– ¡Sí! -dijo Ana-. El conde le pegó a mi Constanza anoche.
– ¡Ana! -La muchacha había enrojecido de vergüenza-. Es mi padre y es su deber castigar a una hija que se equivoca. Desafié su autoridad. Me lo merecía.
– Es una santa, mi niña. ¡El conde disfruta cuando le pega!
– ¡Ana! ¡Por favor! Si te oye, te enviará lejos y tú eres lo único que tengo.
La mujer apretó los labios con fuerza, suspiró y asintió. MacGuire volvió a hablar.
– El conde ha ido a cumplir con sus obligaciones como gobernador de la isla, ¿verdad? -La mujer asintió-. Entonces, señorita Constanza haré un trato con vos. Yo vigilaré a lord Burke hasta la hora de la siesta, mientras vos dormís en el sillón. Después, me retiraré a mis habitaciones.
Ana sonrió de oreja a oreja. El capitán era muy amable con su señorita y, por lo tanto, para Ana, era un buen hombre, un hombre en quien se podía confiar. Unos minutos después, dejó a la muchacha durmiendo cómodamente, mientras MacGuire seguía con su guardia junto al lecho del convaleciente.
Por la tarde, cuando empezaban a formarse largas sombras y el calor del mediodía se apaciguaba un tanto, Niall Burke abrió sus ojos plateados de nuevo. Recordó inmediatamente el lugar en que se encontraba y las circunstancias que lo habían llevado allí. Una oleada de dolor lo recorrió de arriba abajo y suspiró profundamente.
– ¿Cómo os sentís, señor Niall?
Él miró a la delgada muchachita que lo cuidaba.
– Como el diablo, niña. Pero se diría que estoy vivo, así que será mejor que siga estándolo.
– ¿Era muy hermosa vuestra prometida? -Lo directo de la pregunta era como un puñado de sal sobre sus heridas y lord Burke hizo una mueca. Luego, aspiró hondo y respondió:
– Era la criatura más hermosa que pueda imaginarse, niña. El cabello como una nube negra de tormenta. La piel como una flor de gardenia y los ojos del color azul profundo de los mares de Irlanda. Era buena pero orgullosa. Y no era solamente mi amada, también era mi mejor amiga, y la extrañaré durante el resto de mi vida.
Los ojos de Constanza se llenaron de lágrimas.
– Solamente espero -dijo con suavidad- que alguna vez un hombre me ame de ese modo.
– No veo por qué no, niña. No entiendo por qué no estás casada. ¿Cuántos años tienes?
– Quince, señor Niall.
– ¿Y los caballeros de esta isla no han buscado a vuestro padre para pediros en matrimonio todavía? ¿O es que están ciegos?
Ella sonrió con timidez y después se sonrojó.
– No habrá peticiones de mano para mí, señor Niall -aseguró con tristeza-. Mi padre destruyó hace tiempo todas mis posibilidades. Anoche, cuando habló de esa manera de vuestra prometida, seguramente pensasteis que es un hombre duro, pero vuestra situación le recordó algo que le sucedió y que estoy segura de que quiere olvidar. Hace dieciséis años, los piratas berberiscos atacaron la isla y, cuando se fueron se llevaron a mi madre. Mi padre estaba muy enamorado de ella y enloqueció a causa de su pérdida. Logró recuperarla seis semanas después, pagando un fuerte rescate.
»Yo nací seis meses después de eso. Aunque ella juró ante los curas y por cada santo del calendario, incluso por la Santa Virgen, que los piratas no la habían tocado, mi padre nunca pudo creerla del todo. Nunca, nunca. Y cuando ella fue engordando por el embarazo, se separaron más y más. Ella lo adoraba y eso le rompió el corazón. Vivió apenas el tiempo suficiente para traerme al mundo y después murió como una vela que se extingue. La ironía es que me parezco mucho a ella. Desde que nací he sido un reproche viviente para mi padre y, para vengarse, él me considera responsable de la muerte de mi madre y ha arrojado sobre mis orígenes dudas suficientes como para que no haya familia decente en Mallorca que me desee como esposa de sus hijos. Y sin embargo, soy su hija. Es absolutamente cierto. Ana fue la sirvienta de mi madre aun antes de que ella se casara con papá. Estuvo con ella durante todo el tiempo que pasaron con los moros y jura que mi madre no conoció a otro hombre que mi padre.
De pronto, Constanza se detuvo. Su rostro adquirió un tono casi púrpura. Cuando se dio cuenta de las razones de su vergüenza, Niall Burke dijo con voz tranquila:
– No te arrepientas de tus palabras, niña. Las mujeres siempre me hablan con franqueza, soy así. Ahora entiendo las palabras de tu padre. Es un hombre duro, pero quería decirme la verdad.
La muchacha se arrodilló junto a la cama, con su hermosa cara oval levantada hacia él.
– Lo lamento, señor Niall. Sé lo terrible que es para vos la pérdida de vuestra amada, pero Dios ha dispuesto que viváis. Los dos rezaremos por el alma inmortal de vuestra Skye, pero debéis prometerme que vais a hacer lo posible por restableceros.
Niall Burke se conmovió cuando oyó esa sincera demanda. Puso su gran mano sobre la pequeña manita que reposaba sobre la colcha.
– De acuerdo, Constanza. Te lo prometo. Pero tú debes prometerme que vas a ayudarme, ¿de acuerdo?
La mano que retenía en la suya tembló levemente, ella enrojeció de nuevo y sus pestañas, de un dorado oscuro, rozaron las mejillas del rostro oval.
– Si lo deseáis… -dijo en voz baja.
– Claro que lo deseo -le contestó él, soltándole la mano.
En pocas semanas, recuperó las fuerzas. La fiebre desapareció por completo y le aumentó el apetito. Finalmente, pudo caminar por la habitación. Luego una tarde se aventuró hasta los jardines. Esa tarde fue la más feliz en mucho tiempo. Él y Constanza, con Ana de Chaperona, se sentaron en el césped y comieron jugosas uvas verdes, pasteles de carne y un delicado vino rosado. Niall les contó historias de su infancia en Irlanda y, por primera vez, oyó reír a Constanza, con una carcajada dulce de alegría genuina, mientras él le contaba una anécdota particularmente divertida de sus travesuras de muchacho. Desde ese momento, él volvió a dormir de noche y las pesadillas en las que veía cómo los piratas se llevaban a Skye empezaron a desaparecer lentamente de sus noches.
La flota de la O'Malley volvió a la capital de la isla, Palma. Habían pasado varios meses en Argel buscando a su señora y finalmente tuvieron que partir sin una sola información. Sin embargo, el Dey les había otorgado el permiso de navegación, como una forma de compensarlos. Parecía que ya no había esperanza de encontrar a la O'Malley viva. Los barcos irlandeses navegarían muy pronto hacia la patria bajo las órdenes del capitán MacGuire. Pero todos pensaban que Niall todavía no estaba suficientemente restablecido para la larga travesía.
Niall le confió el perro a MacGuire y le entregó una extensa carta para su padre en la que volcaba todo su dolor y que terminaba con la siguiente advertencia:
«No hagas contactos para mí. Cumpliré con mi deber para con la familia, a mi manera y a su debido tiempo.»
Luego, con una terrible sensación de pérdida, Niall despidió a la flota de la O'Malley desde la terraza de los jardines del conde.
Niall veía muy poco a su anfitrión y se alegraba de eso, porque no disfrutaba de la compañía de ese español frío como el hielo.
Un día, Constanza le sugirió que saliera a cabalgar con ella y él aceptó encantado. Esa tarde, se encontró en un brioso ruano árabe, cabalgando por un campo cubierto de anémonas. Constanza montaba sobre una elegante yegüita árabe de color blanco. Era buen jinete y tenía manos firmes, además sabía ser delicada y tenía un buen asiento.
En el calor de la tarde, se detuvieron en una colina sobre el mar para dar reposo a los caballos y comer un almuerzo liviano que Ana les había preparado. Constanza extendió un mantel blanco sobre el pasto y colocó la comida sobre costras de pan: queso blando, duraznos, peras y vino blanco. Niall desensilló los caballos para dejarlos descansar. Un árbol alto y frondoso les daba sombra y el aire olía a tomillo silvestre.
Comieron en silencio. Después del almuerzo, fue Constanza la primera en hablar.
– Pronto vais a dejarnos. ¿Adónde iréis? ¿De vuelta a Irlanda?
Una sombra oscureció el rostro de Niall.
– No directamente, niña. Quiero viajar un poco antes de volver. Pero debo regresar, porque soy el único heredero de mi padre. Mi primer matrimonio se anuló. El segundo no llegó a consumarse.
– Encontraréis la felicidad, señor Niall. Rezaré todas las noches a la Santa Virgen por vos.
Él le acarició la cara.
– Eres una criatura muy dulce, mi Constanza.
Ella enrojeció y apretó la mejilla contra la mano de él. De pronto, él pensó en besarla y lo hizo. La abrazó con fuerza, inclinó la cabeza y buscó su boca. Ella temblaba ostensiblemente, pero no se resistía. Él, alentado, le abrió los labios y entró en la húmeda caverna, buscando, encontrando, acariciando la lengua satinada con la suya. La sostenía con una mano, mientras con la otra le acariciaba los senos.
Constanza se apartó bruscamente, buscando aire. Trató de tomarle las manos con desesperación. No tenía miedo de Niall, sino de ella misma. Niall Burke era un caballero y una palabra bastaría para detenerlo, pero ella no podía pronunciarla. Ningún hombre la había besado ni acariciado antes. Le latía el corazón con tanta fuerza que temía que le estallara en el pecho. Y, sin embargo, no decía nada que pudiera detener a lord Burke. Su boca volvió a hundirse en la de él y sintió que él buscaba su alma y la encendía de una pasión que nunca había sospechado guardar dentro de sí misma. Los dedos de él estaban desatándole los lazos del corsé y quitándole la camisa.
Niall estaba asombrado con la forma en que la muchacha lo aceptaba. Estaba seguro de que era inocente, pero parecía dar la bienvenida a sus avances. Se sintió culpable un instante, pero luego lo olvidó. Skye estaba muerta y él, vivo. Y Constanza era hermosa y dulce. Sus ojos miraron un momento sus pequeños y tiernos senos, las areolas doradas, los pezones gráciles y oscuros como el coral que se pusieron tensos como pimpollos recién nacidos. Él los besó y los acarició casi con reverencia, y sintió el placer de oírla gemir entre dientes.
Constanza percibió una tensión inesperada y desconocida dentro de sí. La asustaba un poco. No quería que él se detuviera, pero, de pronto, Niall se apartó.
– Eres virgen, ¿verdad, niña? -La vio enrojecer, y ésa fue la respuesta más clara-. No pienso deshonrarte, Constanza -le dijo con seriedad-. No estaría bien que arruinara lo que le debes a tu futuro esposo, sobre todo porque has sido muy buena conmigo. No tengo derecho a hacer lo que estoy haciendo. Te pido perdón y comprensión.
Constanza permaneció sentada, muy quieta, sin hacer intento alguno de cubrirse el cuerpo desnudo. En la colina, el ruano relinchó desafiante y montó a la yegüita blanca, mordiéndole el sedoso cuello y empujando su enorme órgano erecto dentro de ese cuerpo hermoso. Constanza se puso de pie y se desnudó por completo. La ropa formó un montoncito colorido a su alrededor. Luego miró a Niall con orgullo.
– Quiero que me hagáis ahora lo que mi ruano le está haciendo a mi yegua.
Niall Burke sintió la tensión en sus entrañas. Sólo un santo podría negarse a aceptar tal invitación y él no era un santo. Pero tampoco era un seductor. Entonces, tuvo una idea. «¿Por qué no? -pensó-. Tendré que hacerlo, tarde o temprano.» Así que dijo:
– ¿Quieres ser mi esposa, Constanza?
– Sí -respondió ella.
Él se puso en pie, alto, junto a ella y se quitó la ropa también. Ella lo miró con curiosidad. No tenía hermanos, de modo que no conocía la anatomía del varón. Frente a sus ojos asombrados, la masculinidad de Niall se alzó orgullosa como una bandera de batalla. Él le cogió la mano y le ordenó con ternura:
– Tócalo, niña. Te aseguro que no muerde…, aunque sabrá amarte muy bien.
La manita de Constanza se cerró alrededor del miembro erecto de Niall, curiosa y virginal. Niall retuvo el aliento porque temía asustarla. La tibia manita de ella lo acarició, frotándolo instintivamente y él no pudo retener un gemido. Ella lo soltó inmediatamente, asustada.
– ¡Os he lastimado!
– No, hermosa, me das placer… -Y la tomó entre sus brazos y la besó de nuevo. Los redondos senos de la niña, endurecidos ahora con la pasión, se rozaban contra el pecho oscuro de él y, pronto los pezones se pusieron maduros de deseo. El torso de ella hizo una leve presión contra él, como si fuera seda ardiente que temblaba apenas mientras sus piernas empezaban a separarse. Pero la voz de Constanza seguía siendo baja y firme.
– Tómame, mi Niall. Tómame como mi potro ha tomado a mi yegua.
Él la apoyó en el suelo, luego se arrodilló junto a ella, que tenía los ojos muy abiertos y asombrados. Inclinó la cabeza y tomó un pequeño pezón entre sus dientes. Lentamente, lo chupó, mirando con los ojos plateados cómo el aliento de ella empezaba a salir en jadeos rápidos y sus labios se torcían. Una mano experimentada recorría ese cuerpo de virgen, encendido como de fiebre, y ella saltó cuando él tocó el más secreto de los recodos del cuerpo. El dedo de él pulsó los pliegues suaves, defensivos, y los frotó con insistencia. Constanza pensó que iba a desmayarse.
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