En el pequeño camarote, Marie y sus dos compañeras de infortunio no estaban mucho mejor. El calor del día convertía el lugar en un horno insoportable y el aire húmedo de la noche las helaba hasta los huesos. Eso, junto con el balde maloliente, que era lo único que tenían para cumplir con sus necesidades fisiológicas, las iba debilitando y deteriorando. Los marineros vaciaban el balde cada dos días. Les pasaban comida dos veces por día a través de la reja de la puerta. Muchas veces era un cuenco con una mezcla sorprendentemente gustosa de salsa de hierbas y granos de pimienta con tomates, cebollas, berenjenas y una carne dura, correosa, que Marie creía de cabra. No tenían cubiertos, comían con los dedos y luego se tragaban el pequeño pedazo de pan que les daban. Les traían una jarra de agua con la comida, y era la única que recibían en todo el día. Con el tiempo aprendieron a racionarla para que les durase las 24 horas.

Cuando el barco llegó a Argel, las muchachas se amontonaron junto al único ojo de buey del camarote para ver cómo se llevaban a sus parientes y amigas. Luego, desde las bodegas, trajeron a los hombres de la aldea, sucios, con las barbas sin recortar, como matas salvajes en la cara. Cuando las tres se preguntaban qué sería de ellas, se abrió la puerta del camarote y entró el capitán con algo sobre el brazo. Les arrojó una bata a cada una para que cubriesen su desnudez.

– Ponéoslas -ordenó con voz ronca, en un francés casi ininteligible, y cuando le hubieron obedecido, les dio un velo a cada una-. Ajustáoslo sobre la cabeza y seguidme -ordenó-. Si abrís la boca una sola vez, os arrojaré a mi tripulación. Les encantaría, os lo aseguro.

Asustadas, las tres muchachas se deslizaron tras él hasta la cubierta y luego bajaron del barco por el puente que lo unía con el muelle. En tierra firme les esperaba una enorme litera cerrada.

– Adentro -ladró el capitán, y todas ellas obedecieron-. Vais a los baños para que os limpien y os pongan guapas -explicó-. Haced lo que os digan. Os venderán en subasta esta misma noche. Agradeced a Alá que, debido a vuestra juventud y belleza, no hayáis terminado como las otras mujeres de vuestra aldea. -Cerró las cortinas de un golpe y la litera empezó a moverse.

Celestine miró a su prima Marie.

– ¿Nos matamos? -susurró.

– Non, non, chérie -se burló Marie-. Fingiremos que nos hemos resignado a nuestra suerte y, luego si tenemos ocasión, trataremos de escapar.

– Pero si nos venden, nos separarán -gimió Renée. Era la única hija del hostelero de la aldea y sus padres siempre la habían malcriado. Había sabido desde muy pequeña que su dote era mayor que la de cualquier otra muchacha en setenta kilómetros a la redonda-. ¿Cómo puedes sugerir que cedamos ante el infiel, tú, que eres monja?

– No soy monja, Renée, he sido novicia durante un mes solamente. Pero sé que Dios nos prohíbe suicidarnos. Toleraremos lo que sea en Su nombre. No estamos en Tour de la Mer ahora, y no creo que volvamos al pueblo.

En los baños, las masajearon, las rasquetearon, las bañaron, les afeitaron el vello, les pusieron cremas y perfumes. Les lavaron, secaron y cepillaron el largo cabello hasta que brilló como una joya. El castaño oscuro y ensortijado de Marie era precioso, pero el cabello rubio de Celestine y Renée las hacía mucho más valiosas. Las vistieron de seda transparente y les dieron un poco de pechuga de capón y un helado de fruta dulce.

La subasta empezó a la hora en que salía la luna. Mientras miraba lo que sucedía, Marie sintió que la invadía una especie de sopor y se dio cuenta de que la habían drogado para estar seguros de que se portaría bien. Vio cómo vendían a Renée a un gordo negro sudanés, un mercader que se mostraba encantado con ella. Renée abrió la boca para gritar pero no pudo emitir ni un sonido. Solamente sus ojos hablaban de su terror.

Los mercaderes vendieron una muchacha tras otras hasta que le tocó a Marie. Khalid el Bey la compró sin dudarlo un instante, y porque le pareció un hombre amable, ella le rogó que comprara también a Celestine. El Bey aceptó, pero el eunuco que manejaba el harén del gobernador había marcado a Celestine para su amo y la etiqueta obligaba a Khalid el Bey a retirarse de la puja.

Marie fue a parar a la Casa de la Felicidad y Yasmin la adiestró como cortesana. Pero justo cuando estaba a punto de tocarle hacer su debut, Khalid la eligió como regalo para Jean.

Celestine no tuvo tanta suerte. Su resistencia inicial a los acosos de Jamil, le aseguró un éxito inmediato con él. Pero la niña, en su inocencia, se enamoró del cruel capitán y eso hizo que el interés de él se desvaneciera. Cuando el gobernador dio instrucciones a su eunuco de que la vendiera, Celestine se suicidó saltando desde el tejado de una de las torres de la fortaleza Casbah.

Marie se había sentido desolada por esa muerte. Le parecía especialmente terrible a la luz de su propia buena suerte. El amor de Jean la había sostenido en esos momentos. Pero el gobernador turco se había ganado una enemiga. Marie todavía no sabía cómo, pero había jurado vengarse.


Ese día, sin embargo, la venganza no estaba en su cabeza. La noticia de que su ama estaba embarazada la había llenado de felicidad.

– Yo traeré al mundo a los bebés de ambas -le dijo a Skye con orgullo-. Mi madre era la mejor comadrona de las tres aldeas vecinas en Bretaña y yo la ayudaba muchas veces.

– El médico me ha dicho -aclaró Skye- que ya he dado a luz a más de un bebé, pero no me acuerdo. -Suspiró y se preguntó por esos niños. ¿Estarían vivos? ¿Serían niñas o varones? ¿Cuántos años tendrían?

– La señora no debe alimentar al niño -la retó Marie.

Skye sonrió con tristeza ante la muchacha que, con varios años menos que ella, la trataba como una madre a una hija.

– No puedo dejar de preguntarme si mis hijos me extrañan -dijo. Los ojos castaños de Marie se llenaron de lágrimas y Skye se sintió culpable y abrazó con fuerza a la muchacha-. Ahora te he puesto triste y eso no está bien. Dicen que las mujeres embarazadas son muy emocionales. ¿Será verdad? Yo me pongo morbosa y tú lloras. -Hizo una mueca como para burlarse de sí misma y Marie rió a través de las lágrimas.

Skye sonrió y preguntó:

– Maestro Jean, ¿lo dejamos por hoy? Si es así, pasaré el resto de la tarde con Marie en los baños.

El secretario del Bey asintió. Khalid el Bey era un hombre bueno, amable, considerado, y su esposa era una gran dama. A Jean le encantaba que Marie y Skye fueran amigas.

– Id, mi dama. Habéis avanzado tanto con estas cuentas que me llevará al menos dos días alcanzaros. -Sonrió con alegría mientras las dos mujeres se alejaban. La vida era hermosa en casa del Bey.

Esa noche, justo antes de que se sirviera la cena, llegó el capitán Robert Small, cargado de regalos para Skye y gritando sus saludos de marino. Khalid estaba encantado, porque su amigo se había acordado de su esposa, y Skye, conmovida por la forma en que Small se había preocupado por elegir lo que traía. Había varios rollos de seda china, especias raras y un largo collar de perlas de las Indias Orientales. Del Nuevo Mundo, el capitán le había traído una caja de oro delicadamente tallada, forrada en lino blanco, que contenía el collar, el brazalete y los pendientes de esmeraldas colombianas más hermosas que Khalid el Bey hubiera visto en su vida. Las esmeraldas, engarzadas en oro, brillaban con el fuego azul que sólo tienen las mejores piedras.

– Me recordaron vuestros ojos -murmuró el capitán, enrojeciendo.

– Pero, Robbie -sonrió Skye-, ¡qué observador eres! ¡Y qué generoso! -Se inclinó y besó la mejilla hirsuta del capitán-. Muchas gracias.

– Cenarás con nosotros -dijo Khalid. No era una pregunta. Skye fue a avisar al cocinero.

El marino se acomodó en un diván.

– No necesito preguntarte cómo te va, Khalid. Veo que la vida de casado te sienta bien.

– Muy bien, Robbie. ¿Crees que también me irá bien como padre?

– ¡No me digas! -Una expresión de profunda alegría cruzó los ojos del inglés mientras el Bey asentía-. Por Dios, Khalid, qué toro… En mi próximo viaje traeré algo para tu hijo.

– O hija.

– No, hombre, primero varios muchachos. Después una niña, para malcriarla, así es como se hace.

Khalid rió con fuerza.

– Ya está hecho, amigo mío. Debemos aceptar lo que nos dé Alá y estar agradecidos.

La cena se sirvió sin más dilaciones y Robert Small se acomodó junto a la mesa sobre los almohadones. Skye se sentó en un extremo para controlar a los esclavos. Sirvieron una pierna de lechal frotada con ajo y rellena de brotes de romero, sobre un lecho de verduras rodeado de cebollitas asadas. Un bol de alcachofas en aceite de oliva y vinagre de vino tinto. Otro bol de arroz blanco con semillas de sésamo, aceitunas negras, pimienta verde y cebolla salteada. Fuentes con huevos escalfados, aceitunas verdes y púrpuras, tiras de pimiento rojo y tiernas escalonias verdes. Esa comida casera y muy simple se completaba con una canasta de hogazas de pan redondas y chatas, y una fuente de plata con mantequilla. Los esclavos, discretos y atentos, mantenían las copas de cristal llenas de jugo de pomelo fresco sazonado con especias.

Cuando terminó ese primer plato, los esclavos retiraron las fuentes y trajeron boles de plata con agua tibia y perfumada, y pequeñas toallas de lino. El postre consistía en una gran fuente de fruta fresca: dátiles dorados, redondas naranjas de Sevilla, enormes higos, racimos de uva negra y blanca, rojas y tiernas cerezas y peras verdes y doradas. Había también una canasta de filigrana, que contenía pastelitos rellenos de una mezcla de almendra picada y miel. Skye sirvió el espeso café turco preparado a la perfección.

Después se repartieron toallas templadas, para que todos pudieran limpiarse los dedos pegajosos, y los esclavos trajeron pipas para los caballeros. Dos muchachas tocaron música y cantaron suavemente desde las sombras, mientras los hombres fumaban y charlaban. Skye notó que Khalid parecía más cansado que otros días y le hizo una broma:

– Soy yo la que tendría que estar cansada, no tú, mi señor.

Él rió, ahogando un suspiro.

– La idea de la paternidad es agotadora, amor mío. Casi no puedo mantener los ojos abiertos. Voy a retirarme, porque creo que si no me quedaré dormido aquí mismo. Robbie, quédate un rato. Skye tiene muchas preguntas que hacerte y no le he dado ni la más mínima oportunidad. -Se puso en pie. Skye también se levantó y lo abrazó.

– ¿No te importa que me quede un momento?

– No, mi Skye. Llena esa cabecita tuya de las cosas que necesitas saber. -La besó con ternura-. Alá, ¡qué hermosa eres! Este caftán blanco de seda y el bordado de oro destacan las esmeraldas que te ha traído Robbie… Y la llama azul en el centro de las piedras se parece mucho a tus ojos, tal como dice nuestro amigo. -La besó de nuevo-. No me despiertes cuando te acuestes, amor. Dormiré toda la noche.

Ella lo besó también.

– Que descanses, amor mío. ¡Te amo!

Él sonrió con alegría, tocándole la mejilla con un gesto familiar, lleno de ternura. Luego, se despidió de Robert Small y salió del comedor.

– Has sido muy buena para él -dijo el inglés.

– Él es bueno conmigo -le contestó ella.

– ¿No has recuperado la memoria, pequeña? ¿Ni siquiera imágenes sueltas?

– No, Robbie, nada. A veces un sonido, algo que me resulta familiar, pero nunca algo preciso. Pero ya no me importa. Soy feliz como esposa de Khalid el Bey. Lo amo mucho.

Siguieron hablando un rato.


Mientras tanto, en una esquina del jardín se abrió una pequeña puerta que dejó pasar a una figura oscura, envuelta en un velo. Lenta, sigilosamente, Yasmin se abrió paso a través del jardín, sin apartarse de las sombras. Vio dos figuras que conversaban en el salón. Una vestía de blanco. Tenía que ser Khalid. Siempre había vestido de blanco por las tardes y hasta lo había visto de blanco esa misma tarde en su ronda. Oyó una risa en la que reconoció al capitán Small. El capitán y Khalid estaban hablando y seguramente la visita se prolongaría todavía un rato.

Yasmin se preguntó si debía esperar hasta que también Khalid se acostase. La idea de matar a Skye en las narices de Khalid era tentadora. Yasmin adoraba a su amo, pero no podía perdonarle que se hubiera casado con Skye.

Se arrastró pegada a la pared del salón, manteniéndose fuera del alcance de las luces. Oyó el murmullo de las voces, pero sin entender lo que hablaban. «No importa», pensó. Se deslizó por una ventana francesa, subió por las escaleras traseras, que estaban en penumbra, y llegó hasta el dormitorio principal. La puerta estaba abierta y se quedó allí un momento, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Conocía bien la habitación. Miró en dirección a la cama, distinguió una figura acostada, envuelta en las sábanas. Y no lo dudó. Fue hasta la cama y hundió la daga, una y otra vez, en ese ser dormido que gruñó una vez y luego se quedó inmóvil. Yasmin tembló de alegría. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Su rival! ¡Su enemiga! ¡Skye había muerto! Tuvo ganas de gritar de entusiasmo.