Sentada en la lujosa cama de huéspedes de los MacWilliam, vestida sólo con enagua y su corsé adornado con cintas, se cepilló el cabello con gesto apresurado, violento. Esa noche, Skye O'Malley estaría más hermosa que nunca y se enfrentaría con la cabeza bien alta a la arrogancia de los Burke y los O'Neill. Era una suerte tener un guardarropa tan bien provisto, mejor que el de la mayoría de las mujeres: era una suerte que su padre siempre hubiera hecho todo lo posible por mimar su belleza.

Mag, su nueva dama de compañía, trajo el vestido y lo colocó con sumo cuidado a los pies de la cama. Trajo también un espejo pequeño. Skye se sombreó los ojos con polvo negro y coloreó con un leve rastro de rojo sus mejillas, para que su piel tuviese un tono delicado y la mostrara rebosante de salud. Su cabello negro y brillante había sido peinado con raya al medio y caía graciosamente rizado a ambos lados de la cabeza. Se había echado sobre el profundo valle del pecho, entre los senos y la base del cuello, unas gotas de un raro perfume, creado especialmente para ella con esencia de rosas y almizcle. ¡Que Niall oliera las rosas en su cuerpo! ¡Que recordara y supiera que a ella no le importaba que le hubiera abandonado!

Skye se levantó y Mag la ayudó a ponerse el vestido. La dama de compañía, siempre eficiente, le ató el vestido y luego retrocedió un poco para mirar a su señora. Una sonrisa sin dientes llenó su cara.

– Sí, vais a romper su corazón, mi señora… Una mirada, y lamentará no haber desafiado a su padre por vos…

– ¿Lady Burke es tan fea entonces, Mag? -preguntó Skye con fingido desinterés.

Mag se rió tímidamente y puso los brazos alrededor de su cuerpo con orgullo.

– No, lady O'Flaherty, es bella. Pero vos sois tan, tan hermosa…

Skye la miró con una sonrisa felina.

– Tráeme mis joyas, por favor… -ordenó con afecto, y cuando su dama de compañía se alejó a buscar lo que le pedían, tomó el espejo. Lo sostuvo con el brazo extendido y estudió su reflejo. El vestido de terciopelo azul oscuro era realmente hermoso y su escote bajo y cuadrado dejaba admirar sus senos color nieve. La pechera florecía en una falda entera que se partía en el centro para mostrar una segunda falda persa de satín pesado, bordado en oro y plata. Los zapatos hacían juego y las medias eran de pura seda y seguían el diseño de la segunda falda hasta en el bordado. Skye se ladeó un poco para admirar las medias mientras pensaba en cómo mostrarlas durante el baile.

Mag abrió el cofrecito de las joyas y Skye cogió un collar de zafiros, en el que las grandes piedras cuadradas se combinaban con medallones de oro, doce en total, con los doce signos del zodíaco. En la punta del collar colgaba provocativa entre los senos una perla en forma de lágrima. Se había puesto pendientes de zafiro y tres anillos: un zafiro, una esmeralda y una gran perla barroca.

Dom entró a grandes zancadas en la habitación y preguntó, celoso:

– ¿Te arreglas para agradar a Niall Burke, Skye?

– Más bien para agradarte a ti, mi señor -dijo ella con la voz suave-. Pero si mi vestido te desagrada, me lo cambiaré.

Él la miró detenidamente. Sabía que no habría mujer más bella que la suya en el banquete. Sería la más hermosa del baile. ¡Y le pertenecía! Sería la envidia de todos los hombres. La abrazó con brusquedad y hundió su cabeza entre sus perfumados senos.

– No te cambies. -Su voz sonó severa. Con el tiempo, ella había dejado de temerle, y ahora lo odiaba con un desdén disimulado y triste.

– No, Dom, por favor. Me arrugas el vestido. -Él se alejó-. Qué elegante vas -dijo ella con rapidez-. Tu terciopelo celeste combina muy bien con mi azul.

– El día y la medianoche -sentenció él, ofreciéndole el brazo.

Ella se rió.

– Cuidado, mi señor, casi te pones poético. Tu educación parisina tal vez sí ha servido para algo.

El salón de banquetes del castillo de los MacWilliam era una enorme habitación con techos de pesadas vigas y cuatro chimeneas donde ardían troncos gigantescos. Las ventanas altas y estrechas, se abrían al paisaje nevado, a las colinas y los campos interrumpidos de vez en cuando por grandes árboles desnudos y negros. Hacia el oeste las colinas estaban manchadas de rojo mortecino del sol poniente. El salón estaba lleno de elegantes invitados. Los sirvientes iban de un lado a otro con bandejas de vino, en medio del murmullo de las voces.

Cuando entraron en el salón, el mayordomo los anunció y Skye sintió que todas las miradas caían sobre ella. La historia de su matrimonio y de su noche de bodas era todavía la comidilla de todo el distrito, y ahora la nobleza de Mid-Connaught estaba excitada por la idea de ser testigo del primer encuentro entre los O'Flaherty y los Burke después de aquel día de mayo. Todo el mundo tuvo que admitir que Skye y Dom formaban una hermosa pareja.

Ellos avanzaron con paso lento y firme a lo largo del pasillo para saludar al anfitrión y su esposa. Skye mantuvo la cabeza en alto y el rostro impávido, la mirada fija en un punto, justo encima de la cabeza de Niall. Durante un instante, cedió a su curiosidad y miró a Niall. Los ojos gris plateado eran de hielo, y la ola de frío que la recorrió penetró hasta el fondo de su corazón.

Estaba sorprendida. Había esperado una sonrisa burlona, no ese desprecio. No entendía la actitud de Niall pero bastó una mirada a la mujercita que lo acompañaba para restaurar su confianza. Sintió que la alegría la inundaba al comprobar que Darragh Burke, a pesar de ser de noble cuna, no era hermosa.

Llegaron al estrado y Skye miró, detrás de Niall y su esposa, al MacWilliam, que estaba sentado con la pierna estirada sobre un almohadón. Skye le sonrió con encanto; la suya era una sonrisa brillante, los dientes parejos y blancos, casi cegadores. El viejo dejó que sus ojos recorrieran a la esposa de O'Flaherty y ella se sintió bien al ver esa mirada que parecía arrepentida de su decisión. Ahora ambos, padre e hijo, sabían que habían cometido un error. Ella se inclinó ante él con una graciosa reverencia.

– Milord…

A él le divertía comprobar lo rápido que ella había adivinado sus pensamientos. Disfrutaba con un adversario inteligente, y ella lo era. Si el MacWilliam hubiera tenido veinte años menos, habría intentado llevársela a la cama.

– Querida, Gilly O'Flaherty me dice que sois buena esposa para su muchacho -gruñó el MacWilliam.

– Es cierto -respondió ella con frialdad.

– Pensé que erais más feliz como pirata.

– También soy feliz de ese modo, cuando puedo, mi señor.

– ¿Y sois buena en eso también?

– Soy buena en todo lo que hago, mi señor.

Él rió.

– Bienvenida sois, vos y vuestro esposo -dijo, y luego sus ojos se afinaron con astucia-. Sin duda recordáis a mi hijo, Niall.

Ella sintió que Dom se ponía tenso a su lado y le apretó la mano para infundirle ánimos. Tenían que pasar por alto el insulto. Los buenos modales de Dom se impusieron sobre su rabia, porque sabía que ahora su esposa estaba de su parte. Los dos hombres se saludaron con una reverencia.

Entonces los ojos de Niall Burke la recorrieron con crueldad.

– Veo que ya lleváis un hijo en vuestro vientre, lady O'Flaherty -dijo en voz bien alta.

– Sí, mi señor. Hace siete meses que estoy casada y hace seis que espero un hijo, un hijo varón. Las mujeres de mi familia siempre dieron a luz varones.

Hablaba en voz tan alta como había hablado él. Luego se volvió y miró con insolencia a Darragh Burke.

– Veo que vuestra esposa no tiene tanta suerte. ¿O sí, querida?

Darragh se sonrojó. Su «no» se escuchó en todo el salón, Skye sonrió con dulzura, hizo otra reverencia y tomó la mano de su esposo para irse. A sus espaldas, oyó la risita del MacWilliam.

Skye permitió que Dom se sentara con ella junto al fuego. Miró, mientras él iba a buscar algo de vino, las llamas que saltaban en el aire. La rabia reprimida casi la hacía temblar. ¿Cómo podía comportarse así el hombre que ella había conocido? La había avergonzado delante de todo el condado en su noche de bodas, la había dejado con promesas extravagantes que no pensaba cumplir, ¡y ahora fingía que el insultado era él…! ¡Bastardo del demonio! Le pusieron una copa en la mano y tragó un poco de vino para calmarse.

– ¡Estuviste magnífica! -le oyó decir a su esposo-. Por Dios, le demostraste a Niall Burke cómo están las cosas…, y delante de todo Connaught. Y no creo que sea fácil hacer que esa flacucha malcriada de los O'Neill tenga un hijo. No le envidio la tarea a lord Burke, pobre hombre -agregó, riendo.

– ¡Cállate, estúpido! -le murmuró ella, furiosa, entre dientes. Dios, ¿cómo podían ser tan idiotas los hombres?-. No daría ni un céntimo por Niall Burke, pero no despreciaría la hospitalidad de los MacWilliam, así que no te pongas en evidencia, esposo mío…

Dom la miró extrañado, pero antes de que pudiera decir nada, Anne O'Malley se acercó a saludarlos. Envió a Dom a reunirse con sus amigos y luego se acomodó con cuidado y miró a su hijastra.

– ¿Te parece sensato insultar así a Niall Burke y su esposa? -le preguntó.

– ¿Te parece sensato lo que él ha hecho conmigo?

– Todavía lo amas.

– ¡Lo odio! Por el amor de Dios, Anne, hablemos de otra cosa. El bebé hace que siempre me esté preocupando por todo y llore por cualquier cosa. Preferiría que la gente no me malinterpretara.

– Claro -dijo Anne O'Malley con calma-. No serviría de mucho que Niall Burke pensara que lloras por él.

– Nunca me había dado cuenta hasta hoy de lo mala que puedes ser cuando quieres, madrastra -dijo Skye, con voz tranquila.

Anne se rió.

– Ah, el bebé te pone nerviosa, ¿no es cierto?

– Será un varón -dijo Skye-. Dom y su padre están convencidos de que será niño y no aceptarán otra cosa.

– Ya veo. Y fuera de eso, ¿cómo te va?

– Bastante bien en realidad, Anne. Papá me hizo un gran servicio casándome con Dom. Tengo un marido con deseos perversos y un suegro con el mismo defecto… La hermana de mi esposo es una perra infernal que se pasa el día robándome cuanto puede y quejándose a su hermano y a su padre cuando la atrapo. Es una familia encantadora…, sí, estoy profundamente agradecida por la elección de papá. Mi nuevo hogar está casi en ruinas y a pesar de la maravillosa dote que me dio papá, me dicen que no hay dinero para arreglarla. La mitad de lo que compré para la casa, la platería y los candelabros, por ejemplo, desapareció misteriosamente. En realidad, soy la señora de una pocilga habitada por un viejo gallo vanidoso y avejentado, un gallo joven vanidoso y disoluto y una gallinita frívola.

Anne estaba impresionada.

– ¿Quieres venirte a casa hasta que nazca el bebé, Skye? -¡Por Dios! ¡No podía dejar que Skye diera a luz en un lugar como ése!

– Claro que sí, ¡sí! Claro que quiero ir a casa, pero no dejarán que el nuevo O'Flaherty nazca lejos del castillo de la familia, Anne. De todos modos, me gustaría que lo arreglaras todo para que Eibhlin venga a ayudarme después de la misa de Candelaria. No espero a mi hijo hasta la primavera pero tal vez una tormenta de invierno fuera de época retrase a Eibhlin si viene más tarde, y me asustaría que no llegara a tiempo. Además -añadió sonriendo con astucia-, necesito compañía. Claire no me sirve y ni ella ni Mag ni nuestra vieja cocinera saben nada sobre nacimientos.

Anne estaba muy preocupada.

– ¿Y las otras mujeres de la casa?, ¿las criadas?, ¿las lavanderas? ¿No hay comadrona en tu aldea?

– Las pocas mujeres que trabajan para nosotros, pues cuesta convencerlas, vienen de nuestra aldea cada día y vuelven a su casa cada noche. Los campesinos aman a sus hijos y ninguna familia permitiría que sus hijos trabajasen en el castillo. Todos saben cómo son O'Flaherty y su hijo. Labran sus tierras y les pagan los impuestos y luchan por ellos, pero son ya demasiadas las mujeres que han sufrido abusos en manos de los hombres de esa familia y nadie quiere enviar a las hijas al castillo. De todos modos, Dom y Gilly se las arreglan para atrapar a esas pobres criaturas, te lo aseguro. Se van a caballo y las cazan cuando ellas están trabajando en los campos… La reputación de esos dos es tan mala que ni Claire tiene dama de compañía.

– Sabía que era un error desde el principio -se lamentó-. ¡Lo sabía!

– Entonces, ¿por qué no le dijiste nada a papá como me habías prometido, Anne? Le dijiste que me casara esa misma mañana, la mañana del nacimiento de Conn.

– No, no, Skye… ¡No fue así! Traté de decirle a tu padre que lo suspendiera después del nacimiento, pero me pusieron un somnífero en el vino para hacer que descansase y tu padre me entendió mal. Cuando me desperté, dos días después, ya te habían enviado a St. Bride's.

– Entonces, ¿no me traicionaste para que me fuera de casa?