– Fui a Porstmouth, pero ya era tarde. Demasiado tarde.

– Me asignaron un barco en cuanto llegué. Salí a navegar esa misma semana.

Susanna asintió.

– Sí, eso fue lo que me dijeron.

– ¿Les dijiste que eras mi esposa? -preguntó Dev.

– Devlin, estaba embarazada de seis meses, sucia y en la miseria -esbozó una mueca-. Tuve la impresión de que habrían oído muchas historias como la mía.

Dev sonrió con pesar.

– Sí, supongo que sí -desapareció su sonrisa-. ¿Qué hiciste después?

– Regresé a Edimburgo. Sabía que tenía que encontrar trabajo para comer, pero estaba demasiado débil. Terminé enferma, viviendo en una habitación de una casa de vecinos -se estremeció y se frotó los brazos, como si quisiera aliviar el frío de su interior-. Era un lugar frío y húmedo y las enfermedades estaban a la orden del día. Contraje unas fiebres y perdí al bebé -terminó con una voz carente de toda emoción-. Nació a los siete meses, pero estaba muerta. Creo que, en el fondo, yo ya lo sabía, pero esperaba, con todas mis fuerzas, que pudiera sobrevivir. Desgraciadamente, no fue así. Era demasiado pequeña, estaba demasiado débil y no pude salvarla.

Se interrumpió. Sabía que Dev no deseaba oír lo ocurrido y a ella ya no le quedaban fuerzas para continuar. Estaba helada y estremecida de dolor. Un dolor que invadía todo su ser y condenaba a su corazón a la oscuridad.

Miró entonces a Dev. Tenía el rostro tenso de dolor. Los ojos parecían no estar viendo nada. Susanna sentía la intensidad de su tristeza. La tristeza de un hombre que acababa de enterarse de la muerte de una hija cuya existencia desconocía hasta entonces.

– Lo siento -susurró con impotencia, consciente de lo inadecuado de sus palabras y odiándose por ello-. Lo siento mucho.

Dev volvió a mirarla con tanta dureza que Susanna estuvo a punto de gritar.

– ¿Por qué? -parecía enfadado-. Tú no tuviste la culpa de enfermar, ni de que Maura muriera. Habías vuelto a tu casa. Habías intentado encontrarme. Habías hecho todo lo posible por…

Se interrumpió como si no fuera capaz de continuar. Susanna quería acariciarle, ofrecerle consuelo. Pero la contenida calma de su tristeza se lo impedía.

– Siento todo lo que ocurrió. Y siento todavía más que hayas tenido que enterarte de la muerte de Maura, y de no haber sido capaz de hacer nada para evitarla.

Vio que Dev alargaba la mano hacia ella con un gesto con el que parecía querer dar y recibir consuelo. El corazón le dio un vuelco. Pero antes de que hubiera podido estrechar aquella mano, Dev la dejó caer. Su expresión se tornó inescrutable y Susanna supo que se había alejado definitivamente de ella. No, no se había equivocado. Jamás podría perdonarle la pérdida de su hija y ella no podía reprochárselo.

– Ahora todo cobra sentido. Tu trabajo en la tienda, tu pobreza… -sacudió la cabeza-. ¿Por qué no me dijiste la verdad, Susanna? ¿Por qué preferiste fingir que me habías dejado para buscar un marido rico?

– Tenía un encargo de los duques de Alton. No podía decirte la verdad y arriesgarme a echarlo todo a perder. Necesitaba el dinero. No era solo para mí… -se interrumpió.

Dev pareció tan impactado por la noticia que resultaba hasta cómico. En otras circunstancias, Susanna habría reído al verle con aquella expresión.

– ¿Tienes hijos? Pero yo pensaba… -entonces fue él el que se interrumpió bruscamente.

Susanna sabía lo que estaba pensando. En contra de toda evidencia, la había creído cuando le había dicho que no había vendido nunca su cuerpo. Y al parecer, también había dado por sentado que había sido fiel a los votos matrimoniales. No pudo menos que sentir un ligero consuelo ante aquella demostración de confianza en ella.

– No son hijos míos. Eran los hijos de una amiga. Están internados, pero soy yo la que paga las facturas -se aclaró la garganta-. Le prometí a su madre que los cuidaría, y eso es lo que estoy haciendo.

Dev parecía tan asombrado como si acabaran de tirar de la alfombra que tenía bajo sus pies.

– ¿Quién era su madre?

Se mesaba los cabellos mientras hablaba, despeinándolos inconscientemente y acentuando así su expresión de estupefacción.

– Se llamaba Flora. Era mi amiga, y murió en un hospicio.

Dev la miró a los ojos.

– Y asumiste la responsabilidad de cuidar a los hijos de otra mujer -repitió suavemente.

– Había perdido a Maura.

Intentaba encontrar las palabras que pudieran justificar su decisión. Durante muchos años, había mantenido todo aquello en secreto. Había enterrado el dolor en lo más profundo de ella y no había permitido que saliera nunca a la luz.

– No había conseguido salvar a Maura, pero juré que no les fallaría a Rory y a Rose. Prometí que siempre los cuidaría.

– Y lo hiciste -había un deje extraño en la voz de Dev-. Entonces, el dinero… -parecía estar comprendiendo todo de pronto-. Esa era la razón por la que querías el dinero, y por la que estabas tan desesperada por mantener la farsa de tu compromiso con Fitz. Por eso intentaste comprar mi silencio -la agarró por los hombros-. ¡Maldita sea, Susanna! -parecía furioso de pronto-. ¿Hay algo más que no me hayas contado?

Le clavaba los dedos en los hombros y sus ojos resplandecían.

– ¿Has encontrado algún perverso placer en hacerme pensar lo peor de ti?

– No. Yo no pretendía…

No pudo continuar porque Devlin ya estaba besándola apasionadamente, con una desesperación hambrienta. Por un instante, el corazón de Susanna pareció expandirse. Susanna dejó que el deseo la invadiera, que el calor recorriera sus venas como un fuego de tormenta.

– Tengo deudas -añadió cuando Devlin abandonó sus labios-. Eso es algo que no te había dicho. Y hay alguien en Londres que sabe quién soy y está intentando chantajearme. Pero le pedí al señor Churchward que me ayudara con ese asunto. Además, ahora que se ha descubierto la verdad, ya no me importa.

Dev emitió algo parecido a un gemido, volvió a estrecharla en sus brazos y la besó con fiereza.

– Yo pensaba que eras una aventurera -musitó contra sus labios-, y de pronto descubro que necesitas más protección que un niño.

– Puedo cuidar de mí misma -se defendió Susanna-. Y en cuanto anulen nuestro matrimonio, todo esto dejará de ser una carga para ti.

Los ojos de Dev se tornaron de un azul sombrío.

– En eso he cambiado de opinión. No habrá anulación.

A Susanna se le cayó el alma a los pies.

– ¡Pero estábamos de acuerdo! ¡No puedes cambiar ahora de opinión!

– Acabo de hacerlo -sonrió-. Y me temo que, legalmente, no puedes hacer nada al respecto. Eres mi esposa y lo seguirás siendo.

Susanna le miraba de hito en hito. La furia y la confusión se debatían en su interior. Todo aquello era tan repentino, tan inesperado… Dev le estaba diciendo todo lo contrario que la noche anterior.

– Pero no puedes cambiar de opinión -farfulló-. Además, ¿por qué quieres estar casado conmigo?

– Porque te deseo -respondió Dev.

Deslizó el dedo pulgar por su labio inferior con la más erótica de las caricias, una caricia que Susanna sintió hasta en el último rincón de su cuerpo.

– Eres mi esposa y te quiero en mi cama. De esa forma -añadió-, me aseguraré de mantenerte tanto a ti como a los mellizos. Pienso cumplir con mi deber. Ahora eres responsabilidad mía. Necesitas protección y yo voy a dártela.

El frío volvió a instalarse en el corazón de Susanna. Deber. Responsabilidad. Protección. Era consciente de que Dev quería protegerla para expiar las culpas del pasado. Era admirable, y más incluso de lo que Susanna se habría atrevido a pedirle nunca. Sobre todo, teniendo en cuenta que nada de lo sucedido había sido culpa suya. Pero cuanto más tiempo pasaba junto a Dev, más peligroso se le antojaba todo. Había vuelto a enamorarse de él siendo plenamente consciente de que Dev jamás la amaría a ella. Ocuparía el lecho de Dev, satisfaría su lujuria y después él la abandonaría para volver al mar. Se marcharía y no volvería a verle nunca jamás. Y le quería tanto que aquello la destrozaría. Susanna volvió a sentir aquella sensación en el estómago que había experimentado cuando, a los cinco años, su madre le había dicho que tenía que separarse de ella, que tenía demasiadas bocas que alimentar y no le quedaba otro remedio que enviarla a casa de sus tíos. Entonces, Susanna había perdido a su familia. Y aquélla había sido la primera de otras muchas pérdidas. Se estremeció al recordar el cuerpo sin vida de Maura. Antes o después, volvería a perder a alguna de las personas a las que amaba. Así eran las cosas. Ya había perdido a Devlin en una ocasión y no podía permitir que volviera a ocupar un lugar en su vida porque estaba comprometido con la Marina. Se marcharía y quizá nunca volviera. Otra separación definitiva acabaría con ella. De modo que era mejor marcharse antes de que fuera demasiado tarde.

El frío y el miedo a la pérdida parecieron congelar hasta el último rincón de su corazón.

– No voy a ir contigo -respondió, obstinada-. No quiero estar casada contigo. Estuvimos casados y no funcionó, y prefiero aprender de mis errores.

Dev la miró. En sus ojos azules brillaba una sonrisa que tuvo un efecto extraño en el precario equilibrio de Susanna.

– Sigues siendo mi esposa -le recordó con delicadeza-, y me obedecerás aunque tenga que llevarte a rastras.

– ¡Por encima de mi cadáver! -exclamó Susanna, furiosa por su arrogancia-. ¿Cómo te atreves a reclamar tus derechos maritales, Devlin?

Devlin le dirigió una de esas miradas que encendían su pasión.

– Cuando los he reclamado en otras ocasiones, no has puesto muchos inconvenientes.

– ¡Eso era diferente! -protestó Susanna furiosa.

Dev se encogió de hombros.

– La fuerza bruta no es mi estilo -musitó-. Prefiero el encanto y la persuasión. Pero cuando fallan -la levantó en brazos con una facilidad insultante-, no me queda otra opción. Margery enviará tus maletas -le susurró al oído-. Pero ahora, vas a venir conmigo.


Dev abrazaba a Susanna mientras el carruaje recorría la corta distancia que los separaba de Bedford Street. Una vez que había aceptado acompañarlo, Susanna se había mostrado muy altiva y digna y, en aquel momento, permanecía rígida entre sus brazos. Aun así, Dev continuaba disfrutando de su abrazo. Y mucho, de hecho. Estaba deseando besarla y sentir cómo aquella tensión se derretía y Susanna se estrechaba contra él. Pero, sobre todo, quería ofrecerle consuelo. Quería ser capaz de hacer desaparecer la tristeza que percibía en su interior. Era una sensación nueva, algo impropio de él. Siempre había tenido muy claro lo que quería recibir y dar cuando estaba con una mujer y el consuelo y la tranquilidad no formaban parte de ello. Sin embargo, en aquel momento, sabiendo lo mucho que le había costado a Susanna hablarle de la terrible pérdida de su hija, tras comprender lo mucho que había sufrido, quería abrazarla y no dejarla marchar.

Maura. La amargura de aquella pérdida le atenazaba la garganta. Era consciente de hasta qué punto se había desplegado la tragedia desde el instante en el que, haciendo gala de una gran irresponsabilidad, se había fugado con ella. Amelia, resentida contra él y deseando venganza, Susanna, joven, temerosa de lo que había hecho, e intentando cumplir con su deber. Sus tíos repudiándola y ella luchando para sobrevivir. Sentía enfado y resentimiento contra todo aquello que les había separado, pero sabía que ambas reacciones, aunque naturales, no tenían ningún sentido. Lo harían mejor en aquella ocasión, se prometió. Y nada se interpondría entre ellos.

Miró el semblante pálido de Susanna. Apenas estaba comenzando a comprender a aquella mujer tan complicada e independiente con la que se había casado nueve años atrás. Sabía por fin lo duramente que había tenido que luchar contra todo, cómo había sobrevivido a una tragedia que había estado a punto de acabar con ella, cómo había encontrado el amor y la responsabilidad para hacerse cargo de dos niños huérfanos, porque ella era todo lo que tenían. Se sentía orgulloso de ella. Era valiente, fuerte y la admiraba en lo más profundo. Por un breve instante, presionó los labios contra su pelo y la sintió moverse entre sus brazos. Susanna le miró a los ojos. Dev vio en ellos algo que hizo que el estómago le diera un vuelco. Un sentimiento completamente desconocido aguijoneó sus sentidos.

– Ya estamos en casa.

Acababan de llegar a la casa que Alex Grant poseía en Londres. Se aclaró la garganta, sintiéndose de pronto confundido, inseguro. Como si estuviera al borde del abismo.

Susanna le dirigió una mirada insondable.

– En ese caso, me gustaría bajar y entrar en la casa sin tu ayuda, Devlin. No tienes por qué llevarme en brazos. No voy a salir huyendo y prefería que lord Grant y lady Grant me vieran entrando por mi propio pie.