– ¿Me negarás el aperitivo antes del plato fuerte? -la halagó él.

Yasmin casi gemía. Le gustaba Jamil. Era el mejor amante que había conocido, después de Khalid. Khalid, maldito sea, había dejado de visitarla desde que se enamoró de Skye. Una mirada de furia transformó su hermoso rostro. Jamil se dio cuenta inmediatamente.

– ¿Qué pasa, preciosa? -le preguntó-. Últimamente te noto muy irritable. Cuéntaselo a Jamil, que él te ayudará.

Ella dudó antes de admitir nada.

– Es mi señor Khalid. Está muy cambiado. No lo reconozco, y es culpa de su esposa.

– Es muy hermosa -dijo él con astucia-. Pero no la conozco como mujer.

– Ojalá estuviera muerta. Entonces, mi señor Khalid volvería a mí.

– Tal vez -musitó él-, tal vez pueda arreglarse, amada mía. -Continuó hablando, a pesar de la mirada espantada de ella-. Claro que esperaría ciertos favores de tu parte, si lo hago. Pero ¿qué puede importar la muerte de una sola mujer? Especialmente de una mujer que no tiene memoria ni contactos poderosos.

Yasmin estaba fascinada a su pesar.

– ¿Cómo? -preguntó.

– Si yo quisiera que alguien estuviera muerto, elegiría el lugar y el momento con cuidado, y después manejaría la espada yo mismo. Cuanto menos gente involucrada hay en algo así, mejor, ¿no te parece? ¿Quién sospecharía de ti si nos vieran entrar juntos en tu habitación esa misma noche?

– ¿Cuándo, Jamil, cuándo?

Él sonrió.

– Mañana por la noche, mi querida Yasmin. Cuanto antes, mejor. Enviaré un mensaje a Khalid el Bey, pidiéndole que venga al fuerte Casbah. Después, simplemente negaré haber enviado el mensaje. Tú y yo entraremos juntos en tus habitaciones procurando ser vistos por muchos testigos y yo me quedaré toda la noche. La dama Skye estará sola, posiblemente incluso duerma. Golpea con fuerza, asegúrate de que has tenido éxito y luego vuelve.

– ¿Por qué me ayudáis? -le preguntó ella, llena de sospechas, de pronto.

– Somos amigos, Yasmin. La mujer de Khalid no significa nada para mí, pero tú sí. Si mi plan te parece cruel, no tienes por qué seguirlo. Tú decides.

– ¡Quiero hacerlo! Como siempre, Jamil, sois directo y eficiente. Lo haré.

El capitán sonrió cuando ella se levantó y le dijo:

– Enviaré a las dos chicas que queréis a bañarse y luego a vuestras habitaciones. Desde esta noche, todo lo que deseéis de la Casa de la Felicidad es vuestro.

Jamil no podía creer su suerte. Tendría que trabajar con rapidez. El esclavo espía que había colocado en la casa de Khalid el Bey recibiría informaciones y órdenes. Primero pondría un somnífero en el vino del Bey para que se retirara temprano. Después, le diría a Skye que alguien que sabía algo de su pasado había llegado a las puertas de la casa y quería verla. Eso la haría salir de la casa, mientras Yasmin entraba en el dormitorio en penumbra y mataba al Bey tomándolo por Skye.

Rió con malicia y orgullo, satisfecho de sí mismo. Le cortaría la lengua a su espía después del asesinato y así no podría implicarlo. Además, lo vendería inmediatamente. Y en cuanto a Yasmin…, bueno, la condena por asesinato era bastante severa. Primero se torturaba a los asesinos y luego se los arrojaba desde los muros de la ciudad a las lanzas filosas que los rodeaban. A veces, un prisionero resistía varios días allí con vida, las mujeres sobre todo. Sería interesante comprobar cuánto duraría Yasmin.

Naturalmente, Jamil ofrecería su brazo y su protección a la viuda de su amigo. La hermosa y joven viuda de un hombre rico, se corrigió. Y en ese momento se le ocurrió algo. Tal vez se casaría con ella. Lo mismo le daba retirarse en Argel que en cualquier otra parte. Además, Skye necesitaría a alguien que manejara los negocios e intereses de Khalid el Bey. Jamil nunca se había casado, pero, con la riqueza del Bey en su bolsillo, podría tener cuatro esposas además del harén. Con esa cantidad ilimitada de dinero, un hombre podía tener cuanto deseara. Jamil suspiró, pensando en el placer y la riqueza que le proporcionaría la muerte de Khalid el Bey. Claro que perdería a un amigo interesante y respetable, pero era imposible tenerlo todo al mismo tiempo.

En ese momento, entraron las dos muchachas que habían entretenido al mercader. Reían entre dientes porque conocían la reputación de Jamil, y riendo todavía, se arrodillaron a sus pies.

– ¿Cómo podemos serviros, señor? -preguntaron a coro.

Él las miró con la crueldad de sus ojos entrecerrados.

– Empecemos con el mismo juego que habéis practicado con el mercader -dijo-, luego seguiremos adelante con algo más complejo.


Y al otro lado de la ciudad, Skye estaba despierta, acunando su dulce secreto. Ahora ya no había duda posible, esperaba un bebé y sabía lo feliz que se sentiría Khalid cuando se enterara. Él estaba en ronda nocturna por los burdeles de la ciudad. Cuando volviera, lo sorprendería con la noticia. Sonrió y se imaginó sus ojos en ese momento. Cruzó las manos como para protegerse el vientre. Era demasiado pronto para sentir nada, pero trató de imaginar cómo sería el hijo de Khalid el Bey. Escuchó sus pasos, se levantó y salió corriendo a recibirlo. Los fuertes brazos de su esposo la rodearon, y la besó con cuidado y ternura. Su boca la inflamó de pasión, y cuando sus manos se deslizaron bajo la bata de gasa para acariciar el cuerpo tembloroso, Skye casi olvidó lo que quería decirle.

– ¡Khalid, espera! ¡Tengo una sorpresa para ti!

– Sí, amor mío -susurró él, abriéndole la bata para acariciarle los senos. Su boca se cerró sobre uno de los endurecidos pezones y lo chupó con fuerza. Ella casi se desmayó. No tenía sentido. Ella lo deseaba tanto como él a ella. La noticia tendría que esperar. Se apretó contra él y él la levantó y la llevó hasta la cama. En algún momento en el camino, la ropa de ambos quedó abandonada en el suelo.

Él la colocó en el centro del lecho, con sumo cuidado, como si ella fuera de vidrio. Luego la montó con la misma deliberación, las piernas musculosas y peludas entre las suaves piernas de Skye. Sentado sobre sus talones, con las nalgas apretadas, levantó las manos para juguetear con ella. Una mano se movió para pellizcarle con dulzura los sensibles pezones y la otra buscó la piel expuesta y temblorosa de la dulce hendidura para hacerle cosquillas.

Los ojos de Skye se afinaron como los de un gato y murmuró su placer con voz suave.

– Ah, mi dulce esposo, así que queréis jugar. Bueno, yo puedo jugar al mismo juego. -Puso las manos bajo la bolsa de la masculinidad de Khalid y jugueteó con los testículos a un ritmo enloquecedor, mientras acariciaba el miembro con la misma habilidad. Él gruñó de placer.

Durante varios minutos siguieron acariciándose hasta que ambos alcanzaron una cumbre de satisfacción que solamente permitía una salida. A Skye le gustaba dar placer a Khalid y a Khalid le gustaba que ella disfrutara. Como siempre, ella sintió un temblor de excitación al ver cómo el miembro de su esposo crecía y se endurecía por ella.

El Bey observaba con placer cómo aumentaba la pasión de su esposa. Skye tan deliciosamente natural, tan distinta de las hábiles prostitutas que él había conocido… Tener una esposa como ella era una bendición por la que se sentía profundamente agradecido. Se hizo a un lado y le dijo a Skye:

– Déjame jugar contigo a ser el gran potro del desierto, Skye, amor mío. Date la vuelta y sé mi pequeña yegua.

Ella se arrodilló con la cabeza entre los brazos y las pálidas nalgas frente a él. Estaba lista. Él se arrodilló y se hundió en ella con dulzura. Luego, una mano se movió para acariciarle los suaves senos mientras con la otra, hacía algo que nunca había hecho antes, no con Skye. Cuando ya estaban llegando al clímax, introdujo un dedo en su orificio anal y consiguió de ella un orgasmo tan frenético que durante un momento creyó que le había hecho daño. Luego, cuando se dio cuenta de que ella solamente se había desmayado, se dejó ir él también. Fue un orgasmo más intenso que los anteriores, porque estaba lleno de alivio.

Después, cuando ella se despertó, laxa, entre sus brazos, suspiró con placer.

– Temía que hacer el amor dejara de ser divertido -dijo-, pero veo que sigue siendo delicioso.

– ¿Y por qué iba a cambiar eso, amor mío?

– Porque, mi esposo y señor, vas a ser padre muy pronto. ¿No te parece maravilloso?

El dormitorio se cubrió de un silencio denso. Luego, lentamente, Khalid empezó a entender y su cara empezó a brillar como el oro. La abrazó con fuerza.

– ¿Estás segura? -preguntó, los ojos llenos de lágrimas, abrazándola con ferocidad.

– Sí, sí -jadeó ella, riendo y llorando al mismo tiempo.

– ¡Ah, mi Skye! Nunca he recibido un regalo tan precioso como el que acabas de hacerme. Y ahora me das un hijo. Es demasiado. Gracias. Gracias, amor mío. -Y Khalid rompió a llorar sin soltarla.

Skye lo apretó contra sus senos, acunándolo como a un niño. Ese hombre maravilloso que la había rescatado de Dios sabe qué horrores, que la amaba, que la había hecho su esposa y le había dado un regalo maravilloso, ese hombre, ¡le daba las gracias! Se sumó a su llanto y su corazón se llenó de alegría.

– ¡Te amo! ¡Khalid, te amo! No sé quién fui, no lo recuerdo, pero me alegro de ser quien soy ahora, porque soy tu mujer. Y soy yo la que debe darte las gracias.

El silencio volvió a instalarse en la habitación mientras los amantes se unían una vez más con ternura infinita y Khalid se inclinaba para besar el liso vientre de Skye. Después durmieron, uno junto al otro, hasta mucho después del alba.


Fue Skye la que se despertó primero para dar la bienvenida al nuevo día. Miró a Khalid, que seguía durmiendo, y se quedó quieta porque quería sentir el gran amor que la recorría como una marea creciente y la cansaba con su fuerza. Recorrió con la mirada el cuerpo de su hombre. El leve toque de gris que había empezado a manchar ese cabello oscuro y ondeado. La pequeña cicatriz de la daga de una muchacha beduina, dibujada sobre su hombro izquierdo. Ese aspecto casi de niño que tenía cuando dormía. Los ojos verdiazules de Skye viajaron a lo largo de ese cuerpo amado. Luego, temblando, empezó a sentir que ese momento era un intento de guardar a Khalid en su memoria. Como si fuera a perderlo. Se encogió de hombros para sacudirse la sensación y fue a darse un baño.

Skye recordaría siempre que ese día fue como muchos otros, un día que no proporcionó claves para sospechar lo que vendría. Trabajó con el secretario Jean en los libros de las naves mercantes y se asombró de los buenos resultados que había conseguido el capitán Small. Sabía que el amigo de su esposo volvería a Argel en cualquier momento. Habían recibido un aviso de su llegada a Londres, donde se había vendido el resto del oro español. Skye deseaba ver al capitán y contarle las buenas nuevas. Sabía que él se regocijaría.

Después de las plegarias de media tarde, Marie, la muchacha de Jean, les trajo un almuerzo liviano y la novedad de que el Bey se había marchado temprano a inspeccionar sus casas porque deseaba pasar la noche con su esposa. Skye enrojeció de alegría y dijo:

– Mi querido Jean, tú y tu Marie habéis sido buenos amigos para Khalid y para mí. Por eso quiero que compartáis un secreto que solamente conoce mi esposo. Espero un hijo para la primavera.

Marie la miró y exclamó:

– ¡Ah, señora! ¡Yo también! ¿No es maravilloso?

Llenas de alegría, ambas mujeres se sentaron juntas y charlaron, mientras Jean reía entre dientes, divertido. A instancias de su patrón, poco tiempo después de haber recibido a Marie como regalo, la había manumitido y se había casado con ella. Había sabido que venía de una aldea costera del sur de Bretaña, cerca de Poitou. Los piratas berberiscos no atacaban esa zona con frecuencia, pero en uno de esos ataques, Marie, que entonces tenía catorce años y estaba a punto de entrar en un convento de la región, había caído prisionera. El capitán pirata le había arrancado el hábito con sus propias manos, pero al ver lo atractiva y joven que era, la encerró en un pequeño camarote con varios jergones de paja, un balde y un pequeño barril de oporto. Pronto puso allí a otras dos jóvenes; una de ellas, su prima Celestine.

Las tres niñas desnudas, se aferraron una a la otra, aterrorizadas, durante toda la interminable primera noche. En la cubierta, encima de la pequeña prisión, se oían constantemente los alaridos, ruegos y sollozos de las mujeres de la aldea que tenían la mala fortuna de estar casadas o ser más viejas o vírgenes pero no hermosas, y caían en los brazos de los violadores piratas que las obligaban a fornicar y las sodomizaban. Al menos dos de ellas se suicidaron saltando por la borda. Muchas murieron víctimas de la brutalidad del abuso, incluyendo a una niña de diez años cuya madre fue estrangulada cuando trataba de herir con un puñal a uno de los hombres que atacaban a su hija. Finalmente, al amanecer, las sollozantes supervivientes se amontonaron, como una manada asustada, en un rincón de la cubierta y permanecieron allí durante el resto del viaje, quemadas por el sol durante el día, tiritando de frío por la noche, y fácilmente accesibles para cualquier marinero que quisiera divertirse con ellas.