Era inútil tratar de resistirse. Skye era esposa de ese hombre, era su yegua. Obedeció sin decir palabra y se sometió de nuevo al dolor y la humillación. Esta vez, cuando hubo terminado, Dom se hizo a un lado y se quedó dormido boca arriba, roncando. Skye esperó hasta estar segura de que dormía profundamente y se bajó en silencio de la cama. Casi no podía caminar pero se habría arrastrado con tal de salir de esa habitación.
Llegó hasta la sala y se sirvió un poco de vino con manos temblorosas. La mitad se le derramó sobre la mesa. Añadió más leña al fuego y se sentó en la gran silla.
¡Niall! Sus cálidas manos, su boca llena de amor. Había querido hacerla feliz, mientras le enseñaba a ser agradable para un hombre. ¡Maldición! ¡Maldición!, y ahora la había traicionado. Ellos estaban en lo cierto. El heredero del gran señor sólo había estado divirtiéndose con ella y su deseo de poseer a una niña inocente, no era ni menos horrible ni menos sucio que el de Dom, porque gozaba humillándola y dominándola. Una mano cayó sobre su hombro y ella levantó la vista aterrorizada.
– Me desperté y no estabas -dijo él con voz quejumbrosa-. ¡Estás llorando! Todavía triste porque no soy Niall, ¿eh? -Ella se secó las lágrimas, sintiéndose culpable de manera imprecisa, mientras meneaba la cabeza. El tono de Dom se suavizó un tanto-. Probablemente te lastimé un poco -dijo con talante amistoso, sin demasiado interés-. Bueno, no te preocupes, Skye, será más fácil con el tiempo, pronto te ensancharás lo suficiente como para recibir a mi sexo. Ven, cariño, volvamos a hacerlo, porque si no puedes conciliar el sueño, es que no te he poseído con suficiente ímpetu. Además -añadió, riéndose entre dientes, con los ojos llenos de deseo-, eres mucho más dulce de lo que imaginaba.
El resto de la noche, mientras toleraba los abrazos de su esposo, Skye se dedicó a odiar a Niall Burke con furia creciente, y pensó en cómo vengarse de su traición. Se vengaría algún día. Oh, sí, él pagaría caro el haber destrozado sus sueños.
Y una escena semejante se desarrollaba en ese momento en el castillo del MacWilliam.
Darragh O'Neill Burke había sido destinada a la Iglesia desde su nacimiento. Su hermana mayor había sido la prometida y luego la esposa de un O'Connell. Su otra hermana había sido la novia de Niall Burke. Pero Ceit había muerto súbitamente durante el último invierno, y Darragh, que había vivido en su amado convento de St. Mary desde los cinco años, había vuelto a casa para tomar el lugar de su hermana en el lecho matrimonial. La elección fue particularmente trágica. Darragh O'Neill tenía una verdadera vocación religiosa. Cuando se decidió que fuera ella la que reemplazara a su hermana, a Darragh le faltaban dos días para tomar los votos definitivos. Su padre, con varios de sus hombres, habían irrumpido en el convento con ruido y gritos justo a tiempo para impedir que el cabello rubio de Darragh fuera segado por la tijera. O'Neill se había negado a aceptar la devolución de la dote de Darragh de manos del convento porque sabía que, de ese modo, la madre superiora aceptaría la marcha de la novicia con mayor facilidad. No perdía nada porque, en realidad, había pagado el dinero hacía ya ocho años, de la misma forma en que la dote de Ceit había sido pagada cuando se firmó el compromiso con los MacWilliam.
La madre superiora explicó el problema a la horrorizada joven y le dijo con sumo tacto que el Señor y la Virgen habían decidido otra cosa para ella y que debía aceptar los acontecimientos con buena voluntad y resignación. Se iría del convento con su padre inmediatamente y se casaría con lord Burke. La muchacha obedeció con el rostro lleno de lágrimas.
Y Niall Burke se encontró con una joven pálida cuyos ojos enrojecidos hablaban de días y días de llanto. Como no le habían advertido sobre los sentimientos de su prometida hacia la Iglesia y la vida religiosa, le molestó que ella afrontase la boda con tan poco entusiasmo.
Esa noche, cuando, ya marido y mujer, se acostaron juntos, Darragh se desmayó al ver a su marido desnudo. Niall logró, con amabilidad y dulzura, que ella le explicase lo sucedido. Conmovido, le acarició el cabello con suavidad.
– Creo que en tales circunstancias, no es necesario que apresuremos la parte física de nuestro matrimonio -dijo con tranquilidad-. Démonos tiempo para conocernos.
Niall no quería violar a una virgen que no deseaba entregarse. Y maldijo a los padres de ambos por la mezquindad de ese contrato matrimonial. La muchacha tenía una vocación religiosa muy desarrollada y él se preguntaba si alguna vez lograría superarla. Se rió con amargura. Le habían quitado a la mujer que amaba, la mujer que le habría dado hijos con gusto, que habría amado a esos hijos, y todo porque su padre pensaba que no poseía los suficientes títulos nobiliarios. Y en su lugar, le habían adjudicado una monja… Era incluso divertido, y Niall se habría reído si no se hubiera dado cuenta de que su esposa todavía parecía preocupada.
– ¿Y qué dirá la gente si no ven las sábanas manchadas mañana por la mañana?
Él rió.
– Oh, Darragh Burke, ¡qué inocente eres! Muchas jovencitas juegan al amor antes del matrimonio y, sin embargo, muestran la sábana teñida de sangre después de la noche de bodas. Muévete, niña, que voy a mostrarte cómo se hace.
Con los ojos muy abiertos, Darragh lo miró coger un cuchillo que los criados habían traído a la habitación junto con un bol repleto de frutas, y vio como Niall se producía con él un pequeño corte en la parte interior de la ingle. Unas gotas de sangre cayeron sobre las sábanas. La virtud de Darragh quedaba a salvo y el honor de su esposo también.
Pasaron dos semanas desde la noche de bodas. Darragh pensaba que había salvado su virginidad para siempre. Había decidido dedicar su amor a Dios y no pensaba entregarse a Niall. Le llevaría la casa, pero eso era todo. La amabilidad de Niall en la noche de bodas le parecía una debilidad de la que podía seguir aprovechándose.
El cada noche intentaba hacerle el amor a su esposa. La inexperiencia de Darragh le impedía comprender la paciencia de su esposo. Estaba decidida a resistirse, pero también él se mostraba firme en el empeño de que ella finalmente se rindiera. Y entonces, Darragh le informó de que sería su esposa sólo para guardar las apariencias. Su virginidad le pertenecía a Dios.
– No puedes forzarme como hiciste con la pobre Skye O'Malley, milord. ¡Apenas si puedo imaginarme la vergüenza de esa pobre chica! -dijo en tono virtuoso.
La cabeza de Niall giró con rapidez inusitada al oír el nombre de Skye. Miró con asco a la criatura piadosa, fría, sin sentimientos que le habían dado por esposa. Una niña de piel pálida y pecho chato con ojos azules y acuosos, cabello casi blanco por lo claro y una boca pequeña. ¡Dios, cómo podía compararla con Skye y sus pequeños senos redondeados, su cabello negro azulado y sus ojos verdiazules! ¡Skye! La esposa de Dom O'Flaherty por su propia voluntad…, una mujer que le había dado sólo una noche de placer para luego destruir su felicidad para siempre con una carta fría y desagradable… Skye le daría hijos a Dom. Así que, decidió con rabia, lo mismo haría Darragh O'Neill con Niall Burke, su esposo.
Al ver la decisión amarga en esos ojos de plata, Darragh cayó de rodillas y tomó entre sus dedos las cuentas de su rosario. Sus labios se movieron en silenciosa plegaria. Niall le arrancó el rosario con furia y la puso en pie. Le quitó el camisón blanco de un manotazo y la tomó entre sus brazos. La besó con fuerza, obligándola a abrir los finos labios. Ella luchó, arañándolo con sus afiladas uñas y gritando como una fiera acosada. Darragh creía realmente que Dios fulminaría a su esposo con un rayo como castigo a su maldad y rezó para que el Señor lo matara. Cuando cayeron sobre la cama y ella sintió que la masculinidad de él entraba en su cuerpo virgen, llamó a todos los santos del calendario para que la protegieran. Pero pronto, entre sollozos, le rogó que continuara; sus delgadas piernas cruzadas sobre la espalda de Niall y sus muslos siguiendo el ritmo marcado por sus embestidas.
Al acabar, él sintió asco de sí mismo. Y de ella. Nunca había forzado a una mujer, pero ella lo había obligado con sus negativas y la mención de su amada Skye, Skye la traidora.
«¡Mujeres! ¡Todas son iguales! Dicen una cosa y piensan otra.» Junto a él, su esposa temblaba y se quejaba.
– ¡Me has hecho daño! ¡Me has hecho daño!
– Siempre duele la primera vez. La próxima será más agradable.
– No vas a hacerme esto otra vez. ¡Nunca más!
– No habrá concepciones inmaculadas en mi familia, esposa, y además, te ha gustado. Lo sé, siempre se sabe cuándo una mujer lo disfruta, querida mía. Y, te guste o no, es tu obligación darme hijos. Tal vez hasta llegues a admitir que te gusta. No hay nada malo en que una mujer goce con su esposo.
– ¡Nunca! -le escupió ella mientras él la abrazaba de nuevo y trataba de acariciar su tenso y rígido cuerpo-. Lo toleraré porque veo que es voluntad de Dios, pero cada vez que metas esa cosa horrible en mi cuerpo, voy a odiarte con toda mi alma.
– Como quieras, querida mía -dijo él-. Pero recuerda que yo no deseaba este matrimonio. Menos que tú. Hubiera preferido que te quedaras en tu convento. -Y volvió a hundir su sexo en ella. Ella gritó-. Dame un par de hijos, Darragh y te dejaré en paz para siempre -prometió él.
Y en la costa, en la otra orilla, en la isla de Innishturk, Dom O'Flaherty se inclinó sobre su hermosa mujer, jadeando plácidamente. Skye era una mujer demasiado sensual para negarle un alivio a su cuerpo.
Se dejó ir en un mundo de sensaciones agradables y entonces escuchó gemir a su esposo. Él la montó. Ella no había gozado todavía pero a él no le importaba. A Niall le habría importado. Ella volvió la cabeza para que Dom no pudiera verla y una lágrima se deslizó por sus mejillas. ¡Al infierno con Niall! ¿Nunca dejaría de sentirse perseguida por su recuerdo?
Capítulo 5
El MacWilliam había ordenado a sus vasallos pasar los doce días de Navidad con él. Llegaron vasallos de todo Mid-Connaught, entre ellos Dom O'Flaherty y su esposa.
La hospitalidad fue generosa porque a diferencia de sus vecinos menos poderosos, el castillo del MacWilliam había crecido a través de torres interconectadas en los años de su gobierno y ahora era una gran fortaleza de piedra, construida en el centro de una superficie cuadrangular de jardines y piedras según las líneas de la arquitectura normanda.
Los invitados disponían de cómodas habitaciones. Aunque el castillo del padre de Skye era muy hermoso y estaba muy bien amueblado, el del MacWilliam parecía el de un rey.
Había cuatro O'Flaherty que disfrutaban de la generosidad de su señor.
El padre de Dom, Gilladubh, y su hermana menor, Claire, habían venido con Dom y Skye. Skye esperaba encontrar allí un marido para Claire, pero ni su padre ni su hermano parecían darse cuenta de que a los catorce años, Claire parecía una vieja criada.
En realidad, no era fea, lucía trenzas espesas, de color pajizo; los ojos de Dom, pálidos y azules, y mejillas rosadas. Pero había algo pérfido y sibilino en ella, algo que a Skye no le gustaba. En las dos o tres ocasiones en que había intentado corregirla por faltas menores, Claire se había quejado a su padre y hermano y éstos le habían dicho que la dejara en paz. A espaldas de los hombres, Claire se había reído de su cuñada. Pero Skye se vengó en parte cuando descubrió a la hermana de su esposo tratando de robar sus joyas. Le tiró con fuerza de las orejas (con sumo placer, por cierto) y le advirtió que si la descubría intentando robarle algo, ordenaría que la raparan.
– Y si te quejas a Dom o a tu padre, querida cuñada -dijo con la voz saturada de dulzura-, te quedarás pelada durante un año.
Claire O'Flaherty no necesitaba más advertencias. La feroz mirada de Skye la convenció de que la esposa de su hermano no era la lánguida tonta que ella había creído al principio. Desde ese momento, las dos mujeres se odiaron silenciosamente y llevaron a cabo una guerra secreta. Skye estaba decidida a casarla tan pronto como fuera posible para sacarla de la casa.
Skye se había enterado de que Niall estaría en el castillo de su padre esa Navidad. Pronto supo además que iba a ser el anfitrión de la fiesta porque su padre sufría de un ataque de gota. Si ese hombre esperaba ver su corazón destrozado, ella le probaría que estaba muy equivocado. En los seis meses que hacía que Dom se la había llevado de St. Bride's, había conseguido una especie de paz interior. No amaba a su esposo ni lo amaría nunca, pero sabía fingirse obediente esposa.
Su suegra había muerto hacía muchos años y todas las responsabilidades de la casa habían quedado en sus manos. A Claire no parecía importarle y eso agradaba a su suegro. Gilladubh O'Flaherty era una versión envejecida de Dom, un lujurioso lleno de pompa que adoraba los buenos vinos y el whisky. Skye pronto aprendió a esquivar sus manos, que eran muy rápidas, y una vez le arrojó un candelabro y lo amenazó con contarles a todos sus intentos de seducción.
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