Brian y Shane, a sus siete y seis años, respectivamente, habían empezado a aprender algunos rudimentos sobre el mar, los barcos y los métodos, no siempre legales, de su padre en los negocios.

Brian fue asignado a un barco llamado Viento del Oeste y Shane al Estrella del Norte. Nunca saldrían de viaje al mismo tiempo y de tanto en tanto los dos muchachos podrían estar juntos en el castillo familiar, para que Skye pudiera evaluarlos mientras crecían. Los dos eran verdaderos O'Malley, y les gustaba el mar. Confiaban en él como en un viejo amigo al que había que respetar. A Skye le hubiera gustado que su padre los pudiera ver. Sabía que habría estado orgulloso de ellos.

Con la ayuda del obispo O'Malley y la donación de una buena dote a la Iglesia, Niall Burke consiguió la anulación de su matrimonio con Darragh O'Neill. Ella volvió, feliz, al convento y tomó votos definitivos en cuanto pudo. El MacWilliam hizo llamar a Seamus O'Malley y le pidió formalmente la mano de Skye O'Malley para su hijo Niall. Con el permiso de ella, las negociaciones podrían empezar inmediatamente.

– Ahora no estoy segura -dijo Skye, con sonrisa traviesa.

– ¡Por los huesos de Jesucristo! -rugió el obispo, que durante un segundo se pareció tanto a su hermano que la sobrina estalló en carcajadas. El obispo, la cara larga y ofendida, le preguntó-: ¿Qué quiere decir eso de que ahora no estoy segura? ¡Desde que te vio por primera vez, Niall Burke no ha amado a otra sino a ti y tú sientes lo mismo por él! Ahora que puedes, no sabes si quieres o no… ¡Por los cielos, mujer! ¡Decídete! -Tenía la cara regordeta completamente enrojecida y los ojos azules casi negros de furia.

La risa de Skye murió en su garganta. Arrodillada, inclinó su cabeza sobre la rodilla del prelado.

– No es porque no ame a Niall, tío; lo quiero mucho. Es el único hombre en el mundo para mí, y siempre lo será. Pero ya no soy una niña. Ya no sueño solamente con un hombre y con hijos. Tal vez nunca quise sólo eso, en realidad.

– Ten cuidado, muchacha -le advirtió Seamus O'Malley-. Estamos tratando con el MacWilliam y su heredero. Son tus señores.

– ¡Que ellos también se cuiden! -le ladró Skye-. ¡Yo soy la O'Malley!

Seamus O'Malley dominó su temperamento.

– ¿Qué es lo que quieres, sobrina? Dime algo concreto.

– Mi matrimonio no debe afectar mi posición como la O'Malley y no quiero que mi esposo y mi suegro interfieran en eso. La responsabilidad de las propiedades y negocios del clan debe ser mía hasta que pueda transferírselo a uno de mis hermanos. Papá quería que fuera así y no permitiré que los Burke metan sus codiciosos dedos en las arcas de los O'Malley. Les llevaré la dote de una princesa y eso es todo lo que pienso darles. No quiero que nadie se meta en los asuntos de los O'Malley.

El obispo asintió.

– Eres muy astuta, sobrina, pero no sé si podremos hacer que el MacWilliam acepte de buen grado tus condiciones. Él es un hombre muy astuto también. Y poderoso.

– Vamos, tío, tú eres un negociante consumado. ¿No pactaste con tus amigos de Roma para que se anulara el matrimonio de Niall? Los dos sabemos que la razón por la que me quiere el MacWilliam no es ni mi cabello negro ni mis ojos azules ni mis tetas. Está pensando en nuestros barcos, pero esos barcos no son míos y no puedo entregarlos. Son de mis hermanos y no quiero que los hijos de mi padre se queden sin lo que les corresponde sólo para conseguir mi felicidad. Le ofrezco a ese viejo astuto una dote mayor que la de cualquiera de sus candidatas de la alta aristocracia, y también le ofrezco algo mejor que dinero, porque soy muy buena madre y suelo dar a luz varones… ¡Tiéntalo con eso! A pesar de su inteligencia, no tiene más que un heredero. Yo le daré media docena de nietos.

El obispo rió.

– Eres una mujer muy astuta y muy malvada, sobrina. Tu actitud hacia el sacramento del matrimonio resulta bastante escandalosa. Estoy pensando en las penitencias que debo imponerte.

– Las aceptaré con gusto, tío, si Niall Burke realmente me ama. -Y Skye se puso seria de nuevo-. Eso es lo que tengo que saber. La última vez aceptó la voluntad de su padre con demasiada facilidad y no luchó por mí. Ahora debe enfrentarse al MacWilliam para probarme que me ama.

– ¿Y si el MacWilliam rechaza tu propuesta?

– No lo hará. Pero si lo hace, y Niall realmente me ama, se casará conmigo de todos modos.

– Muy bien, Skye. Que sea como tú quieras.

– Gracias, tío -replicó ella con los ojos bajos, y él se rió y le palmeó la espalda con cariño.


El MacWilliam rugió cuando fue informado de las condiciones de Skye, pero Seamus O'Malley permaneció firme. Incluso después de la boda, Skye seguiría siendo la O'Malley y tendría el control absoluto sobre los asuntos de familia.

– Los O'Brian tienen una chica excelente que ya está madura para el matrimonio -dijo el MacWilliam con expresión astuta.

– Que se la lleve el diablo -gritó Niall, y el obispo disimuló una sonrisa-. Quiero a Skye y pienso casarme con ella aunque tenga que romperte el cuello.

El MacWilliam miró a su hijo con aire ofendido.

– Si estás tan decidido, así sea. Espero que no tardes en darme varios nietos. No me estoy haciendo más joven, te lo aseguro.

Seamus O'Malley volvió a casa de su sobrina para comunicarle con alegría que sus términos habían sido aceptados y que Niall Burke había luchado por ella. Los O'Malley estaban muy excitados porque uno de ellos iba a casarse con Niall Burke. Pero Skye estaba tranquila. No se alteró en ningún momento.

– Debes ser de hielo -le hizo notar su hermana Peigi-. Él es lo que siempre deseaste. Y Dios sabe que su reputación con las mujeres haría que cualquiera cayera desmayada de amor por él. Tú ya tuviste una muestra de su forma de hacer el amor, así que tienes que estar contenta con la idea de casarte con él.

– Sí, pero todavía no me he casado, Peigi. Tengo miedo de alegrarme demasiado pronto y de que todo acabe siendo sólo un sueño. Si no pierdo la calma y no llamo la atención, tal vez los espíritus que pueden envidiar mi buena fortuna no se den cuenta y me olviden.

– Dios tenga piedad de ti, hermanita, ¿qué tonterías paganas son ésas? Gracias a Dios que no llevas nuestros negocios de esa forma.

Skye meneó la cabeza y no dijo nada. Sabía que incluso allí, en el corazón de la devota Irlanda, se colocaba comida y bebida en los umbrales como ofrenda a los espíritus de la magia. Sabía que la comunidad marcaba a algunas muchachas de virtud ejemplar como sagradas y que el cuidado de su virginidad quedaba en manos de un espíritu celta muy antiguo que se materializaba para defender la inocencia de la niña y destruir a cualquier violador que la amenazara. Ella y los hombres de su flota rendían tributo a Mannanan MacLir, el antiguo dios irlandés del mar, antes de cada viaje.

Además, habían pasado dieciocho meses desde la última vez que había visto a Niall y estaba un poco asustada. En ese tiempo ningún hombre la había molestado. Su aversión a ser tocada había amainado un tanto y ahora le permitía a Mag que la bañara y la vistiera de nuevo.

Como si Niall hubiera adivinado sus temores, llegó sin hacerse anunciar a la isla de Innisfana. La encontró en la rosaleda de su madre, cortando algunos pimpollos florecidos. Durante unos minutos, se quedó de pie, a la sombra de un árbol y la miró. Se dio cuenta de que nunca la había visto en un momento en que no estuviera ocupada. Iba vestida a la irlandesa, con una falda brillante y roja de lana suave y liviana. Se la había levantado y él se dio cuenta de que estaba descalza y con las piernas desnudas. Su blusa era de lino fino y blanco y estaba muy bien lavada. Las mangas eran cortas y el escote, profundo, un escote que dejaba entrever los senos cuando se inclinaba para inhalar la delicada fragancia de las flores. Su cabello renegrido estaba suelto en el viento y aleteaba ligeramente sobre sus hombros siguiendo el ritmo de la leve brisa. Llevaba una canasta ancha, casi chata, con bastantes rosas. Inis, su enorme perro, caminaba lentamente junto a ella.

Estaba más hermosa de lo que él la recordaba y el corazón de Niall latió un poco más rápido cuando se dio cuenta de que esa mujer iba a ser su esposa. Ya no tenía la inocencia de la joven de quince años que él había conocido. Y le resultaba difícil recordarla así, ahora que, con la sangre temblando de emoción, veía a esa criatura de diecinueve años. Dejó que sus ojos se demoraran sobre el tenue color rosado de las mejillas, sobre la forma en que sus pestañas trazaban finas rayas negras contra la piel del rostro. La grácil figura de Skye O'Malley se movía con gracia infinita. Con sólo mirarla, sentía un placer intenso.

Después de un rato, dio un paso para apartarse del árbol en que se había escondido y al descubrirlo el gran perro de Skye tensó su cuerpo y empezó a gruñir para advertir a su ama de la presencia de un extraño.

– Me alegro de que estés tan bien protegida, Skye.

– Estira la mano, Niall, para que Inis pueda olfatearte. -Skye palmeó al perro-. Es un amigo, Inis. Niall es mi amigo.

Lord Burke dejó que el perro lo olfateara. Luego lo palmeó y le habló para tranquilizarlo. El animal lo miró primero con desconfianza, con sus ojos líquidos color ámbar, y luego una nariz fría y húmeda se hundió en su mano.

– ¡Le gustas!

– Y si no le hubiera gustado, ¿qué?

– Habríais tenido dificultades para reclamar vuestros derechos maritales después de la boda, milord -dijo ella, bromeando.

Luego se puso seria de pronto, y él, también. Después de un momento, Niall le tendió los brazos y ella, sin dudarlo un momento, caminó hasta él y dejó que la abrazara. Los brazos de Niall la rodearon y ella se quedó quieta, escuchando junto a su mejilla el rápido latido del corazón del hombre a quien amaba.

– Te amo, muchacha -dijo él con voz tranquila.

– Yo también te amo, milord Burke. Me gustaría sellar este amor con un beso -propuso Skye con suavidad, levantando la cabeza.

La boca de él la buscó con dulzura. Al primer contacto de los labios, ella se sintió aterrorizada, pero notó que la gran mano de Niall le acariciaba el cabello y lo oyó murmurarle al oído:

– No, amor, no temas, soy Niall, y te amo.

Entonces, con un suspiro, ella se le entregó y cuando él la soltó finalmente, vio sus ojos azules, resplandecientes de alegría.

– ¿Ahora estás bien, amor mío? -le preguntó él, aunque sabía la respuesta.

– Sí, milord. Por un momento… Pero ya se me ha pasado.

– Siempre seré cariñoso contigo, Skye.

– Lo sé -dijo ella-. ¿Cuánto rato llevabas espiándome?

– Unos minutos. Estabas preciosa con los pies descalzos y las rosas en tus manos.

– Una imagen no muy digna, diría yo -enrojeció ella-. Como la O'Malley debería haber navegado a tu encuentro, prometido mío.

– Deja a la O'Malley en el mar, amor mío. Yo prefiero a las niñas descalzas, especialmente a la que tengo entre los brazos. Además, no sabías que venía. Y detrás de mí, a un día apenas, viene el heredero del señor, ansioso porque tu tío nos comprometa formalmente en un par de días, ansioso por firmar el contrato. ¿Te parece bien, amor mío?

– ¡Oh, Niall! ¡Sí, sí!

– Y luego -siguió él-, después de que el compromiso sea anunciado podemos casarnos dentro de tres semanas.

– ¡Sí! -Y luego, bruscamente, la cara de Skye se puso seria-. No, no puede ser dentro de tres semanas. ¡Maldita sea! Parto para Argel la semana que viene.

– ¿Para Argel? ¿Por qué?

– Se nos ha sugerido que pongamos un puesto comercial en Argel, y no puedo dar mi aprobación hasta que no haya examinado las posibilidades sobre el terreno. No quiero malgastar el oro de los O'Malley ni sus recursos.

– ¿Y por qué la semana que viene? ¿No puedes ir más adelante?

Skye adivinaba la irritación en la voz profunda de Niall.

– Niall, lo lamento, pero para ganar la licencia de Argel, debemos conseguir el permiso del Dey, que representa a la Sublime Puerta en Constantinopla. Sin la aprobación del Dey, no podemos comerciar con seguridad en el Mediterráneo.

– ¿Y no puedes enviarle algún dinero para comprarlo?

Skye rió.

– Vamos a darle dinero, claro, pero los turcos hacen las cosas de otro modo. Nosotros somos bastante directos, pero ellos exigen gracia y elegancia, incluso en los tratos comerciales. Cuando el Dey supo que la jefa de la compañía O'Malley es una mujer, exigió conocerme personalmente. Mis representantes no se atrevieron a rehusar. Así que tengo que ir, o corro el riesgo de insultar al Dey, y eso es como insultar al Sultán. No nos concederían el permiso comercial, claro. O, lo que sería peor, marcarían los barcos de los O'Malley como presas para los piratas berberiscos que navegan a las órdenes del Dey. Nos arruinaríamos. Tengo que ir. Y ya han establecido la fecha de la cita.