La tarde de la ceremonia, seis vírgenes de la Casa de la Felicidad llegaron a la residencia de Khalid el Bey. A diferencia de los turcos, que separaban a los sexos en las bodas, los habitantes de Argel eran menos formales. Aunque no era necesario que la novia estuviera en la ceremonia religiosa, que se realizaría en la mezquita del barrio, ella y otras mujeres serían invitadas a la fiesta. ¿Qué es una celebración sin la fragancia y la suavidad de la feminidad?
El pequeño secretario francés, Jean, había obtenido su libertad en honor al matrimonio de su amo. Sin embargo, había elegido permanecer en su empleo y no regresar a su país. Él y otros huéspedes serían agasajados con compañía femenina esa noche. Khalid y Skye inspeccionaron a las chicas y decidieron quién sería para quién.
– Creo -dijo él- que esa muchacha regordeta de Provenza con los ojos oscuros color frambuesa le irá bien al intérprete. Es joven todavía pero suele ser un hombre serio y está cargado de responsabilidades dada la importancia de su posición.
– ¿No tiene una esposa que lo ayude en su quehacer?
– No, Skye, no, aunque me consta que no es célibe.
– Entonces, es una buena elección, mi señor, porque si ella llega a quererlo, y es correspondida, será una buena compañera para él. Debajo de su juventud y su sensualidad veo a una buena esposa y una buena madre.
– ¡Bravo, mi Skye! -exclamó Khalid, sonriente-. Yo también me doy cuenta de eso, y pienso que, si Dios lo quiere así, el intérprete de las escrituras me estará profundamente agradecido cuando nazca su primer hijo varón. En cuanto al presidente de la liga de mercaderes y a mi banquero…, las rubias. Las hermanas. Esos dos caballeros están ya en el ecuador de su vida y ambos tienen esposa y una casa llena de niños glotones y parientes ruidosos. En estos casos lo que se necesita es exclusivamente físico. Muchachitas cuyos ojos claros se llenen de admiración con facilidad, mujeres de senos suaves, grandes y bien maquilladas que solamente deseen agradar al hombre.
Skye examinó a las dos muchachas. Eran criaturas con seductores cuerpos que cumplían todos los requisitos.
– ¿Y Osman y Jean? -preguntó.
– Esa muchachita de los ojos castaños y suaves, y maravilloso cabello castaño viene de Bretaña, como él. Serán una sorpresa el uno para el otro.
– Ah, Khalid, eso sí que es amable de tu parte. La muchacha parece asustada, pero Jean la ayudará, y yo me sentiré muy feliz si tengo una amiga en esta casa.
– Sí, será una buena compañera para ti. No lo había pensado.
– ¡Déjame adivinar a la otra, Khalid! Esa muchacha seria y dulce es para Osman.
– Sí. -Los ojos de él la miraron divertidos.
– Entonces, quieres a esa criatura feroz para el comandante turco. ¡Dios, Khalid! Tiene aspecto de devoradora de hombres. ¿Te parece lógico entregársela?
– Amor mío, hay muchas cosas que no recuerdas de la naturaleza humana. El comandante de la fortaleza Casbah es cliente regular de la Casa de la Felicidad. Sus preferencias son…, bueno, algo sofisticadas. Una conquista fácil lo aburre mortalmente. Le atraen las mujeres que pueden oponerle resistencia. La muchacha que he elegido para él es medio mora, medio berebere. Es una salvaje y seguramente será de su agrado. Ahora, amor mío, ocúpate de que aseen y vistan a las muchachas a tiempo para la fiesta. La próxima vez que nos veamos, dulce Skye, serás mi esposa. -Sus ojos dorados y ámbar la llenaron de calidez. La boca de su prometido la rozó con cariño y luego él se volvió y se fue.
Ella suspiró. Khalid era muy bueno con ella. Y sin embargo, a ella le rondaba la idea de que tal vez no debiera casarse con él. Había algo en su interior que la torturaba, pero por más que lo intentaba, no lograba entender de qué se trataba. A veces, en sus sueños había un hombre, siempre el mismo, pero no lo veía con claridad, solamente lo oía gritar su nombre: Skye, Skye. No tenía sentido.
Suspiró, dio una palmada y los esclavos llegaron corriendo. Dio las órdenes pertinentes para que prepararan a las seis muchachas. Luego, se dedicó a elegir la ropa que usarían en la fiesta, revisando el vasto guardarropa del harén.
Para la muchacha de Provenza, de piel dorada y cabello oscuro, la que acompañaría al intérprete, encontró unos pantalones de seda color durazno, una faja dorada en oro y una chaquetilla con lentejuelas de oro. Por el calor y la hora de la fiesta, dejó de lado las blusas de gasa suave. Era fácil elegir para las rubias: rosado bebé para ambas. Para la bretona de cabello y ojos castaños, el verde manzana era perfecto. Para la muchacha de Osman, un azul celeste que destacaba su cabello rubio oscuro. Y por último, sedas color llama para la muchacha del turco. Entregó la ropa a los sirvientes, dio instrucciones para su distribución y volvió a sus habitaciones para bañarse y ponerse el vestido para la boda.
Exactamente a la hora en que salía la luna, el jefe de intérpretes del Corán de Argel celebró una ceremonia muy simple por la cual se unía en matrimonio a Khalid el Bey con Skye, que desde aquel momento se llamaría Skye muna el Bey, Skye la deseada de Khalid. Luego, el esposo y sus invitados volvieron a casa a través de las sinuosas calles iluminadas por faroles, precedidos por bailarines que se movían y saltaban al ritmo de poderosos tambores y agudos caramillos que horadaban con sus sones la oscuridad de la noche.
El novio llevaba pantalones de seda blanca con bandas azules y plateadas que se detenían a la altura de la rodilla. Tenía los pies enfundados en botas plateadas de cuero. La camisa era de seda blanca, abierta en el cuello, con mangas enteras y puños apretados, y encima de la camisa llevaba una chaqueta blanca bordada en plata y azul. Este atuendo de fiesta estaba coronado por una gorra de lino blanco a rayas azules. Llevaba el oscuro cabello suelto y le habían arreglado meticulosamente la negra barba.
Detrás de las persianas cerradas, las muchachas y mujeres de Argel lo miraban pasar y suspiraban de deseo. El legendario Señor de las Prostitutas de Argel era un príncipe de cuento de hadas.
Detrás de Khalid, caminaba el comandante turco de la fortaleza Casbah, el capitán Jamil. Tan alto como el Bey, pero más robusto; para los ojos femeninos que lo observaban, su belleza era siniestra, mientras que la del Bey era dulce. Tenía la cara y la nariz muy largas, los ojos inescrutables y negros, la boca fina y cruel bajo el leve bigote. Se sabía que era un hombre despiadado y brutal con sus prisioneros. Pero ahora caminaba junto a su anfitrión y los otros invitados charlando amistosamente.
– Me dicen que vuestra prometida es una esclava.
– Era -le llegó la respuesta-. La compré, sí. Ahora es legalmente libre. Y mi esposa.
– También dicen que la estabais adiestrando para la Casa de la Felicidad. Debe ser buena en lo que hace, sea lo que sea, para que hayáis decidido desposarla.
Khalid el Bey se rió, pero interiormente estaba muy disgustado.
– Skye no recuerda su pasado -dijo-. Primero pensé que una mujer así podía resultar divertida y muy provechosa. Pero es demasiado inocente para esta vida. Hacía tiempo que pensaba en casarme y tener hijos. Pero ¿qué padre de Argel daría su hija al famoso Señor de las Prostitutas? Skye es obviamente noble, venga de donde venga, y es hermosa. ¿No os parece una elección perfecta?
– Ah, estoy deseando conocerla, Khalid.
Para entonces, habían llegado a la casa y entraron al vestíbulo cuadrado donde los recibió el mayordomo del Bey.
– ¡Felicitaciones, mi señor! ¡Larga vida y muchos hijos! -exclamó el mayordomo, mientras los hacía pasar al salón de banquetes.
Había esclavos aguardando para tomar las capas de los invitados y traer las vasijas de agua de rosas y las toallas de suave lino para que todos pudieran lavarse las manos y la cara. Una vez refrescados, los invitados se sentaron sobre grandes almohadones alrededor de la mesa.
– Caballeros -dijo Khalid el Bey, sentado a la cabecera-, me siento honrado y satisfecho de que hayáis venido a compartir este momento conmigo. Quiero compartir mi felicidad con vosotros y, por lo tanto, quiero regalaros a cada uno una virgen adiestrada en mi Casa de la Felicidad para que disfrutéis con ella de muchas noches de placer. -Dio una palmada y entraron las seis muchachas, vestidas con colores de mariposa. Avanzaron danzando como leves plumas hasta los caballeros a los que habían sido asignadas.
– ¡Por Alá! -exclamó el capitán Jamil-, ¡sí que hacéis las cosas con estilo, Khalid! Ni siquiera en Constantinopla he visto modales como los vuestros. Escribiré al Sultán para contárselo.
– Muchas gracias -dijo Khalid como sin darle importancia. Estaba mucho más conmovido por la reacción de los otros huéspedes. El mercader y el banquero miraban embelesados a las rubias. Y Jean se había quedado sin habla al ver a la muchachita tímida que le dio la bienvenida en su propia lengua, en dialecto bretón. El intérprete de las escrituras hasta tenía una sonrisa en el rostro…, y era la primera vez que Khalid descubría en él semejante reacción. Osman también parecía contento con la muchacha que le había asignado.
El capitán Jamil inspeccionó cuidadosamente el «regalo» que le habían hecho.
– ¿Y vuestra novia, Khalid? ¿Dónde está?
Como respondiendo a su pregunta, en ese preciso instante se abrieron las puertas del salón de banquetes y entraron cuatro esclavos negros en pantalones de seda roja portando una litera. La depositaron cuidadosamente en el suelo y el mayordomo ofreció la mano a la velada ocupante que venía en ella para ayudarla a sentarse junto al Bey.
Llevaba unos pantalones de seda fina color lavanda, de corte bajo. La faja ancha, estampada con flores violetas sobre un fondo dorado, subía hasta el ombligo. Usaba sandalias de oro bordadas con perlas violetas. Tenía puesta una pechera sin mangas de terciopelo violeta con un bordado floreado en hilo de oro y perlas cultivadas, y finos brazaletes de oro. Una sola hilera de perlas colgaba de su cuello hasta bien abajo y dos grandes perlas a juego adornaban sus orejas. Llevaba el renegrido cabello suelto y salpicado de polvo dorado. Un leve velo malva velaba su cara debajo de los maravillosos ojos pintados de azul.
– Caballeros, mi esposa, Skye muna el Khalid -dijo Khalid el Bey mientras se inclinaba y le levantaba el velo.
Los hombres la miraron en silencio, un silencio absoluto. Todo en esa muchacha, la piel suave y sin marcas, los ojos azules, los labios carnosos rojos, la nariz delicada y respingona, todo era exquisito. Finalmente, el banquero logró decir unas palabras.
– Khalid, amigo mío, yo tengo cuatro esposas. Reuniendo la belleza de las cuatro, no igualaría la de la vuestra. Sois un hombre afortunado.
Khalid el Bey rió.
– Gracias, Memhet… Tu alabanza me hace feliz.
En ese momento, los sirvientes empezaron a servir el banquete. Se llenaron las vasijas de oro con jugos helados y los músicos empezaron a tocar discretamente detrás de su cortina tallada. Sirvieron un cordero entero relleno de arroz condimentado con azafrán, cebollas, pimientos y tomates. Había vasijas con yogur; aceitunas verdes, negras y púrpuras, y pistachos. Los esclavos distribuyeron hogazas de pan y sirvieron a cada comensal una pequeña paloma asada en un nido de berro. A medida que los jugos fermentados de fruta ayudaban a los invitados a relajarse, todo el mundo se sintió más libre y el ruido aumentó. Los hombres empezaron a alimentar a sus compañeras ofreciéndoles pequeños trocitos con la boca.
El intérprete de las escrituras estaba sentado a la derecha de Khalid, y Skye, a su izquierda. Junto a ella se sentaba el capitán Jamil, que no había podido quitarle los ojos de encima.
– Es una lástima -murmuró con suavidad para que solamente ella pudiera oírlo- que Khalid decidiera quedarse contigo, querida. Habría hecho una fortuna vendiendo tus encantos. Yo habría pagado el rescate de un rey para poseerte primero. Sin embargo, es bueno saber que el Señor de las Prostitutas de Argel tiene alguna debilidad humana.
El rostro de Skye enrojeció, pero no contestó. Él volvió a reír.
– Eres la mujer más hermosa que he visto jamás, esposa de Khalid el Bey. Tu piel brilla como madreperla. Soñaré muchas noches con tus largas piernas y tus senos perfectos y pequeños, que son como frutas tiernas. No sabes cómo deseo probar esos frutos jóvenes y dulces… -Se inclinó hacia ella para coger unas aceitunas y su brazo le rozó deliberadamente.
– ¿Cómo os atrevéis? -le siseó ella, furiosa-. ¿No respetáis a mi esposo, que es vuestro anfitrión? ¿O es que los turcos no tenéis honor?
Él respiró con fuerza.
– Algún día, hermosura, te tendré a mi merced. Y cuando ese día llegue, pagarás muy caro este insulto.
Para su sorpresa y su disgusto, Skye no parecía asustada. Solamente hizo un gesto a los sirvientes para que retiraran los platos de la mesa y sirvieran los siguientes. El esclavo que preparaba el café, arrodillado frente a su mesa baja, empezó a moler los granos y puso a hervir el agua. Los otros esclavos colocaron sobre la mesa boles de cristal colorido con higos, uvas, naranjas, frutos secos, dátiles glaseados y pétalos de rosa. También trajeron fuentes de plata con tortas horneadas y boles con almendras garrapiñadas, que colocaron frente a cada invitado. Volvieron a llenar las vasijas con jugos de frutas con hielo picado, y nieve traída de las montañas Atlas. El Bey se inclinó para besar a su esposa.
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