Eibhlin, de dieciocho años, era la única que había sentido la vocación religiosa. Había sido tan serena y callada que nadie sospechó su piedad hasta que el muchacho al que estaba prometida murió de un ataque de sarampión en el año en que Eibhlin tenía doce años. Cuando O'Malley estaba empezando a pensar en alguien que lo reemplazara como futuro marido de su hija, Eibhlin le rogó que la dejara entrar en un convento. Realmente deseaba esa vida. Y como su tío Seamus, que ahora era obispo de Murrisk, estaba presente en ese momento, a Dubhdara O'Malley no le quedó más remedio que aceptar. Eibhlin entró en su convento a los trece años y hacía poco que había tomado sus votos definitivos.
Sine O'Malley Butler tenía dieciséis años, hacía tres que se había casado y tenía un hijo varón. Ahora estaba embarazada de ocho meses, a pesar de lo cual no había querido perderse la boda de Skye.
Las hermanas casadas estaban vestidas con sencillez, con trajes de seda con mangas de campana y escotes bajos, redondeados. El vestido de Moire era de color azul oscuro; el de Peigi era escarlata, el de Bride, violeta, y el de Sine, amarillo dorado. Las puntillas de cinta de sus camisas aparecían con elegancia a través de los corsés bajos.
Eibhlin era la única nota discordante. Su vestido de tela negra, que la cubría de arriba abajo, sólo tenía el austero adorno de una pechera blanca y rectangular en la cual se apoyaba un crucifijo de ébano con el borde de plata. Para la cintura usaba una soga de seda negra, que colgaba en dos trenzas retorcidas al costado de su vestido. Una de las trenzas, que lucía tres nudos, simbolizaba la Trinidad. La otra, con otros tres, los votos de pobreza, castidad y obediencia. En vivido contraste, sus hermanas llevaban cadenas de oro y plata en la cintura y cada una de ellas había atado allí un rosario, una caja de costura, un espejo o, simplemente, las llaves de la casa.
Como ésa era una reunión familiar informal, las hermanas casadas llevaban el cabello suelto y peinado con raya en medio. Sine y Peigi habían agregado unas pequeñas gorras de tela arqueadas. Eibhlin, que, por supuesto, llevaba el cabello cortado desde que hizo los votos, usaba un gorro de alas blancas sobre su toca también blanca de monja.
La reunión estaba presidida por la segunda esposa de Dubhdara O'Malley, Anne, que tenía la misma edad que su hijastra Eibhlin y estaba embarazada de su cuarto hijo, como su hijastra Sine. Anne era una mujer muy hermosa, de cabello ensortijado y castaño, ojos alegres y una naturaleza sensible y dulce. El vestido de seda de Anne era de un color rojo oscuro como el vino y estaba diseñado como los de sus hijas políticas. Pero, sobre el escote fruncido, lucía un collar doble de perlas color crema. Ninguna de las hijas de O'Malley había reprobado el matrimonio de su padre con Anne y todas la querían. Era imposible no querer a Anne.
Después del nacimiento de Skye, Dubhdara O'Malley había obedecido el edicto de su hermano el cura y había abandonado el lecho conyugal durante nueve años, para no causar la muerte a Peigi. Sin embarazos, Peigi había recuperado sus fuerzas y su hermosura. Pero, una noche, Dubhdara llegó a casa después de un largo viaje. Era muy tarde. No tenía amante y no había sirvientas a la vista. Estaba ebrio y fue a buscar a su esposa al lecho. Nueve meses después Peigi O'Malley murió dando a luz al tan esperado varón, nacido el 29 de septiembre y bautizado Michael. El niño tenía seis años ahora.
Después de un lapso indecente por lo breve, O'Malley tomó una segunda esposa, una niña de apenas trece años. Nueve meses después de la boda, Anne dio a luz a Brian; al cabo de unos años a Shane; y al siguiente a Shamus. A diferencia de su predecesora, débil y dócil, Anne O'Malley poseía una salud de hierro y un espíritu siempre alegre. El niño que llevaba en su vientre iba a ser el último, le había dicho con firmeza a su esposo. Y también le había asegurado que sería un varón. Cinco hijos serían suficientes para darle la inmortalidad.
O'Malley se había reído y la había palmeado en la espalda, jugando. Sus hijas creían que se debía a que estaba senil o se había reblandecido con la edad. Si su madre se hubiera atrevido a sugerir semejantes exigencias, habría terminado morada de los golpes. Pero, claro…, Anne O'Malley le había dado hijos varones…
Moire levantó la vista de su bordado y miró con alegría la habitación. Nunca había sido tan hermosa como ahora, porque la primera lady O'Malley, pobre alma, se pasaba la mayor parte del día en sus propias habitaciones.
Desde la llegada de Anne, los pisos de piedra estaban siempre bien barridos y las esteras se cambiaban todas las semanas. Los caballetes de roble estaban pulidos y brillaban como miel y oro, reflejando los grandes candelabros de plata con sus velas de cera pura de abejas. Los soportes de bronce de las chimeneas estaban cargados de enormes troncos de roble, listos para que alguien los encendiera apenas llegara la tarde. En un lugar destacado detrás de la mesa alta e imponente, colgaba un nuevo tapiz que representaba a San Bredan el Monje sobre un fondo azul de cielo, guiando su barco a través de los mares del oeste. Anne lo había diseñado y había trabajado en él casi todas las noches de su vida de mujer casada. Había sido un trabajo de amor, porque la segunda lady O'Malley adoraba no sólo a su robusto marido, sino también a sus hijastras y a Michael y a la casa en que vivían.
Los ojos de Moire brillaron al ver varios potes de porcelana llenos de rosas. El perfume poderoso, profundo, inundaba la habitación de un aroma exótico y alegre. Moire hizo un gesto de placer con la nariz y le dijo a Anne:
– ¿Son nuevos esos potes?
– Sí -contestó ella-, tu padre los trajo de su último viaje. Es tan bueno conmigo…, Moire.
– ¿Por qué no? -preguntó Moire, como desafiándola-. Tú eres buena con él, Anne.
– ¿Dónde está Skye? -interrumpió Peigi.
– Cabalgando con el joven Dom. Me sorprende que tu padre quiera seguir adelante con este compromiso. No me parece que sean el uno para el otro.
– Los prometieron en la cuna -explicó Moire-. No fue fácil para papá conseguir maridos para todas, porque ninguna de nosotras tiene una dote muy grande. El matrimonio de Skye con el heredero de los Ballyhennessey O'Flaherty es el mejor de todos los que se han logrado en la familia.
Anne meneó la cabeza, y dijo:
– Me da miedo este compromiso. Tu hermana es una mujer muy independiente.
– Es culpa de papá, que la ha mimado demasiado -dijo Peigi-. Tendría que haberla casado hace dos años, cuando cumplió los trece. Como hizo con todas nosotras. Pero no, Skye no quería. Y él le deja hacer lo que quiere…, siempre…
– No es cierto, Peigi -contestó Eibhlin-. Anne tiene razón al decir que Skye y Dom no van a llevarse bien. Skye no es como nosotras. Nosotras estuvimos siempre cerca de nuestra madre; ella, en cambio, cerca de papá. Dom no tiene la fuerza ni la sensibilidad suficientes para ser el marido de Skye.
– Espera, hermana… -advirtió Peigi, con amargura-. Me sorprende que una monja esmirriada como tú sepa tanto de la naturaleza humana.
– Claro que sé mucho sobre los sentimientos -replicó Eibhlin con calma-, ¿a quién crees que cuentan sus cuitas las mujeres pobres de mi distrito? ¡A los curas no, te lo aseguro! ¡Los curas les dicen que es su deber de cristianas dejar que los hombres abusen de ellas! Y les ponen una penitencia para que se sientan más culpables todavía…
Sus hermanas la miraron sorprendidas y escandalizadas. Anne rompió la tensión con una risita.
– Eres más rebelde que santa, hija mía.
Eibhlin suspiró.
– Dices la verdad, Anne, y detesto ser así. Pero no puedo cambiar, aunque lo intento de todo corazón.
Anne O'Malley se inclinó hacia delante y palmeó la mano de la hija de su esposo.
– Ser mujer nunca es fácil, nunca -sentenció con sabiduría-. No importa el papel que hayamos elegido para esta vida.
Las dos mujeres se sonrieron con cariño. Se comprendían perfectamente. De pronto, todas levantaron la vista al oír gritos en el vestíbulo que quedaba debajo de la habitación en la que se encontraban. El ruido llegó hasta ellas y las hermanas se miraron. Habían reconocido las voces de Dom O'Flaherty y de Skye.
Cuando ambos irrumpieron juntos en el vestíbulo, Anne O'Malley volvió a sorprenderse ante su belleza. Nunca había visto dos personas tan físicamente perfectas y tal vez era por eso que su esposo insistía en el matrimonio. Anne tembló, preocupada.
Dom O'Flaherty arrojó sus guantes de equitación sobre la mesa. A sus dieciocho años era de estatura mediana, delgado y bien proporcionado. Había heredado los colores de su madre, francesa, y tenía un cabello glorioso, dorado, lleno de rizos cortos y unos ojos azules y perfectos. Se le insinuaba una barba recortada con meticulosidad que remarcaba los costados esculpidos de su cara y terminaba en una punta redondeada. Sin embargo, como ahora estaba enojado, su piel clara se había tornado roja y moteada. Su hermoso rostro de nariz larga y recta y finos labios estaba retorcido de rabia.
– ¡Es indecente! -le gritaba a Skye-. Es indecente, poco modesto, que una dama cabalgue a horcajadas… ¡Dios mío, Skye! Ese caballo tuyo… Cuando nos casemos, me ocuparé de que montes con mayor decencia, en una yegua mansa. ¡No entenderé nunca en qué estaba pensando tu padre cuando te regaló ese bruto negro y salvaje…!
– Has perdido, Dom -llegó la réplica furiosa y fría-. Has perdido la carrera, y como hacías siempre cuando éramos niños, estás tratando de vengarte enojándote por otra cosa. ¡Bueno, si quieres, te digo lo que puedes hacer con tu yegua mansa…!
– ¡Skye! -la exclamación de Anne O'Malley estaba cargada de advertencias.
La muchacha miró a su madrastra y después rió.
– Está bien, Anne -dijo con amabilidad-. Trataré de comportarme. Pero escucha, Dom O'Flaherty, escúchame bien. Finn es mi caballo. Lo he criado desde que era un potrillo y lo quiero mucho. Si vamos a ser felices en nuestro matrimonio, tienes que aceptarlo, porque no pienso cambiarlo por un caballito de juguete solamente para no herir tu orgullo masculino.
Y mientras su novio se tragaba su rabia, Skye hizo un gesto a un sirviente para que trajera vino. Como recordándolo de pronto, ordenó que trajeran también algo para Dom. Él se arrojó a una silla y la miró con rabia, pero mientras lo hacía, sus ojos examinaban el cuerpo de Skye y él pensaba en lo hermosa que estaba con ese traje de montar verde oscuro. Tenía la falda dividida y el escote abierto caía sobre sus juveniles senos. Había perlas de sudor en su pecho y eso excitaba a Dom. Comprendió que la deseaba.
A los quince años, Skye O'Malley estaba a punto de cumplir con la promesa de belleza inigualada que despuntaba en ella desde que nació. Era tan alta como su novio y, como las de él, sus proporciones eran perfectas, con una cintura delgada que se alzaba sobre las suaves y redondeadas caderas. Tenía los senos pequeños pero turgentes. Y la cara en forma de corazón. Sus ojos seguían teniendo el color de los mares de la costa de Kerry, a veces azules, a veces oscuros, a veces celestes con un leve tinte verde, y estaban enmarcados por largas pestañas de ébano que rozaban mejillas rosadas y suaves. Y si se miraba atentamente se descubrían pequeñas pecas doradas sobre el puente de su nariz. La boca, roja, era muy seductora, con el labio inferior bastante grueso, y cuando reía, se le veían los pequeños dientes, blancos y perfectos. Tenía la piel color crema y ese color parecía todavía más pálido cuando se lo contrastaba con la masa de cabello negro casi azulado que le caía sobre los hombros.
Al parecer, Dom se excitaba enormemente al verla; por el contrario él no parecía interesarle demasiado a ella. Skye prefería galopar en su veloz potro negro o navegar con su padre en alguna aventura pirata. Y esa indiferencia hería el orgullo de Dom.
Dom O'Flaherty no estaba acostumbrado a que el sexo débil no le prestara atención. Las mujeres solían revolotear como gallinas cuando lo veían y él estaba muy orgulloso de sus hazañas sexuales.
Trataba de consolarse con la idea de que en cuanto se acostase con esa mujer, la domaría. Las vírgenes de temperamento caliente suelen convertirse en amantes apasionadas. Dom se relamió, pensando en que muy pronto le pertenecería y se tragó su copa de vino. No se dio cuenta de que su novia lo miraba con asco.
Dom O'Flaherty engordaría terriblemente cuando madurara, había decidido Skye.
Volvieron a oírse ruidos en la entrada. Anne O'Malley se levantó sonriendo.
– Vuestro padre ha vuelto -dijo-, y parece que trae invitados.
Dos galgos rusos, varios setters y un terrier gigante invadieron el vestíbulo. Uno de los galgos trotó hasta Anne y dejó caer dos saquitos a sus pies. Lady O'Malley se inclinó y los recogió. Desató los cordones y volcó el contenido de uno en la palma de su mano. Fascinada, contempló el collar de zafiros y diamantes que brillaba ante sus ojos.
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