– No temo tomar una esposa como ésta, Skye. Todas las sorpresas que escondas servirán para alegrarnos la vida. Te amo, mi pequeño enigma. ¡Te amo!

Unos brazos delgados y lechosos lo rodearon. Los pequeños senos se apretaron contra el oscuro vello del pecho de Khalid y ella le ofreció los labios.

– Khalid, puedes estar seguro, nunca te haría daño. Eres lo único que conozco y estaría perdida sin ti, pero ¿te parece suficiente? Sólo puedo ofrecerte mi persona, y ni siquiera sé muy bien quién soy.

– Lo que hay entre nosotros es maravilloso, Skye. Tu hermoso cuerpo responde al mío. Nos gustamos, y hay muchas parejas que empezaron una vida juntas con mucho menos que eso. No temas, amor mío. No me estás engañando. Es un buen negocio el que estamos haciendo. Tu preocupación por mí te hace más preciada a mis ojos. Pero ahora, mi hermosa -dijo, y la abrazó con fuerza-, ahora quiero hacerte el amor otra vez.

Ella rió, húmeda, refunfuñando, apretándose contra él.

– ¡Aún es temprano!

– Una hora deliciosa -exclamó él, y la recostó contra los azulejos tibios de sol que rodeaban la piscina, y se colocó encima de ella.

– Alguien va a vernos, Khalid.

– Nadie osará perturbarnos -gruñó él. Tenía el miembro erecto y le cosquilleaba con él los muslos-. Te deseo, Skye. Deseo este cuerpecito tentador que tienes. Te quiero cálida y dulce y cediendo a mis manos -le susurró al oído.

Ella tembló de placer cuando la lengua de él exploró su oreja y tembló de nuevo cuando él se movió a lo largo del perfumado contorno del cuello, mordisqueándole el hombro. Pronto se olvidó del sol. Las manos de Khalid exploraban las caderas y le acariciaban los fuegos de la pasión. Luego sintió que le chupaba los senos y le arrancaba un gemido de placer.

– Separa tus piernas para mí ahora, amor mío -murmuró Khalid-. Así, mi hermosa, recíbeme en esa dulzura feroz tan tuya. Oh, Skye…, tu pequeño horno de miel está hecho para mí. ¡Aprisióname, amor mío!

Las palabras de Khalid excitaban a Skye. Sus grandes manos seguían recorriendo su cuerpo, y cuando la gran espada entró en ella, se sintió repleta de amor por él. Los cuerpos se movían al unísono con ímpetu desbordado y cada latido la llevaba más cerca del más dulce de los olvidos. Subió más y más. Luego, se sintió arrastrada por un remolino de joyas y oyó el prolongado y suave grito de una mujer mezclado con un sollozo varonil.

Después, sintió que el sol acariciaba cálidamente su rostro y oyó el agua que golpeteaba los bordes de azulejo de la piscina. Abrió los ojos y miró alrededor. Él yacía boca arriba con los ojos cerrados, pero su voz trajo un color rojo subido a las mejillas de ella.

– Te hicieron para dar placer a un hombre -decía Khalid-, y me siento agradecido por ser ese hombre. Después del desayuno, veremos a Osman, el astrólogo, para que nos diga qué día es el más indicado para nuestra boda. Jean está preparando los papeles que te convertirán en una mujer libre, Skye.

– Ah, mi Khalid, eres tan bueno conmigo. Prometo ser una buena esposa -dijo ella, y se apretó contra la curva de su brazo.

Él sonrió y la acarició.

– Sé que lo serás, amor mío -le contestó.

Desayunaron yogur, brevas y café turco. Después, Skye volvió a sus habitaciones y Khalid el Bey dio la bienvenida a Osman, que le saludó diciendo:

– Ah, mi viejo amigo. Al fin, estás enamorado de nuevo.

Khalid rió.

– No tengo secretos para ti, ¿eh, Osman?

– Las estrellas me lo dicen todo, mi señor. Y me dicen algunas cosas sobre tu amada que tal vez quieras saber. Viene de una tierra neblinosa y verde, al norte, una tierra poblada por espíritus muy fuertes y enormes fuerzas físicas. Nació bajo el signo de Capricornio que, como todos los signos de fuego, es un signo impetuoso y apasionado.

Khalid el Bey se inclinó hacia delante, ansioso.

– ¿Cómo sabes todo eso, Osman?

– Porque una mujer como ésa ha aparecido recientemente en tu horizonte.

– Quiero casarme con ella.

– No puedo detenerte, mi señor.

– No pareces muy entusiasmado, Osman. ¿Qué me ocultas?

– Ella no se quedará contigo, Khalid. No es ése su destino. Su destino está con su gente, de vuelta a su tierra, así está escrito en las estrellas. Hay muchos hombres en su vida, pero siempre seguirá su propio camino, siempre será la dueña de su destino. Y hay un hombre en particular. Los senderos de los dos se han cruzado ya y volverán a hacerlo, estoy seguro. Ese hombre es quien comparte su alma, no tú, amigo mío. ¿No puedes simplemente disfrutarla mientras esté contigo? ¿Tienes que casarte con ella?

Él estaba impresionado. El astrólogo siempre había adivinado su futuro.

– ¿Y si me caso?

– Eso no cambiará nada, mi señor.

– Entonces, me casaré con ella. Porque la amo más que a cualquier otra mujer y quiero ponerla por encima de las demás.

– Y cuando te abandone, ¿la dejarás marchar?

– No me abandonará, Osman. No me dejará porque va a tener hijos conmigo. No es una mujer que abandone a sus hijos. Me dará hijos, ¿verdad?

– No estoy seguro de eso, mi señor. Será madre de muchos hijos, pero sin una comparación exacta de su fecha de nacimiento y la tuya, no puedo decirlo con seguridad.

– ¡Me dará hijos! -aseguró él con firmeza.

Osman sonrió sin convencimiento.

Le preocupaba Khalid. La misteriosa mujer traía confusión a la carta de Khalid el Bey. Había una zona oscura que Osman no podía desentrañar, y eso le preocupaba. Sin embargo, si su amigo estaba decidido a casarse por lo menos tenía que elegir el día más propicio. Extendió sus cartas con cuidado, hizo cálculos y finalmente dijo:

– El sábado, cuando salga la luna, la tomarás por esposa.

– Gracias, amigo mío. Vendrás a celebrarlo con nosotros, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. ¿Va a ser una fiesta a lo grande, Khalid?

– No, Osman. Solamente media docena de invitados. Mi banquero, el jefe de la hermandad mercante, el intérprete de Alá, el comandante turco y Jean, mi secretario.

– ¿Y Yasmin?

– No lo creo.

– Yasmin te ama, Khalid.

– Yasmin cree que me ama, Osman, y aceptará mis planes por su fe en mí. Además, ya no tendrá contacto con Skye. No puedo dejar que mi esposa trate con una prostituta.

Osman tuvo que reírse.

– Esas son palabras del musulmán y el español que hay en ti, Khalid. -Se puso en pie-. Hasta el sábado, mi señor Bey. Te deseo suerte con Yasmin.

Khalid el Bey se sentó a meditar en soledad un rato. El astrólogo tenía razón. Yasmin era un problema y debía solucionarlo. Cuanto antes, mejor. Se levantó, pidió caballos y en el calor de la media tarde, cabalgó hasta el corazón de la ciudad y la Casa de la Felicidad.

El edificio que albergaba su más famoso burdel estaba construido alrededor de un patio con una gran fuente central. El flanco de la casa, que daba a la calle, era blanco y sin ventanas ni adornos, excepto en la entrada, una doble puerta de roble ennegrecido con grandes columnas de bronce pulido. Junto a las puertas había dos gigantes negros vestidos con pantalones de raso escarlata y chaquetillas de tela dorada, turbantes y babuchas acabadas en punta. Tenían el atlético pecho desnudo y musculosos brazos aceitados que brillaban a la luz del sol y de las antorchas. Sonrieron con dientes brillantes cuando el amo pasó a caballo junto a ellos en dirección al patio.

Khalid el Bey desmontó y entregó las riendas a una hermosa niña de diez años que le sonrió con un gesto adulto y provocativo. Tenía los pies y los senos desnudos y vestía sólo unos pantalones de gasa blanca que dejaban ver sus redondas nalgas. Una buena innovación, pensó Khalid, que sabía que muchos de sus clientes berberiscos preferían a las niñas impúberes.

Durante un minuto se quedó allí de pie, mirándolo todo con aires de patrón. Todo estaba en orden. Se alegró. Las paredes de ladrillo estaban bien cuidadas, los setos bien cortados, los cuadros de flores coloridos y fragantes.

– ¡Mi señor Khalid, qué honor! -Yasmin bajó corriendo por los escalones de la puerta a recibirlo con el caftán de seda negra y oro aleteando al viento. Se había perfumado con almizcle y él vio sus pezones color bermellón a través del brillo de la seda. Tenía el cabello dorado adornado con perlas negras, y una gardenia color crema detrás de una oreja. Khalid siempre se había asombrado de la forma en que ella intuía la llegada de un cliente importante y bajaba inmediatamente a recibirlo.

– Mi querida Yasmin, estás tan hermosa como siempre. -Khalid rió por dentro cuando la vio inflarse de placer-. Ven. Quiero hablar contigo. -La condujo a las habitaciones que ella ocupaba en el edificio y esperó pacientemente a que le sirvieran café y tortitas de almendra y miel.

Finalmente, ella le preguntó:

– ¿Cómo está Skye?

– De eso precisamente es de lo que he venido a discutir contigo -le explicó él-. He decidido que este tipo de vida no es para ella.

– ¡Loado sea Alá! ¡Por fin habéis recuperado el sentido común!

Él sonrió levemente.

– No te gusta Skye, ¿verdad?

– ¡No!

– Entonces, ya no tendrás que encargarte de ella, Yasmin.

– ¿La habéis vendido?

– No. Voy a tomarla por esposa. El intérprete de Alá de Argel nos unirá el sábado cuando salga la luna.

La cara de Yasmin cambió de pronto. Luego, recuperándose tan rápidamente como pudo, rió débilmente.

– Bromeáis, mi señor… Es gracioso, me asustasteis. ¡Ja, ja!

– No es broma -dijo él con voz calmada-. Skye será mi esposa.

– ¡Pero es una esclava!

– No, ya no lo es. La he liberado. Nunca fue esclava, Yasmin.

– ¿Y yo sí?

– Tú naciste esclava, de padres esclavos y antepasados esclavos. Es tu destino.

– ¡Pero yo os amo! ¿Skye os ama? ¿Cómo puede amaros? Apenas os conoce. Yo os conozco, Khalid y sé lo que os gusta. ¡Dejadme satisfaceros! -rogó, y se arrojó a sus pies.

Él la miró con sincera pena. Pobre Yasmin, con todas sus artes orientales para agradar a un hombre. Sí, las había disfrutado una vez, pero después lo habían aburrido. La forma de amar del Medio Oriente era degradante para la mujer. Se le enseñaba a complacer a un hombre que se dejaba hacer, sin tomar la iniciativa, excepto para eyacular mecánicamente la semilla. Era la mujer la que debía ser agradable, la mujer la que tenía que hacerlo todo. La responsabilidad del placer del acto era de ella, y si fracasaba…, bueno, para eso estaba la tunda de bastonazos.

Cuánto mejor, pensó, era la forma europea de hacer el amor, en la que el hombre era el que tomaba la iniciativa, en la que la virilidad dominaba y sometía a la mujer y el clímax de ella era un acto de sometimiento, el más dulce. Eso excitaba los sentidos del hombre y halagaba su orgullo.

– Amo a Skye -dijo Khalid entonces-, y la decisión ha sido mía. Y tú, mi más preciada y hermosa esclava, no tienes derecho a cuestionarla.

– ¿Qué haréis conmigo?

– Nada. Seguirás con tus obligaciones. -Y después de una pausa, Khalid le preguntó-: ¿Te gustaría que te liberara, Yasmin? Así te pagaría por todo lo que has hecho por mí.

Yasmin se horrorizó. Su esclavitud la ligaba a Khalid el Bey. Sin ella, él podría echarla cuando quisiera, y ahora probablemente lo haría.

– ¡No! ¡No, mi señor! No quiero mi libertad.

– Bueno, está bien, amiga mía. Será como desees. Ahora, levántate, Yasmin y despídeme. -Se levantó. La tomó del brazo para ayudarla a ponerse en pie-. Realmente eres inestimable para mí, Yasmin -añadió en voz baja, y aunque ella sabía que era sólo una forma de consolarla, se sintió un poco mejor.

– ¿Cuándo creéis que puedo ir a desearle suerte a lady Skye?

– Preferiría que no lo hicieses, Yasmin. Como cualquier hombre sensato, prefiero que mi esposa no tenga nada que ver con mis negocios.

– Comprendo, mi señor Khalid -dijo ella con suavidad, y pensó con amargura: «Sí, lo comprendo perfectamente. No quieres que tu preciosa esposa tenga tratos con una prostituta. ¡Y yo soy una prostituta!»

Caminaron hasta el patio iluminado por el sol y la muchachita de diez años le trajo el caballo a Khalid. El Señor de las Prostitutas de Argel rió y acarició a la niña en el mentón, luego le entregó una moneda de plata.

– Un hermoso detalle, Yasmin -le dijo como cumplido. Luego, montando en el brioso animal, Khalid el Bey se alejó de su burdel.

Capítulo 10

En los días que siguieron se ultimaron los preparativos de la boda de Khalid el Bey. Se mandaron las pocas invitaciones que el señor quiso hacer, se planificaron la ceremonia, la comida y el entretenimiento, y se decoró la cámara nupcial. Como la pérdida de memoria de Skye le impedía tener preferencias religiosas, y puesto que había practicado el islamismo desde que llegara a la casa de Khalid el Bey, el jefe de intérpretes del Corán de Argel no encontró impedimentos para celebrar la boda.