Ahora, inmerso en suspiros, aromas y garrir de loros, Niall supo por fin que sobreviviría. Y deseó estar muerto.

La puerta de roble tallado de su habitación se abrió de par en par y entró una jovencita a la habitación. Sus grandes ojos se encendieron al mirarlo.

– Ah, señor Niall. Por fin despierto. Soy Constanza María Alcudia Ciudadela. Mi papá es el gobernador de esta isla y estáis en su casa. -Colocó una bandeja sobre la mesa.

Niall, que se sentía muy espeso, tuvo que preguntar:

– ¿Qué isla es ésta?

La muchacha se sonrojó, confusa.

– Ah, señor, disculpadme… Estáis en Mallorca.

– ¿Y cómo llegué aquí?

– Os trajo la flota en que viajabais. Un tal capitán MacGuire. Nos dijo que sois un gran señor.

Niall se esforzó por sonreír.

– ¿Está aquí el capitán, señorita Constanza?

– Sí, señor Niall. Aunque la flota partió hace semanas, el capitán no quiso dejaros. Dijo que su ama no se lo perdonaría. ¿Os gustaría verlo?

Niall asintió y la muchacha tiró de una soga bordada que colgaba junto a la cama.

– Busca al capitán irlandés enseguida, Ana -le dijo a la sirvienta que respondió la llamada. Luego se volvió para arreglar las almohadas de Niall. Usaba un perfume de rosas que abría heridas en la memoria de éste. Le sirvió algo en una taza de plata, que llenó con la hermosa jarra adornada que había junto a la cama.

– Es jugo de las naranjas del huerto -explicó-. Bebed. Os dará fuerzas. -Le alcanzó con gracia la taza, se sentó, sacó un bastidor de bordado de un bolsillo de su bata y empezó a bordar.

Él bebió. La ácida frescura que le corrió por la lastimada garganta lo sorprendió. Estudió a la muchacha sentada. Debía de tener unos quince años, pensó, y era muy hermosa. Su piel era de un suave tono dorado; el cabello, rubio oscuro, y los ojos, del color de los pensamientos púrpuras. Niall dejó que sus ojos recorrieran la habitación. Era espaciosa y agradable, de paredes blancas y techo tapizado de baldosas rojas. Estaba amueblada con un gran armario de madera oscura colocado contra una pared, otro armario con puertas talladas y una gran mesa de nogal frente a las puertas francesas que quedaban justo delante de su gran cama con colgantes de seda. Había dos sillas junto a la mesa y un silloncito bordado junto a la cama.

– ¿Os gusta el jugo, señor Niall? ¿Queréis más?

– Gracias -dijo él con amabilidad. Maldito sea, ¿dónde estaba MacGuire? Como en respuesta a su silenciosa llamada, la puerta se abrió de nuevo y entró el capitán acompañado de Inis. El perro movió el rabo con entusiasmo y saltó sobre la cama para saludar a Niall.

– Bueno, muchacho, así que habéis decidido quedaros entre los vivos… ¡Alabado sea el Señor!

– ¿Y Skye? ¿Dónde está?

MacGuire parecía muy incómodo. Suspiró y admitió:

– No sabemos dónde está ahora la O'Malley, señor. Cuando los infieles os hirieron, nuestra primera preocupación fue lograr que volvierais a bordo a salvo. Sabíamos que no podían escaparse, éramos más rápidos. Pero apenas os subimos a bordo, se desató una tormenta y perdimos a los bastardos en la niebla. Estábamos cerca de Mallorca, así que os trajimos aquí. El resto de la expedición siguió la ruta hasta Argel, pero no han encontrado ningún rastro de la O'Malley…

Durante un momento, nadie dijo nada. Luego Niall exclamó feroz y escuetamente:

– ¡La encontraré! ¡Tengo que encontrarla! -Hizo un movimiento con las piernas como para ponerse en pie. Inis gimió.

Constanza María Alcudia Ciudadela se levantó con rapidez y llegó a su lado en dos pasos.

– No, no, señor Niall. Si os movéis, la herida volverá a abrirse. Todavía no estáis curado. -Deslizó un brazo sobre la espalda de él y volvió a acostarlo en la cama-. Buscad a mi padre inmediatamente -le ordenó con decisión al capitán-. Tú, Ana, ayúdame a recostar al señor en la cama. -Luego lo rodeó de atenciones como una gallina a sus polluelos, arreglándole las almohadas y alisando la colcha y, a pesar de la ansiedad que sentía, Niall se sintió halagado y divertido por esa criaturita que parecía tan preocupada por él-. ¡Por favor, señor! -rogó ella, retándolo-. Ana y yo hemos trabajado tanto para que os curarais… ¿Por qué permitís que vuestro capitán os perturbe? Si no podéis escucharlo con tranquilidad, no permitiré que entre aquí de nuevo.

Entonces, él se dio cuenta de que, aunque estaba hablando en español con ella, había hablado en gaélico con el capitán. Ella no había entendido su conversación. De pronto se sintió débil, pero quería que ella lo comprendiera.

– Mi prometida fue raptada cuando yo caí herido -explicó-. El capitán MacGuire me ha dicho que todavía no la han encontrado. -Durante varios minutos, ella no dijo nada. Pasado un rato, preguntó:

– ¿La amáis mucho, señor Niall?

– Sí, señorita Constanza -replicó él con suavidad-. La amo mucho.

– Entonces, rezaré una novena a la Santa Virgen para que la encontréis pronto -dijo la muchacha con seriedad, y Niall pensó en lo dulce que era.

MacGuire volvió seguido de un caballero mayor. Era un hombre de estatura mediana que lucía una barba corta y bien cuidada, cabello negro y los ojos oscuros más fríos que Niall hubiera visto en su vida. Vestía con riqueza pero sin ostentación, y la capa de terciopelo corta que llevaba tenía una banda de adorno fabricado con una piel espesa y castaña.

– Lord Burke -dijo con una voz tan fría como sus ojos-. Soy el Conde Francisco Ciudadela y me alegra ver que finalmente habéis recuperado la consciencia. El capitán MacGuire me dice, sin embargo, que estáis preocupado por vuestra prometida. Mejor será que sepáis toda la verdad ahora mismo.

– ¡Papá! -Había un tono de ruego en la voz de la muchacha-. El señor Niall todavía no está bien…

– Silencio, Constanza. ¿Cómo te atreves a darme consejos? Vendrás conmigo después de las vísperas para recibir tu castigo, y después pasarás la noche en la capilla meditando sobre el respeto filial y la obediencia.

La niña bajó la cabeza, sometida.

– Sí, papá -murmuró.

– Vuestra prometida está perdida para vos, lord Burke. Y cuanto antes lo aceptéis, mejor. Si alguna vez la encontráis, no podríais volver a aceptarla junto a vos. Si está viva, ha sido deshonrada por los infieles, y ningún católico decente la amaría en estas condiciones.

– ¡No!

– Sed razonable, señor. El capitán MacGuire me ha explicado que la dama era viuda. Sin la protección de la virginidad, que aumenta el valor de las esclavas entre los infieles, seguramente fue violada al menos por el capitán y los oficiales del barco que la capturó. Si sobrevivió a eso y es hermosa, entonces os aseguro que debe haber terminado como esclava. Si todavía está viva, está en la cama de algún bajá. No podéis aceptar a una mujer como ésa, aun si la encontrarais. En esas circunstancias, la Santa Iglesia no aceptaría a vuestra prometida. La dama está tan perdida para vos como si estuviera muerta, y lo más probable es que lo esté.

– ¡Fuera!

El conde hizo una inclinación.

– Vuestra pena es comprensible, lord Burke. Os dejaré con ella. Pronto os daréis cuenta de la sabiduría de mis palabras. Ven, Constanza. -Y abandonó la habitación con su hija.

Niall Burke vio cómo se cerraba la puerta detrás de ellos. Durante un momento, el silencio se apoderó de la habitación. Luego, Niall dijo con amargura:

– De acuerdo, MacGuire, hablad. No soy un chico, no necesito que me protejáis, y si he vivido hasta hoy, podéis estar seguro de que no voy a morirme ahora, demonios. ¿Dónde está la flota de la O'Malley y qué es esa estupidez de que Skye está perdida para siempre? ¿Cuánto tiempo hace que duermo, maldita sea? Hablad, hombre, u os aseguro que voy a arrancaros la lengua.

– Hace seis semanas que estáis enfermo, milord.

– ¡Dios! -exclamó Niall.

– La flota fue hasta Argel a buscar noticias y obtener una audiencia inmediata con el Dey. Él se mostró muy apesadumbrado y envió mensajes a todos los mercaderes de esclavos de la ciudad, ofreciendo un rescate como para un rey por la O'Malley o por alguna información sobre su paradero. Fue como gritar en la madriguera de un conejo. Ni siquiera eco. El Dey llegó a la misma conclusión que el conde. Skye no llegó a Argel con vida. ¿Qué otra cosa puede haber pasado? -Aquí se le quebró la voz y se limpió los ojos con el dorso de la mano.

En realidad, MacGuire estaba preocupado por otra cosa, algo que no se atrevía a contarle a lord Burke hasta estar seguro de que estaba totalmente recuperado. Había otra posibilidad en el caso de la O'Malley. El Dey le había dicho que tal vez Skye hubiera llegado a Argel a través de una venta privada. La venta privada de cautivos era completamente ilegal, una estafa contra varias personas e instituciones, incluyendo al mismo Dey, que perdía el porcentaje que le correspondía en las ventas legales. Pero a pesar de la ilegalidad, las ventas privadas eran una realidad, sobre todo cuando se trataba de mujeres hermosas. MacGuire pensaba que si eso era lo que había sucedido con Skye, el Dey nunca la encontraría.

– No quiero ser ave de mal agüero, milord, pero si lady Skye está viva, ¿dónde puede estar?

Niall Burke estaba impresionado. ¿Skye muerta? ¡No! No su Skye, tan llena de vida, con sus ojos verdiazules y su orgulloso espíritu. ¡No! Empezaron a temblarle los hombros, sacudidos por sollozos secos que lo recorrían sin piedad ni consuelo. Se puso en pie y cruzó la habitación, abrió las puertas francesas y salió a la terraza. A su alrededor, la vida palpitaba. ¿Cómo se atrevían a decir que su Skye estaba muerta? Se agarró a la balaustrada de mármol y gritó su frustración y su furia por la injusticia del mundo, aulló y gritó hasta que su voz se quebró tanto que ni siquiera podía emitir un sonido.

Sintió un brazo sobre sus hombros. Oyó una voz que trataba de calmarlo con palabras que él no comprendía, se dejó conducir al lecho y allí se derrumbó y perdió la consciencia. Constanza meneó la cabeza mientras corría las cortinas de la cama. Luego se inclinó para tocarle la frente.

– Le ha vuelto la fiebre, capitán MacGuire. Debéis quedaros con lord Burke esta noche, porque mi padre no me perdonará el castigo. Os explicaré qué hay que hacer.

MacGuire asintió, y dijo:

– No es un hombre fácil vuestro padre…

La muchacha no respondió. Siguió con lo suyo en silencio. Cuidó de Niall, arregló las almohadas, recogió las sábanas para que él estuviera cómodo y finalmente colocó la jarra helada junto a la cabecera, en la mesita de noche.

– Se puede hacer muy poco, capitán. Pero hay que mantenerlo quieto y cómodo. Ana traerá una jarra de agua perfumada y volverá durante la noche. -Empezó a sonar la campana de vísperas y Constanza dijo-: Ahora debo irme. Cuando la fiebre ceda, cambiadle el camisón y las sábanas. Ana os ayudará. -Y salió por la puerta y desapareció.

MacGuire veló a Niall toda la noche. Lord Burke no estaba inquieto. Yacía en una quietud amenazadora, mientras la fiebre consumía su cuerpo robusto. El capitán de la O'Malley lo cuidó, mojándole regularmente la frente con agua perfumada y fría y haciéndole pasar un poco de jugo por la seca garganta. Ana, la sirvienta, volvió varias veces y trajo agua fresca y jugo de naranjas. Una de las veces trajo también una bandeja para MacGuire: pollo frío, pan, fruta y una jarra de vino dorado.

Cuando la dejó en silencio a su lado, MacGuire le preguntó:

– ¿Cómo está la muchachita?

Los ojos negros de Ana se encendieron.

– Reza por vuestro amo en la capilla, señor -dijo muy tensa. Luego se fue.

MacGuire comió con hambre, se bebió la mitad de la jarra y volvió junto a Niall. Hacia el amanecer, se adormeció un poco en su silla y lo despertó un fuerte grito de angustia. Lord Burke estaba sentado en la cama con los ojos cerrados y las lágrimas le corrían por las mejillas. Sollozaba con fuerza.

– ¡Skye! ¡Skye! ¡No me dejes, amor mío! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

MacGuire se quedó paralizado durante un momento. La angustia cerraba sus garras sobre él y no podía moverse. Luego, se levantó y tocó al hombre que lloraba.

– ¡Señor! ¡Milord! Es sólo un sueño, despertad.

Gradualmente, Niall fue calmándose y, finalmente, se recostó de nuevo. Tenía la frente fresca. Aliviado, MacGuire trató de cambiarle el empapado camisón.

Después de la salida del sol, Constanza entró en la habitación para ver cómo estaba su paciente. Ana la acompañaba. Constanza felicitó al agotado capitán.

– Lo habéis hecho muy bien, capitán MacGuire. Id a descansar un poco. Yo lo atenderé ahora.

– Pero vos tampoco habéis descansado, muchacha -protestó MacGuire-. Debéis dormir. Ahora está fuera de peligro. Un sirviente puede quedarse con él. -Puso un brazo alrededor de los hombros de ella para llevarla a la puerta y se sorprendió mucho cuando vio que ella hacía un gesto de dolor. Vio una línea roja que empezaba en la punta de la manga sobre la piel. Los ojos del capitán se abrieron de asombro.