– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

– Por lo menos tres meses.

– ¿Tres meses? Maldita sea, Skye, es demasiado tiempo.

Los ojos de ella se encendieron.

– Ven conmigo, Niall. ¡Ven conmigo a Argel! Sé que les debemos a nuestras familias el placer de casarnos con toda pompa. Pero una vez que estemos comprometidos, nadie va a oponerse a que me acompañes. Podemos casarnos por la Iglesia cuando volvamos. Ven conmigo, amor mío… ¡Por favor, acompáñame a Argel!

Era una idea loca, muy poco práctica y él estuvo a punto de negarse a aceptar. Después pensó en los largos días y noches que lo esperaban, respiró hondo y dijo:

– Está bien, Skye, amor mío. Iré contigo. Debo de estar loco.

Con un grito de alegría, ella se arrojó a sus brazos.


Varios días después, en la misma capilla que había visto el bautismo de Skye y el principio de su desastroso matrimonio con Dom O'Flaherty, se celebró su compromiso con Niall Burke. Ella lamentó la ausencia de su padre en ese momento de alegría, pero el evidente entusiasmo del MacWilliam la ayudó a superar su tristeza.

Apenas terminó la ceremonia, Skye dejó a su prometido y a sus huéspedes al cuidado de sus hermanas y se dedicó a supervisar los preparativos del viaje. Navegarían con una flota de nueve barcos. El barco insignia era el Faoileag (la Gaviota). También irían el barco de su padre, Righ A'Mbara (Rey del Mar); el de Anne, el Banrigh A'Ceo (Reina de la Neblina), que había sido un regalo de bodas del O'Malley, y los seis barcos que pertenecían a Skye y sus hermanas. Los llamaban «Las seis hijas» porque todos incluían la palabra en su nombre: Inghean A'Slan (Hija de la Tormenta), Inghean A'Ceo (Hija de la Neblina), Inghean A'Mhara (Hija del Mar), Inghean A'Ear (Hija del Oeste) e Inghean A'Ay (Hija de la Isla).

Skye ordenó que los prepararan y aprovisionaran concienzudamente y eligió personalmente las tripulaciones. Quería causar una buena impresión al Dey. El permiso para comerciar con Argel era sinónimo de riqueza.

Y así, una semana después de haberse comprometido con Skye, Niall Burke se encontró en la cubierta de un barco que navegaba por la Bahía O'Malley hacia el azul furioso del océano Atlántico. No era marinero por naturaleza y no le gustaba especialmente el mar. Pero el clima era tolerable y no tardó en acostumbrarse al balanceo del barco. En cambio, le costó mucho dejar de asombrarse ante la mujer que comandaba la flota, una Skye completamente distinta de la que él conocía y amaba.

En alta mar, la O'Malley era increíblemente competente y tenía conocimientos profundos en temas que él casi no comprendía. Los hombres que la rodeaban hacían lo que ella les pedía sin dudarlo un instante, jamás cuestionaban sus órdenes y la escuchaban con un respeto evidente y profundo. Si ella no hubiera seguido siendo su dulce Skye en la intimidad de la cabina, Niall se habría sentido realmente asustado ante esa guerrera. Por suerte, tenía sentido del humor y pronto se dio cuenta de que iba a necesitarlo.

Aunque compartía el camarote con Skye, dormía a solas en la litera de un pequeño camarote con el gran perro Inis como único compañero. El sabueso le profesaba una singular devoción y Skye estaba encantada, porque Inis siempre había odiado a Dom. Lord Burke se divertía entrenando al perro, que era inteligente, pero no tenía educación alguna. También pasaba largos ratos en compañía del capitán MacGuire, el mismo que lo había devuelto a su casa hacía ya varios años, después de la noche de bodas de Skye.

MacGuire empezó a enseñarle los rudimentos de los oficios del mar, porque según creía:

– Los O'Malley son medio peces y si vais a casaros con uno de ellos, será mejor que comprendáis por qué aman el mar, aunque vos no lo améis.

Niall Burke lo escuchaba y aprendía. Pronto empezó a admirar profundamente a los hombres que vivían y trabajaban en el mar.

Pasaba todas las noches con Skye, pero ella no quería hacer el amor con él.

– No soy una simple pasajera en este viaje -le dijo-. Si me necesitan en plena noche y estamos… -Los ojos azules brillaron de alegría y él sonrió, a pesar de su desilusión. Para recompensar su paciencia, ella se arrojaba a sus brazos y lo besaba con pasión mientras sus senos se apoyaban contra su corazón palpitante, provocándole, y la lengua jugaba en su boca.

En una ocasión, Niall la empujó y la pateó y ambos cayeron sobre la litera del camarote del capitán. Skye sintió que los botones de su camisa se desabrochaban como por arte de magia y la boca de él quemó la suave piel de sus senos, restregándose contra un pezón que bruscamente se había endurecido y chupándolo hasta que el temblor que ella sentía entre las piernas se le hizo casi insoportable.

Entonces él levantó la cabeza y sus ojos plateados la miraron divertidos y tolerantes.

– Tú eres la capitana de este barco, Skye pero yo quiero ser capitán de este camarote, si no te importa. Si vuelves a acariciarme y besarme así, querida, te pondré de espaldas en la cama antes de que puedas abrir la boca. ¿Me comprendes, amor mío?

– Sí, capitán -contestó ella, y él vio admiración en esos ojos profundos y se sintió confortado.

El clima fue milagrosamente benigno durante todo el viaje hacia el sur. La flota esquivó la traicionera bahía de Vizcaya con la simple maniobra de mantenerse alejado de la costa, en aguas profundas. Luego navegaron bordeando el cabo de San Vicente y a través del golfo de Cádiz y el peñón de Gibraltar hacia el Mediterráneo. A apenas unos días de Argel, una tormenta de vientos cruzados azotó a la flota de los O'Malley y los barcos se separaron. El viento y las olas eran tremendos. La lluvia barría las cubiertas y bajaba hasta los camarotes inferiores. Justo cuando se creían a salvo porque la tormenta había amainado, un cañonazo los puso cara a cara con los piratas berberiscos.

La bandera que les había entregado el Dey para que hicieran la travesía sin problemas había desaparecido en la tormenta y dos barcos los atacaban al mismo tiempo. No había otra alternativa. Tenían que luchar. Los hombres de Skye estaban ansiosos por entrar en combate. Sacaron las armas y se volvieron con furia hacia el enemigo.

Volaron los ganchos de abordaje y la Gaviota se vio aprisionada por el barco pirata. Debajo de las cubiertas, la tripulación trabajaba con rapidez para hundir al otro barco, que se aproximaba peligrosamente, y en cubierta, Skye, espada en mano, comandaba a sus hombres contra los piratas que habían abordado la nave.

Horrorizado, orgulloso del coraje de Skye, pero temiendo por su vida, lord Burke desenvainó su espada y se dispuso a subir a cubierta, pero MacGuire lo detuvo.

– Está bien, muchacho. Quedaos conmigo. Si vais allá arriba con ella, estará más preocupada por vos que por el barco. No os necesita. Si nos llama, iremos; pero por ahora impediremos que los infieles puedan bajar a las bodegas por esta escalera. -Y el capitán, con la pipa entre los dientes, saltó hacia delante para enfrentarse a un rufián barbudo y de cabello encrespado que estaba tratando de llegar a los camarotes. Niall, que se daba cuenta de que MacGuire tenía razón, se sumó a la lucha.

Los artilleros de la Gaviota lograron hundir la segunda nave y el grito de triunfo se elevó sobre las cabezas de los hombres de la O'Malley, que ya empezaba a obligar a los invasores a abandonar el barco. Los ganchos desaparecieron. Lentamente empezó a formarse una lengua de agua entre ambos barcos. Los piratas huyeron hacia su nave.

Lo que sucedió después nunca quedó claro para los marineros que lo vivieron. Una gigantesca ola solitaria, que formaba parte de la tormenta que habían dejado atrás, embistió a la nave con furia, por su costado y Niall Burke fue arrastrado por encima de la borda hacia el mar. Oyó que Skye gritaba su nombre y luego Inis aterrizó junto a él en el agua. Vio que arriaban un bote a toda velocidad y supo, que en un segundo, él y el perro volverían a la cubierta de la Gaviota.

En el barco, arriba, Skye estaba fuera de sí. La tripulación no la reconocía.

– ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Vosotros, idiotas, más rápido! Arriad el bote antes de que desaparezcan. ¡Si se ahoga él o el perro voy a colgaros del mástil, lo juro!

El bote golpeó contra el agua y los remeros lo llevaron hasta lord Burke e Inis. Skye dirigió el rescate desde la cubierta del barco. En el espumeante mar, la oscura cabeza de Niall flotaba cerca del pelaje plateado de Inis. Con la atención puesta en el rescate, todos se olvidaron de los piratas.

El capitán y la tripulación de la nave enemiga habían estado observando el espectáculo y de pronto, a una señal del capitán pirata, su barco se aproximó con rapidez a la Gaviota. Sin darle tiempo a reaccionar, tomó a Skye por la cintura, la levantó de la cubierta de la Gaviota y la pasó a su barco.

Ella se volvió con un alarido de furia, intentado arañarle, pero su captor se rió con los dientes blancos sobre la cara morena y la barba negra. Ella luchó contra él y oyó que su tripulación gritaba, pero ahora los piratas atacaban con los mosquetes en un intento de entorpecer el rescate de lord Burke.

El bote había llegado hasta él finalmente y los hombres pudieron sacar del agua al hombre y al perro.

– Gracias a Dios -sollozó Skye.

Oyó que Niall gritaba su nombre y se volvió, cogiendo a su captor desprevenido. Se liberó un momento y gritó:

– ¡Niall! ¡Niall!

Se escuchó el chasquido ronco de un mosquete y una mancha roja brotó del pecho de lord Burke. Skye miraba, horrorizada, paralizada; un grito sacudió el aire cuando ella lo vio caer en el bote.

– ¡Lo he matado! ¡Dios mío! ¡Lo he matado! -Y, con un gemido de angustia, se deslizó hacia la oscuridad que se elevaba hacia ella para librarla del dolor.

SEGUNDA PARTE

Argel

Capítulo 8

El jardín de Kahlid el Bey estaba pensado para ser un paraíso de paz y perfección. Era rectangular y quedaba justo debajo de la casa del Bey, un edificio de dos plantas construido en mármol, que se elevaba sobre la ciudad de Argel. La vista desde el jardín y la casa era magnífica. Desde allí podía distinguirse la ciudad con su nuevo fuerte turco -el Casbah- y el azul del Mediterráneo que salpicaba la arena más abajo.

Había limoneros y naranjos y altos pinos siempre verdes y rosas de todos los colores imaginables. Una pileta en forma de T, con el travesaño largo sembrado de fuentes ocupaba el centro del paseo.

Los senderos, de grava ligera muy bien cuidada, tenían pequeños bancos de mármol a espacios regulares. El jardín de Khalid el Bey rebosaba de sonidos cristalinos: la sonrisa de las fuentes, las canciones de los pájaros y el murmullo de la brisa entre los pinos. De vez en cuando, el zumbido de una abeja.

El único ser humano que disfrutaba del jardín en ese momento era una hermosa mujer que dormitaba en una tumbona. Vestía un caftán azul pálido muy simple y calzaba sandalias de cuero adornadas con oro. Su piel era clara y en sus mejillas se insinuaba un tenue rastro de rubor. Los párpados, suavemente sombreados con carbón azul. Su cabello negro, pesado, casi azul, se desparramaba alrededor de sus hombros.

Khalid el Bey, que acababa de salir al jardín, se quedó de pie, en silencio, mirándola. Era un hombre alto, en sus años de esplendor, con cabello negro que empezaba a teñirse de plata en las sienes. Su piel era dorada y ese color se destacaba junto a la corta barba negra. Sus ojos color ámbar, casi oro, estaban rodeados por largas pestañas negras, no muy comunes en un hombre, pero sí muy atractivas. Khalid el Bey no era ni extremadamente delgado ni abusivamente grueso, lucía un cuerpo musculoso, firme y bien cuidado, que ejercitaba regularmente. Tenía la cara oval, los ojos separados, la nariz larga y aristocrática, los labios delgados pero sensuales.

Ahora, mientras miraba a la hermosa mujer que dormitaba en su jardín, sentía que su instinto no lo había engañado. Esa mujer era realmente hermosa, aunque cuando se la habían traído, hacía ya dos meses, no lo parecía. Entonces estaba muy delgada, con el cabello opaco y sucio. Y había sufrido una fuerte impresión. Sin embargo, él había intuido una preciosa joya bajo esa suciedad y ese aspecto deslucido y, a pesar de las objeciones de Yasmin, la había comprado para su Casa de la Felicidad.

La mujer se había recuperado lentamente. Él en persona la había alimentado con pollo picado. Y había tenido que ponérselo entre los labios partidos la primera semana. La había tratado con dulzura y ella le había respondido. Él era el primero al que había dirigido la palabra.

– ¿Quién sois vos?