Había que llevar espada y daga, y los dos aceros de Niall eran de Toledo. Las empuñaduras eran de oro y estaban adornadas con diamantes y rubíes. Llevaba también una pesada cadena de oro con un gran medallón de oro, diamantes y rubíes que representaba un grifo con las alas desplegadas.

Las mujeres miraron ese pecho ancho y esas piernas bien talladas y suspiraron detrás de sus abanicos. «¿Cómo diablos se las ha arreglado esa niñita lechosa y diminuta para atrapar a semejante hombre?», se preguntaban. Se decía que la pareja se quedaría en Mallorca varios meses antes de navegar hacia Londres, a la corte de la nueva reina inglesa, Isabel i. Tal vez en ese tiempo tendrían la oportunidad de ofrecerse a lord Burke. Le demostrarían con sus encantos lo tonto que había sido al casarse tan apresuradamente.

Una vez terminada la ceremonia y con el permiso del obispo, Niall rozó los labios de la novia con ternura. Los ojos brillantes y dulces de su esposa le dijeron lo feliz que se sentía. Él sonrió, apoyó la manita femenina y suave sobre su adornado brazo y la llevó por el pasillo de la catedral y a través de la plaza y hasta la casa del gobernador. Al poco rato estaban recibiendo a sus invitados.

El conde no había reparado en gastos para la boda de su única hija. Las mesas gruñían bajo el peso de medias reses enteras, corderos completos y patos rellenos, cisnes en vinagre y capones aderezados con limón y jengibre. Había tartas de paloma y alondra con las costras crujientes y tibias, y grandes boles de paella, con trozos de roja langosta y aceitunas verdes que brillaban en medio del arroz, amarillo por el azafrán y las especias. Había fuentes de langostinos hervidos en vino blanco, ostras crudas, fuentes de escalonias frescas y verdes, y pequeñas manzanas. Se iban colocando a intervalos regulares grandes hogazas de pan blanco, largas, redondas y delgadas. Y había una mesa aparte para los dulces. Fuentes de gelatinas en molde que brillaban en rojos, verdes y oro, platos de almendras garrapiñadas, mazapán moldeado en forma de diversas frutas, boles de plata con uvas negras, higos color púrpura, uvas blancas y naranjas de Sevilla. De las bodegas de la casa fluían los vinos tintos y blancos, y la impetuosa cerveza.

Los músicos tocaban canciones llenas de vida, danzando entre los invitados. En la cabecera de la mesa, Niall y Constanza recibían las felicitaciones. Ninguno de los dos dejó de notar las miradas de admiración de las damas que recorrían a Niall con los ojos. Los ojos de la novia se oscurecieron de celos.

– Pareces una gatita furiosa -observó él en tono divertido.

– Estaba pensando -replicó ella- que la marquesa, a pesar de su cara pintada y sus adornos, es al menos diez años más vieja que tú.

Niall rió y la besó con fuerza.

– Ah, niña, vaya lengua salvaje que tienes -dijo, y la acarició con la mirada-. Pronto te enseñaré a usar esa lengua en una tarea más dulce. -Y Constanza sintió que la invadía una sensual calidez. Desde aquella tarde en la colina, él no la había tomado. Su comportamiento había sido el de cualquier caballero respetuoso con su prometida. Eso la había asustado un poco, sobre todo cuando su sangre llegó puntualmente en la fecha acostumbrada. ¿Acaso él lamentaba su propuesta y era demasiado caballeroso para retirarla? Ahora, sin embargo, esos ojos plateados le decían que se había equivocado, que había sido una estupidez tener miedo. Y mientras la invadía el alivio, se sintió casi mareada de alegría.

La tarde declinó y se convirtió en noche. Finalmente, Ana le tiró del codo y le murmuró algo a Constanza, que se levantó discretamente y salió al patio.

– Venid dentro de una hora, mi señor -le dijo la mujer a Niall en voz baja, y Niall inclinó la cabeza para indicar que había comprendido el mensaje.

Un poco después, el conde se deslizó en la silla que ella había dejado vacante.

– No lo había mencionado hasta ahora, pero la abuela materna de Constanza era inglesa. Parte de su herencia es una casa junto al río, en Londres. No es grande ni elegante, pero está bien cuidada. Me llegó a través de la madre de Constanza y la agregué a la dote de vuestra esposa. Mi agente en Londres ya sabe que debe rogarles a los inquilinos que se vayan. La casa estará amueblada y lista cuando lleguéis a Londres.

– Gracias, don Francisco. Los Burke pensaban hace ya mucho en adquirir una casa en Londres, y la ribera es un lugar excelente. -Niall miró a su alrededor, al patio lleno de espíritu festivo-. Mi gratitud también por este día. Ha hecho muy feliz a Constanza.

– Es mi hija, don Niall. Ah, sé que esa bruja gitana, Ana, convenció a Constanza de que dudo de sus orígenes y por eso maté a mi esposa, pero no es verdad. Constanza nació con un lunar en forma de corazón en la nalga izquierda. Yo tengo uno idéntico, como mi hermano Jaime y como nuestro padre y nuestro abuelo. Y como mis dos hermanas. Las dudas que hubiera podido albergar se desvanecieron apenas vi a mi hija. Y en cuanto a la madre de Constanza, María Teresa, era tan frágil como orgullosa. La agonía de esas semanas en cautiverio en manos de esos moros llenos de lujuria la humillaron tanto como a mí. Murió porque no podía tolerar que otros murmuraran a su alrededor durante el resto de su vida. ¿Cómo puede entender eso una vulgar campesina como Ana?

Suspiró.

– Sed bueno con Constanza, don Niall. Es tan parecida a su madre… Cuando os la llevéis, para mí será como perder otra vez a María Teresa. -Luego se puso de pie y se unió a un grupo de amigos al otro lado del patio.

Niall estaba asombrado con esas revelaciones y la breve visión que había tenido del interior del alma del conde. Con razón había sido tan generoso con la dote de Constanza. Incluía una casa en España, la casa de Mallorca, una enorme cantidad de oro, la promesa de más cuando el conde muriera, y ahora, una casa en Londres. Niall sonrió. El MacWilliam estaría satisfecho, porque era obvio que Niall volvía con una heredera.

Un sirviente volvió a llenarle la copa y él miró, con una sensación de paz cada vez mayor, cómo bailaban los danzarines gitanos. Dejó la copa en la mesa y fue hasta su habitación donde lo esperaba su sirvienta con un buen baño humeante. Niall se bañó, oliendo con placer el jabón perfumado con sándalo. Luego, se puso en pie mientras el agua le corría por el cuerpo y se secó con cuidado.

– ¿Dónde está mi señora?

– Espera a su esposo en el dormitorio contiguo.

– Dile a Ana que ahora mismo voy. Dile que deje a mi esposa sola. Por esta noche, puedes retirarte.

– Sí, mi señor.

Niall examinó su cuerpo desnudo en el gran espejo y le gustó lo que veía. La enfermedad y el reposo no le habían dejado marca alguna. Se volvió, cogió un pequeño objeto de un cajón y se dirigió al dormitorio alumbrado con velas perfumadas en el que lo esperaba Constanza bajo las sábanas de la cama. Los ojos de ella se ensancharon al verlo entrar.

– Duermo así -dijo él a modo de explicación.

– Yo también, pero Ana me ha obligado a ponerme un camisón. Ha dicho que esta noche se espera eso de mí.

– ¿Y si escandalizamos a la buena sociedad de Mallorca, niña? -le preguntó él con aire travieso-. Ponte de pie, rápido -le ordenó, y cuando ella hubo obedecido, le quitó el ligero camisón que llevaba y lo rompió en pedazos que esparció por la habitación-. Y ahora, para demostrar mi honor y tu pureza a los ojos de todos… -Levantó la mano sobre la cama y cerró el puño con fuerza. La sangre manchó las sábanas. Constanza gritó. Niall dejó escapar una carcajada-. Perfecto, mi amor. Ahora los invitados creerán que has llegado virgen a este lecho. -Se limpió la mano y tiró la toalla al fuego-. Era una vejiga de cerdo llena de sangre de pollo -explicó-. Tu querida Ana me lo ha dado esta mañana.

– Ah -murmuró ella, asombrada, los ojos muy abiertos-. Nunca pensé… -La voz se extinguió sin terminar la frase.

Él rió.

– Ni yo, pero tu querida Ana, que Dios la bendiga, ha pensado en todo. Me alegro de que venga con nosotros. Ahora, cosita tentadora, ven a mí. Me he pasado todo el mes pensando en esa tarde en la colina.

– ¡Yo también! -confesó ella. Él la levantó y la apoyó con dulzura en la cama. Luego, se metió entre las sábanas-. ¿Te parece horrible de mi parte, Niall?

– ¡Claro que no, cariño! Prefiero que me desees a que seas fría y distante. -La abrazó con fuerza y el vientre de ella tembló al pensar en lo que iba a suceder. Cuántas veces había soñado con aquella tarde y había visto en sueños el potro ruano hundiendo su enorme pene en la yegüita blanca que temblaba de pies a cabeza, y luego a Niall, que se abalanzaba sobre ella, y hacía lo mismo. Hubo noches en las que se había retorcido de placer en la cama con el recuerdo al menos media docena de veces.

Ahora, mientras él apoyaba el rostro entre sus tiernos senos, Constanza suspiró. Las areolas doradas del pecho se endurecieron cuando la boca de él bebió de una y luego de otra. La lengua de Niall trazó círculos alrededor de los pezones una y otra vez hasta que ella le rogó que la tomara. Él sonrió. Había reconocido el deseo en ella y ahora quería ver hasta dónde podía llevarla. Su lengua jugueteó sobre esa piel suave, fragante, moviéndose hacia abajo desde el ombligo, deteniéndose luego y ascendiendo por los muslos desde la rodilla. Ella se sacudía violentamente y el cabello rubio temblaba a su alrededor. Fascinado, Niall dejó que sus labios y sus ojos descendieran hasta las suaves defensas de la feminidad. Con dedos acariciadores separó los húmedos pliegues y miró cómo el pequeño botoncito se endurecía y palpitaba. Lo mordió parsimoniosamente.

– ¡Dios, Dios, no, no te detengas!

Ella llegó al éxtasis dos veces bajo esa experimentada lengua. Finalmente, incapaz de tolerar más, él hundió su miembro en ese cuerpo cálido y fértil. Ella aulló de placer, cruzó las piernas alrededor de la espalda de él y se movió siguiendo el ritmo, arañándole la espalda en su obnubilación, mientras él se vaciaba en ella.

Luego, al apartarse para no ahogarla, Niall vio que estaba casi inconsciente. La abrazó con dulzura para que, cuando volviera en sí, su despertar fuera tranquilo y plácido. Estaba encantado con esa criatura maravillosa, apasionada, que era su esposa. Era demasiado bueno para ser verdad y, sin embargo, lo era. Había encontrado a la compañera perfecta, la mujer de la que nacerían los Burke de la siguiente generación. Constanza se movió ligeramente en sus brazos.

– Adiós, Skye, mi amor, mi único amor verdadero -murmuró, y se volvió para mirar a su nueva esposa.

Capítulo 12

La esposa de Khalid el Bey era la mujer más famosa de Argel. Tres noches por semana presidía la mesa de banquetes de su esposo. Los huéspedes, todos hombres, se escandalizaron al principio, pero acabaron por aceptarlo, porque lady Skye era encantadora, inteligente, y sus palabras, suaves y amables. Se decía que sabía tanto sobre los negocios de su esposo como él mismo, pero ningún hombre daba crédito a semejante rumor; era demasiado absurdo. Alá había creado a la mujer para placer del hombre y dar a luz. Nada más.

Todos envidiaban a Khalid esa hermosa mujer y nadie con mayor furia que Jamil, el gobernador de la fortaleza Casbah. El militar turco era dueño de un harén más que respetable, y se sabía que era sexualmente insaciable. Los favores del capitán Jamil se compraban con facilidad con el simple regalo de una esclava complaciente y bella. Y sin embargo, Jamil deseaba a Skye, estaba desesperado por poseerla. Se sentía molesto porque ella había rechazado sus acosos. Sobornaba a las sirvientas de Skye para que le entregaran joyas, flores y confituras, pero ella lo devolvía todo sin abrir los paquetes. Furioso, Jamil se las arregló para separarla de sus huéspedes en dos ocasiones, y en ambas, Skye lo rechazó sin vacilar, insultándolo incluso. Nunca en su vida lo habían tratado así. Jamil estaba furioso, herido en su orgullo, y decidido a poseer a esa mujer.

Esa noche, estaba tendido en un sillón en la Casa de la Felicidad, mirando con Yasmin a través de un espejo trucado.

Al otro lado del espejo uno de los mercaderes más respetables de la ciudad disfrutaba de una noche de lujuria, desnudo y atado por las dos hermosas criaturas cuyos servicios había contratado. Una de ellas se había recostado sobre su rostro, rozándole la boca con los pezones, mientras la otra chupaba desesperadamente el fláccido y diminuto órgano del mercader. Finalmente, cuando los esfuerzos conjuntos dieron resultado, la muchacha que estaba succionando el pene, montó al hombre y lo llevó a la gloria.

Jamil rió con alegría.

– Pobres queriditas, ese hombre no se merece tanto esfuerzo. Envíamelas después y las resarciré con creces.

– Pensaba que queríais pasar la noche conmigo -dijo ella-. No concedo mis favores a cualquiera, ya lo sabéis.