro. Pero aun así, le resultó extraordinariamente difícil hacerlo. Deslizó su mirada sobre Devlin en una lenta apreciación. La fuerza con la que le latía el corazón contra las costillas contradecía la calculada frialdad de su mirada.
Había una autoridad y una confianza innata en Devlin que contrastaban con la deslumbrante juventud del joven de dieciocho años que tan bien recordaba. Ya a esa edad era un hombre enérgico y brillante, pero también impaciente y falto de experiencia. Era como si el mundo, con sus afiladas aristas, todavía no hubiera endurecido su alma.
Una carencia que, ciertamente, había salvado en el lapso de aquellos años. Tenía los hombros anchos, el pecho fuerte. Estaba más alto, más musculoso, definitivamente, más hombre que el joven que recordaba, y tan guapo que su rostro podría haber sido calificado como femeninamente bello si no hubiera sido por la fuerza de su mandíbula y lo pronunciado de sus pómulos, que restaban de su rostro cualquier suavidad. Susanna sintió un repentino y completamente inesperado arrepentimiento al ver al joven al que ella había conocido convertido en un hombre tan formidable. Jamás lo habría imaginado. Pero años atrás había tomado una decisión. Ya no era momento de arrepentimientos. La vida le había enseñado que los arrepentimientos no eran más que una forma de indulgencia para con uno mismo.
Vio a la bonita rubia que se aferraba al brazo de Devlin. En eso no había cambiado, por lo visto. Por supuesto, le importaba muy poco después de nueve años. Pero siempre había mujeres rondando a James Devlin, como las abejas revoloteando alrededor de la miel. Devlin sabía que era un hombre atractivo y era consciente del efecto que tenía en las mujeres. El gesto arrogante con el que inclinaba la cabeza así lo decía.
La estaba observando. No había apartado la mirada de ella desde que había cruzado la pista de baile del brazo de Fitz. Se arriesgó a mirarle de nuevo a los ojos y estuvo a punto de quedarse paralizada ante lo que vio allí. En vez de la indiferencia que había esperado, encontró un fiero desafío y una turbulenta sensualidad que parecían demandar una respuesta desde algo tan profundo de ella que se estremeció visiblemente. El estómago le dio un vuelco. El pulimentado parqué del salón de baile pareció mecerse bajo sus pies. El corazón se le aceleró todavía más al ver la mirada de Devlin fija en su cuello, donde un diamante prestado reposaba su frenético pulso. De pronto, Susanna se sintió empapada en sudor y supo que había palidecido. Supo también que Devlin había visto el resplandor traicionero del diamante que parecía moverse en respuesta al martilleo de su pulso. Advirtió que curvaba la comisura de los labios en una perturbadora sonrisa de masculina satisfacción. Y descubrió algo más que no había cambiado en él: su orgullo.
Susanna alzó la barbilla y le dirigió una sonrisa de profundo desagrado salpicada de desafío. Había demasiadas cosas en juego como para salir huyendo, aunque todo su instinto la impulsaba a huir.
La chica que estaba a la izquierda de Devlin, la mujer que Fitz quería presentarle, era, evidentemente, la hermana de Dev. Compartía la misma estructura del rostro, los mismos ojos azules y el pelo rubio dorado. Susanna se mordió el labio. Aquélla era la mujer de la que los duques de Alton pretendían separar a Fitz, sirviéndose de ella. La chica a la que iba a destrozarle la vida. La chica a la que debía robarle el marido.
Era una desgraciada casualidad que aquella mujer a la que la duquesa se había referido despectivamente como «el capricho de Fitz», hubiera resultado ser la hermana de Devlin.
– Lady Carew -Fitz, sonriente, se acercó a la hermana de Devlin-. ¿Podría presentaros a la señorita Francesca Devlin? Chessie, ésta es Caroline, lady Carew, una amiga de mis padres que ha llegado recientemente a Londres desde Edimburgo.
Susanna sintió, más que vio, que Devlin se tensaba al oír su nombre, pero se obligó a no mirarle. Francesca Devlin hizo una elegante deferencia. La luz de las velas arrancó destellos cobrizos y bronceados de su pelo. Sus ojos fueron cálidos, su saludo, incluso cariñoso. Susanna admiró su táctica. Cuando un atractivo marqués te presenta a una mujer hermosa, lo mejor es fingirse encantada con aquella nueva conocida.
Era una de las normas del manual de una aventurera. En otras circunstancias, pensó Susanna, podría haber disfrutado haciéndose amiga de la señorita Francesca Devlin, con la que tenía muchas cosas en común. Desgraciadamente, le estaban pagando una generosa suma de dinero para engatusar a Fitz y hacerle olvidarse de Francesca, lo cual no era la base más prometedora para una amistad.
James Devlin cambió de postura. Susanna le miró a los ojos y reconoció en ellos su abierto antagonismo. A diferencia de Francesca, no se molestó en ocultar su hostilidad. Susanna la sintió atravesando su cuerpo. Suponía que era una ingenuidad pensar que Devlin se mostraría indiferente ante su repentina aparición tras nueve largos años de ausencia. Le había tratado muy mal, eso era innegable. Por lo menos, le exigiría una explicación. En el peor de los casos, tomaría represalias contra ella. Se le secó la boca al pensar en ello.
Devlin no era un hombre al que quisiera como enemigo. Era demasiado fuerte, demasiado decidido. Y ella todavía se encontraba en una situación muy precaria.
Devlin inclinó la cabeza hacia ella, como si le hubiera leído el pensamiento. Había un filo de cínica diversión en medio de su abierta antipatía. El peligroso brillo de sus ojos le advertía que, estuviera jugando a lo que estuviera jugando, iba a vigilarla de cerca y estaba dispuesto a ganarla.
Vio que Devlin miraba a su hermana de reojo y se acercaba a ella como si estuviera ofreciéndole su apoyo en silencio. Chessie le dirigió una sonrisa que, durante unos segundos de descuido, estuvo rebosante de gratitud y afecto. Así que Devlin era el protector de su hermana, pensó Susanna. Eso era lo último que Susanna necesitaba cuando estaba a punto de destrozar la vida de aquella joven. Aquel asunto, ya de por sí suficientemente complicado, comenzaba a empeorar. El corazón se le cayó a la altura de sus elegantes zapatos.
La otra dama del grupo, la joven rubia, dio un paso adelante en un torbellino de seda y encaje azul.
– Deberías haberme presentado antes a mí -señaló con un puchero-. ¡Soy una dama!
Fitz, disculpándose profusamente, le presentó entonces a su prima, lady Emma Brooke, y al caballero que la acompañaba, el honorable Frederick Walters. Susanna era plenamente consciente de la mirada de Devlin fija en ella, de aquellos ojos entrecerrados que la mantenían cautiva. Emma se acercó a él como si fuera un trofeo.
– Es mi prometido -anunció con orgullo-. Sir James Devlin.
A Susanna le dio un vuelco el corazón. Sabía que Devlin había conseguido un título. Pero no sabía que estaba prometido.
Unos celos profundos y afilados la dejaron sin respiración. Se preguntó por qué nunca le habría imaginado casado. Jamás se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad, aunque durante los nueve años que llevaban separados, podría haberse casado, dos, tres o incluso seis veces, como Enrique VIII.
Si no fuera por el ligero inconveniente de que todavía estaba casado con ella.
Debería haberle dicho que continuaban casados. Debería habérselo dicho mucho tiempo atrás.
La conciencia de Susanna, a menudo impertinente, era una desventaja para una aventurera, y en aquel instante, comenzó a aguijonearla. Sin embargo, aquél no era el momento más oportuno para darle a Devlin la noticia, estando su prometida sonriéndole con aquel aire posesivo y un brillo de inconfundible advertencia en la mirada.
Susanna tragó saliva. Su intención había sido conseguir la nulidad del matrimonio el primer año de la separación. Le había prometido a Devlin que lo haría. Después, había descubierto que estaba embarazada y de pronto, tanto el anillo como el contrato matrimonial se habían convertido en lo único que podía salvarla de la ruina. Sola, repudiada por su familia y casi en la indigencia, se había aferrado a la única posibilidad de continuar siendo considerada mínimamente respetable. Tiempo después, cuando había recordado su promesa y había vuelto a pensar en anular su matrimonio, había descubierto que las anulaciones, al igual que otras muchas cosas en la vida, eran prodigiosamente caras y mucho más difíciles de obtener de lo que había imaginado. Para entonces se había gastado ya hasta el último penique que había ganado intentando sobrevivir en las calles de Edimburgo. No tenía dinero para pagar abogados. A veces, apenas tenía lo suficiente para comer.
El recuerdo de aquellos días oscuros invadió el pensamiento de Susanna y sintió el pánico y el miedo aferrándose a su garganta. Tenía las manos empapadas en sudor que ocultaban aquellos elegantes guantes de encaje. Sentía el calor de las velas, la temperatura sofocante del salón. Todo el mundo la miraba. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, apartó los recuerdos y sonrió a Emma Brooke.
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