– Todo está perfecto, mi Skye. Es como si hubieras nacido para cumplir con las obligaciones del ama de un castillo.

– Tal vez realmente nací para eso -dijo ella con suavidad.

Empezaron los entretenimientos. Hubo luchadores, juglares y hasta un mago egipcio que hacía aparecer y desaparecer los más variados objetos. Finalmente, llegaron las bailarinas. Había seis al comienzo, pero luego solamente quedó una criatura muy voluptuosa, un cuerpo que se contoneaba apasionada y seductoramente ante cada uno de los huéspedes. Skye se dio cuenta de que los invitados se habían quedado mudos. Ya no se charlaba y el único sonido en la habitación era el de la música, el quejido insistente de las flautas, el toque de los tambores, las castañuelas de bronce que desafiaban a los músicos con su ritmo, entre los dedos de la bailarina. Skye miró a su alrededor y vio que algunos huéspedes se habían retirado al jardín. Otros habían empezado a hacer el amor allí mismo, sobre los almohadones. Enrojeció y se volvió hacia su esposo. Con los ojos brillantes, Khalid se puso en pie y la abrazó con fuerza.

– Creo -dijo- que ya es hora de que nos escapemos. Vamos, amor mío.

– ¿Adónde, Khalid?

– A una casa secreta que tengo en la costa. Pasaremos la luna de miel allí, amor mío, libres de negocios y amigos impertinentes. -La llevó de la mano hacia la noche fresca de Argel y sólo se detuvo para tomar su abrigo y colocar sobre los hombros de Skye otro de seda malva, forrada en cuero de conejo. Frente a la casa esperaba un gran potro blanco. Khalid el Bey saltó sobre su lomo y ayudó a su mujer a montar.

Cabalgaron hacia la ciudad y luego hacia el mar. Siguieron la playa durante varios kilómetros. La luna brillaba sobre el agua. Skye miró el cielo de terciopelo y notó que le costaba respirar. Las estrellas parecían tan grandes, tan cercanas, que tuvo ganas de alargar el brazo y coger un puñado. Se apretó contra Khalid y apoyó la cabeza sobre el corazón de su esposo para oír el latido firme, acompasado. Y mientras cabalgaban, notó una familiaridad en el rugido del mar y el olor salobre del aire húmedo y fresco. Por alguna razón, esas sensaciones la sosegaban. No sabía por qué. Khalid permaneció en silencio y ella no quería hablar, porque tenía miedo de romper el hechizo que los envolvía.

Finalmente, su esposo hizo girar el caballo blanco para sacarlo de la playa y ella vio el perfil oscuro de un edificio sobre una colina. Cuando se acercaron, vio que se trataba de una casa circular y grande en forma de quiosco. Parecía agradable, acogedora. A ambos lados de la entrada cubierta con velos de seda parpadeaban grandes faroles de bronce con globos venecianos. La luz de las velas les daba la bienvenida.

Khalid el Bey detuvo el caballo, ayudó a su esposa a desmontar y después desmontó él.

– ¡Bienvenida, amor mío! Bienvenida al Quiosco de la Perla. Tiene tres habitaciones, el dormitorio, un baño y un salón. Y ahora todo esto es tuyo, Skye, es mi regalo de bodas.

Ella estaba sorprendida y emocionada. El precio que él le había fijado como novia era muy generoso y ahora le hacía este regalo. Se sintió humilde a la luz de ese amor. Y le pareció que el corazón se le encogía en el pecho. Levantó la vista hacia él y dijo:

– Khalid, sabes que te amo. Si fueras pobre sentiría lo mismo, porque lo que da calor a mi corazón y tranquiliza mi espíritu es tu amor, no los regalos que me haces, aunque te los agradezco.

– Precisamente por eso me gusta hacerte regalos -le contestó él-. No te interesan demasiado los bienes materiales. Vamos, mi dulce Skye, entremos, empieza a refrescar. ¿No tienes curiosidad? ¿No quieres ver tu regalo?

El umbral del Quiosco de la Perla estaba adornado con sedas diáfanas y coloridas y en el vestíbulo había una piscina larga, estrecha, clara como un espejo. Skye levantó la vista y se quedó sin habla porque el techo tenía una parte de cristal que repetía el dibujo de la piscina y la llenaba de estrellas parpadeantes. Todo estaba iluminado por faroles de bronce y cristal como en la entrada.

Pasaron por una puerta a la izquierda y Skye descubrió un hermoso saloncito con un hogar que brillaba lleno de alegría, espantando la humedad del ambiente. El suelo estaba cubierto de mullidas alfombras. Había lámparas de colores colgando de finas cadenas desde el techo lleno de vigas y tallas. Los muebles tapizados y cubiertos de almohadones estaban adornados con los mejores terciopelos y sedas del color de las joyas más conocidas: rubíes, zafiros, esmeraldas, amatistas, topacios. Las ventanas que daban a tierra eran circulares y pequeñas, de cristal ámbar tallado a mano. Había mesas bajas con adornos de mosaico y grandes boles de bronce llenos de tulipanes rojos y amarillos. En una de las paredes había una librería empotrada llena de libros con tapas de cuero, y cuando Skye la vio, se le escapó una exclamación de entusiasmo.

– Así que Jean, mi buen secretario -dijo Khalid, riendo, satisfecho-, no se equivocaba en esto. Sabes leer. ¿En qué lengua lees, amor mío?

Ella parecía un poco avergonzada.

– Jean se mostró tan horrorizado cuando se enteró de que sabía leer, que no quise que tú lo supieras. Un día entré en la biblioteca y cuando vi los libros cogí uno y lo abrí. Estaba en francés. También descubrí que sé leer español, italiano, latín y la lengua que Jean llama inglés. -Bajó la cabeza y dijo, como dudando-: Parece que poseo también otro rasgo no muy femenino. Sé escribir.

Khalid el Bey rompió a reír.

– ¡Eso es maravilloso, Skye! ¡Maravilloso! Parece que eres una mujer muy inteligente. Sé que muchos hombres se horrorizarían de tenerte por esposa, pero yo no soy así. Los caminos de Alá son misteriosos. Primero pensé en convertirte en una prostituta famosa, pero ahora que sé que has recibido una excelente educación, te convertiré en mi socia. Cuando regresemos a la ciudad, te enseñaré personalmente con ayuda de Jean. Si alguna vez me sucediera algo, nadie podría engañarte. -La abrazó con fuerza y la besó-. Eres milagrosa, mi Skye… -rió entre dientes y ella se sintió arropada y segura y muy amada. Los ojos ámbar de su esposo titilaban como estrellas-. Todavía tenemos que ver nuestra cámara nupcial -murmuró, mientras la guiaba a través del vestíbulo hasta otra puerta tallada de hoja doble.

La habitación tenía las paredes pintadas simulando un oasis, con gráciles palmeras y dunas a lo lejos; y el techo era un maravilloso cielo de terciopelo que imitaba el cielo norteafricano, con estrellas titilantes pintadas en oro para que brillaran sobre el fondo negro. Skye descubriría después que, cuando salía el sol, ese cielo recuperaba su color verdadero, el azul, y que las estrellas desaparecían durante el día. Para seguir con la ilusión, las alfombras eran de lana color crema y oro, había tiestos con altas palmeras colocadas en lugares estratégicos, y la cama estaba adornada de modo que pareciera una tienda de campaña. La habitación estaba tenuemente iluminada por altas lámparas que parecían flores de loto y desprendían un leve perfume.

Sin decir palabra, Khalid le bajó la blusa sin mangas. Luego, hizo lo mismo con los pantalones anchos, y cuando ella terminó de sacárselos y empujó el montoncito de seda con el pie, él se arrodilló. Ella se quedó quieta mientras él le acariciaba los senos. Luego, con un leve movimiento, él la tomó de la cintura y le cubrió el torso de besos. Ella le tomó la cabeza y se la apretó contra el vientre liso y suave. El tiempo de las palabras había terminado. Durante un segundo, él permaneció inmóvil, disfrutando del tacto sedoso de esa piel increíble; luego, se quitó la ropa con premura y ambos fueron hasta la cama.


Fue el principio de una semana inolvidable. Skye nunca se había sentido amada con tanta ternura, con tanta pasión, con tanta sabiduría, tan plenamente. No hubo parte de su cuerpo que Khalid no quisiera explorar y adorar, y ella hizo lo mismo con el cuerpo masculino… Lentamente, perdió la timidez del comienzo y se atrevió a acariciarlo de formas sutiles que lo hacían gemir de placer. Hacían el amor de madrugada, en el calor de la tarde, en la oscuridad de la noche más profunda. Nadaban desnudos en el mar azul y blanco de espuma. Cazaban antílopes a caballo con los felinos de caza, las hermosas panteras adiestradas que saltaban alrededor de las cabalgaduras. Por entonces, Khalid y Skye habían hecho otro descubrimiento: Skye cabalgaba como una experta en la postura habitualmente reservada a los hombres. Y entonces, él le regaló una exquisita yegua árabe del color del oro puro.

Durante los días que pasaron en el Quiosco de la Perla, los sirvientes que les preparaban la comida y les ayudaban con las provisiones parecían un ejército invisible pero eficaz, que adivinaba sus deseos más ínfimos. Aparecían comidas deliciosas y ropa limpia y adecuada como por arte de magia. Cuando deseaban ir de caza, había caballos y carruajes en la puerta del quiosco. Si tenían calor, al regresar descubrían el baño preparado. Todo estaba pensado para convertir aquello en la época más feliz de sus vidas.

La noche anterior a la partida, Skye estaba despierta y agotada por el amor, feliz solamente por el hecho de poder oír la suave respiración de Khalid a su lado. De pronto, se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz.

Él la rodeaba de seguridad, de amor, de todo lo que ella podía desear. Entonces, ¿por qué no podía entregarle su corazón?

Al día siguiente, cabalgaron de regreso a Argel vestidos ambos de blanco. Las panteras negras flanqueaban a los caballos, tranquilos pero imponentes en medio de las multitudes de la ciudad. Ese mismo día, cuando se instalaron de nuevo en la casa, Khalid el Bey llevó a su esposa a la biblioteca donde trabajaba Jean.

– ¡Hola, Jean! Te traigo una alumna.

El francesito levantó la vista con una sonrisa.

– ¡Bienvenido a casa, mi señor Khalid! ¡Bienvenida, señora Skye! ¿Quién va a ser mi alumna y qué debo enseñarle?

– Quiero que le enseñes el negocio a Skye. Si me sucediera algo, quiero que sepa defenderse y eso sólo será posible si tiene conocimientos claros sobre lo que hacemos. Como ya sabe leer, escribir y hablar en cuatro lenguas, te resultará fácil enseñarle primero algo de matemática.

– ¿Qué es la matemática? -preguntó Skye.

– Mirad, señora… -Jean escribió una suma sencilla sobre un papel-. Si tenéis cien denarios y les agregáis otros cincuenta, el total es…

– Ciento cincuenta denarios -respondió Skye-, y de la misma forma, si tenéis los ciento cincuenta y les quitáis setenta y cinco, os quedarán setenta y cinco.

Los dos hombres se miraron con un asombro casi paralizante. Skye dijo:

– ¿Qué sucede, Khalid? ¿Hay algún error en lo que he dicho?

– No, mi Skye, es correcto. Eres rápida, ¿no te parece, Jean?

– ¡Sí, mi señor!

El Bey rió.

– Creo que te dejo en buenas manos, mi amor. No seas muy dura con el pobre Jean, porque me es indispensable. -Khalid salió de la habitación riendo entre dientes:

Skye se sentó cómodamente a la mesa de la biblioteca y miró a Jean como esperando sus instrucciones. Jean tuvo miedo de pronto, porque sabía que tenía entre sus manos a la más extraña de las criaturas, una mujer inteligente. Respiró hondo y se lanzó de cabeza a la tarea que le habían asignado.

Skye pasó varios días con Khalid y Jean, encerrada en la biblioteca, y, finalmente, logró entender todos los entresijos del negocio de su esposo. Durante un tiempo, albergó dudas sobre la dignidad del negocio. Luego, comprendiendo que Khalid no había inventado la prostitución, lo aceptó.

Skye se dio cuenta enseguida de que cada uno de los burdeles que manejaba Khalid debía ser tratado como una entidad independiente. Los de la costa que atendían a los marineros, funcionaban de una forma muy distinta de la Casa de la Felicidad. Hasta las mujeres eran distintas. Junto al mar, había muchachas hermosas, campesinas sin educación que podían servir a dos docenas de hombres por día sin cansarse.

Las jóvenes seleccionadas para los burdeles más elegantes de Khalid eran todas bellezas meticulosamente adiestradas para conversar en árabe y en francés y hacerlo con delicadeza. Se les enseñaban también buenos modales, higiene y tacto en el vestir. Poseían habilidades sexuales muy desarrolladas. Los hombres que disfrutaban de su compañía pagaban por una noche entera.

Todos los burdeles de la costa trabajaban cinco días por semana y luego descansaban dos días. Había que controlar quién trabajaba y quién no. Cada una de las mujeres recibía una centésima parte de la tarifa que cobraba por sus servicios cada noche, y después de cinco años, se les daba la libertad y el dinero que hubieran acumulado. La mayoría se casaban y sentaban cabeza. Algunas se prostituían por las calles y se perdían. Otras se alquilaban a burdeles de menor categoría y pronto terminaban agotadas y enfermas. La mayoría de los dueños de esos burdeles no cuidaban a sus mujeres como Khalid el Bey, que tenía contratados a dos médicos moros como parte de su personal y hacía que revisaran a todas las mujeres semanalmente para comprobar si habían contraído enfermedades como la viruela.