Eibhlin regresó pronto a St. Bride's, pero habló con Dom antes de irse. Cuando la monja ya no estaba, Dom le dijo a Skye:

– Ya que tu hermana me asegura que tu salud se resentirá si te doy otro hijo, no creo que tengas derecho a quejarte si busco diversión en otra parte.

– ¿Me he quejado alguna vez? -le preguntó ella, divertida, escondiendo su alegría ante la idea de que él la dejara en paz.

– No, eres una buena chica y me has dado dos hermosos varones.

Skye sonrió con dulzura y se mordió la lengua para evitar reírse. Dom la consideraba solamente un tesoro valioso, algo de lo que podía vanagloriarse. Skye se había transformado, le dijo, exactamente en lo que él quería que fuese, una excelente ama de llaves y una buena madre. Estaba dispuesto a ser generoso, a dejarla tranquila por un tiempo.

La vida de Skye tomó un cariz distinto, un cariz que le trajo la paz que ella deseaba. Trabajó para administrar las propiedades y fue ella la que mantuvo a toda la familia. Logró incluso pagar el tributo anual a los MacWilliam. Ni Dom ni su padre se preocupaban por lo que ella hacía, siempre que tuvieran dinero y el tiempo necesario para seguir con sus diversiones.

Skye manejó a los campesinos con firmeza pero con justicia. Acostumbrados a la dejadez de los O'Flaherty, se habían vuelto muy díscolos. Al principio la odiaron, pero cuando llegó el invierno y descubrieron que por primera vez en muchos años no pasarían frío, sus casas no tendrían goteras y había comida suficiente para todo el invierno, bendijeron a su señora. Ella les había dado el milagro de un invierno sin desdichas ni preocupaciones.

Luego, un día, cuando Ewan ya había cumplido dos años y Murrough dieciséis meses, Skye se percató de que Dom no la había molestado en todo ese tiempo. Bendijo en silencio a la mujer o mujeres que lo mantenían ocupado. Y después, reflexionando sobre eso, recordó que hacía muchos meses que nadie le contaba algún chisme sobre Dom y sus amantes. Eran ideas inquietantes.

En junio, Skye cumplió dieciocho años. El tiempo era extrañamente soleado y cálido para Irlanda. Su joven cuerpo, rebosante de salud ahora, estaba empezando a necesitar amor de nuevo, aunque fuese el de Dom. A pesar de que los habían invitado en dos ocasiones a pasar la Noche de Reyes en casa de los MacWilliam, ella había preferido quedarse en Ballyhennessey, usando el embarazo como primera excusa para no viajar, y después, fingiendo una enfermedad.

No se atrevía a ver de nuevo a Niall, aunque su mente y su cuerpo lo deseaban con una desesperación que casi la desgarraba. Con lo que Eibhlin le había explicado, tal vez hasta hubiera aceptado ser su amante sin que nadie lo supiera. La tentación había sido grande pero Skye se resistió, sabiendo que en realidad no deseaba ser otra cosa que su esposa.

Dom y su padre habían ido a la celebración de la Noche de Reyes. Skye había insistido en que fueran y la dejaran sola con los dos niños. Aunque había hablado con ellos sobre la necesidad de encontrar un esposo para Claire, en ambas ocasiones habían regresado diciendo que no aparecía ningún pretendiente adecuado para ella. Skye no lo entendía. Gracias a Dubhdara O'Malley, Claire tenía una dote respetable que ni su padre ni su hermano podían robarle. O la muchacha había sido demasiado selectiva, o había alguien en su vida que no era respetable, alguien al que seguramente veía día tras día. Skye decidió averiguar qué estaba sucediendo, porque Claire tenía ya diecisiete años y Skye no quería que se quedara en el castillo para siempre.

Eligió el momento con cuidado: una noche, después de cenar, cuando tanto Gilly como Dom habían desaparecido. Vio que Claire se dirigía a sus habitaciones en un ala del castillo. Skye nunca había estado allí antes. Nunca la habían invitado y hasta ese momento no le había parecido que hubiera razones para violar la intimidad de Claire.

Cuando el castillo quedó en silencio, subió sigilosamente por las escaleras hasta las habitaciones de su cuñada. Entró en el salón y descubrió allí gran parte de los objetos de su dote que habían desaparecido. Las ventanas estaban cubiertas con el terciopelo francés que había pensado usar en su dormitorio. El pequeño mueble de roble pulido que Dubhdara y Anne le habían regalado para su habitación adornaba una de las paredes. Y sobre el mueble vio su bandeja de plata con las copas y jarras de cristal veneciano…

– ¡Asquerosa zorra! -insultó entre dientes-. ¡Voy a arrancarte la piel!

¡Por Dios!, ahí estaban sus boles de plata y sus candelabros… Primero sorprendida, después furiosa, estuvo a punto de bajar en busca de su esposo para pedirle una explicación. Y entonces, oyó risas y un rumor de voces, una de ellas definitivamente masculina. Venían del dormitorio, un poco más arriba.

«Ajá -pensó-, la señorita Claire tiene un amante. Bueno, sea quien sea, ya descubrirá que tiene una nueva esposa, a menos, claro está, que ya la tenga. Sirviente o señor, le obligaré a casarse con Claire.» Skye se deslizó con sigilo por la escalera, llegó al descansillo y luego se acercó a la puerta entreabierta del dormitorio. Cuanto más se acercaba, tanto más vividamente oía los ruidos característicos de una vigorosa escena de amor. Llegó hasta la puerta y espió a través de la rendija.

Lo que vio confirmó sus sospechas: Claire y un hombre, ambos desnudos, enredados en un abrazo. El color inundó las mejillas de Skye cuando vio las largas piernas blancas de Claire rodeando el cuerpo de su amante. El hombre se hundía con fuerza, sin piedad, en esa mujer sudorosa y desesperada de pasión. Claire empezó a gemir.

– ¡Más, Dom, más! ¡Más, sí, hermano querido! Ah, ¡qué placer, qué placer!

Skye sintió que una primera oleada de náuseas recorría su cuerpo y se aferró a la puerta. ¡Dom! ¡Dom era el amante de Claire! ¡Su propio hermano! Lentamente, Skye se dejó caer al suelo, todavía agarrada a la puerta, al borde del desmayo.

– ¡Puta! -gruñía Dom-. ¡Qué putita eres, hermanita mía! ¿Te hago el amor hasta que no puedas ponerte de pie? Ya lo hice una vez, ¿te acuerdas? Pero esta noche quiero hacerlo hasta que me pidas clemencia, y entonces me darás placer de otra forma; puedo inventar cien maneras…

– Sí, sí… -jadeaba Claire-. Lo que quieras, amor mío. Haré lo que me pidas, absolutamente todo… Oh, Dom, ¿no te satisfago siempre, siempre?

Todavía de rodillas, Skye se sentía congelada de horror y de espanto.

– ¡A cuatro patas, perra!

Claire obedeció, y entonces Dom la sodomizó. Fue un acto cruel que repitió varias veces. Skye sintió el sabor amargo del vómito en su garganta, mientras Claire gritaba:

– ¡Así, que me duela, Dom! ¡Haz que me duela!

Pero Dom retardaba su eyaculación. Puso a su hermana boca arriba y la montó. Colocó su miembro en la boca abierta y deseosa de la muchacha. Skye cerró los ojos para no ver esa escena degradante, pero no pudo evitar escuchar los obscenos sonidos guturales de Claire, ni los gruñidos de placer de Dom. Incapaz de contenerse un segundo más, un sollozo audible escapó de su garganta.

– ¡Dios! -chilló Claire-. ¡Hay alguien ahí fuera! ¡Alguien nos ha descubierto!

Dom saltó de la cama y abrió la puerta con un gesto brusco. Vio a su esposa casi desvanecida en el suelo.

– Vaya, vaya -murmuró con furia-, ¿qué tenemos aquí? Si es mi querida esposa.

Los ojos de Claire se entrecerraron con malicia.

– ¡Perra! ¿Cómo te atreves a espiarme? -chilló.

– No estaba es… espiando -tartamudeó Skye con voz temblorosa-. Quería hablarte sobre tu matrimonio.

Dom empezó a reírse como un demente, pero una mirada de su hermana lo calmó.

– ¿Casarme? ¿Para qué quiero casarme yo, estúpida? -le espetó Claire-. El único hombre que he amado en mi vida es Dom y no pienso dejarlo nunca. ¡Y es mío! Se casó contigo sólo por tu dinero y para conseguir un heredero. Ahora tiene ambas cosas. Ya no te necesitamos, excepto para administrar las propiedades. Así que sal de aquí, y no se te ocurra volver a espiarme.

Skye se volvió para huir, pero una de las manos de Dom la agarró de un hombro. Con la otra, su esposo le acarició el seno, y cuando el pezón se endureció, Dom empezó a reírse a carcajadas.

– Hace mucho tiempo, Skye.

Ella trató de liberarse. Claire chilló desde la cama:

– ¡Déjala, hermano! ¡No la necesitas, me tienes a mí!

– ¡Cállate, perra! Ella también me gusta. Y me apetece haceros el amor a las dos al mismo tiempo.

– ¡No! -aulló Skye, tratando de llegar hasta la puerta, pero los brazos de Dom la rodearon y entonces Claire la miró y sus ojos pálidos y azules se llenaron de deseo. Se acercó a ella y le arrancó la bata azul. Cuando el cuerpo de su cuñada apareció ante ella, los ojos de Claire se relajaron y se humedecieron. Se acercó más a Skye y acarició su cuerpo. Skye retrocedió para evitarla, enferma de asco. Claire se rió como una bruja.

– ¡Déjame a mi primero, hermano! ¡Deja que yo la prepare para ti, por favor! Puedes mirar mientras lo hago. Recuerda cómo te gustaba verme con la sirvientita esa que tuvimos.

– ¡No, Dom! ¡No, no, Dios mío!

Dom le sonrió a su hermana con dulzura, los ojos brillantes por el recuerdo. Después asintió.

– Yo miraré desde lejos, Claire, pero cuando yo te lo ordene, debes dejarla. ¡Prométemelo ahora! Nada de bromas como con la pequeña Sorcha.

– Sí, amor -ronroneó Claire, y entonces, ataron a Skye, que luchaba denodadamente, a los barrotes de la cama.

Claire se abalanzó sobre la muchacha y, cogiendo su cabeza entre las manos, la besó lentamente, con los labios muy húmedos. Skye fingió un desmayo, y entonces, muerta de risa, Claire empezó a explorar a su antojo la piel de su víctima. La degradación de Skye agregaba placer a su juego erótico. Apresó los pezones de Skye con el pulgar y el índice y los acarició con suavidad antes de inclinarse y chuparlos. Atada por los brazos, Skye luchó por escaparse, pero sus esfuerzos solamente lograron excitar más a Claire.

La hermana de Dom pasó su cuerpo muy despacio sobre el de Skye hasta que los senos de ambas se encontraron. Luego, rotó la pelvis y el monte de Venus contra los de Skye mientras murmuraba:

– No me digas que con todas las hermanas que tienes nunca jugaste así en tu casa. Y recuerda, mientras nosotras nos acariciamos, Dom nos mira y se prepara para poseernos con su enorme y duro miembro. No luches contra mí, cariño, porque ahora que has descubierto lo que pasa entre Dom y yo, no hay razón para que no podamos compartirlo y disfrutarlo al mismo tiempo.

Skye volvió la cabeza, avergonzada y confundida por las oleadas de deseo que estaba empezando a sentir.

Claire se frotaba, gimiendo, contra el cuerpo inmovilizado de Skye cada vez con más fervor hasta que, de pronto, Dom la apartó y montó a su esposa. Le introdujo el miembro inmediatamente, con toda su furia.

Skye aulló de dolor y asco y eso solamente pareció excitarlo más. Claire se arrodillaba para que Skye la viera con la boca casi babeante de deseo mientras miraba cómo su hermano abusaba del cuerpo de su esposa. Cuando Dom terminó con Skye, se hizo a un lado y aflojó las cuerdas. La empujó fuera de la cama para tomar a su hermana. Skye se acurrucó contra la pared y, temblando, empezó a llorar. Nunca la habían vejado de tal manera, nunca en su vida. Sabía que si alguien la tocaba de nuevo, lo mataría, fuera quien fuera.

Y cuando lo supo, se sintió mejor y reunió el coraje necesario para intentar salir de allí. Tropezó a través de la habitación y llegó a la puerta. Dom y su hermana habían terminado ya y Claire la descubrió y empezó a gritar:

– ¡Se escapa, Dom! ¡Tráela! ¡Quiero hacerlo otra vez!

Dom saltó de la cama y corrió hacia su esposa. Skye había abierto la puerta. Cuando él estiró el brazo para atraparla, ella se hizo a un lado. Dom tropezó cerca de la puerta abierta, perdió el equilibrio y cayó, aullando, por las escaleras de piedra que llevaban al salón de su hermana.

Hubo un silencio tenso y terrible. Dom estaba tendido allá abajo, descoyuntado, con el cuerpo en una posición imposible. Claire saltó de la cama y se quedó de pie mirando las escaleras. Luego se volvió hacia Skye y aulló:

– ¡Lo has matado! ¡Has matado a Dom!

«Que la Santa Virgen me perdone -pensó Skye-, pero espero que esté bien muerto.» Luego, el alivio la inundó y, entonces, se volvió hacia Claire y la abofeteó con furia. Su mano quedó marcada en la mejilla de su cuñada.

– Cállate, perra asquerosa. ¡Cállate!

– Necesitamos ayuda -gimió Claire.

– Todavía no.

– Quieres que se muera -llegó la desesperada acusación.

– No lo niego -dijo Skye con voz inexpresiva, y Claire se apartó de ella como de una víbora-. Pero antes de buscar ayuda, tenemos que vestirnos. ¿Qué crees que pensarán los sirvientes si nos encuentran a los tres desnudos? No quiero ese escándalo en la vida de mis hijos. ¡Vístete! Después ve a buscar ropa a mi habitación. ¡Rápido!