Luego, detrás de ella, alguien aulló, un gemido largo, desgarrador. Yasmin se volvió y vio a una esclava que se aferraba a una jarra de agua. La jarra se le cayó de las manos. Yasmin se quedó helada, mirando cómo el cristal estallaba sobre las baldosas y cómo el agua se mezclaba con los trozos formando un arco iris de gotitas desperdigadas sobre el suelo y las alfombras. No podía moverse. Se quedó allí paralizada mientras los gritos de la esclava invadían la casa.

Cuando escuchó los pasos que subían por la escalera, logró por fin moverse. Fue hasta la puerta, empujó a la esclava y trató de huir, pero la esclava la agarró del brazo, gritando:

– ¡Asesina! ¡Asesina! ¡Ha matado al amo!

Alá. ¿Qué gritaba esa loca? Khalid estaba abajo. Ella había matado a Skye. Yasmin se soltó de un tirón y empezó a correr. Tropezó con otra persona y trató de escurrirse, pero entonces sus ojos se encontraron con los de Skye.

– ¡Por Alá! ¡No! -jadeó Yasmin.

– ¡Ha matado al amo! -repitió la esclava.

– ¡Yasmin! ¿Qué ha sucedido? -preguntó Skye. La voz le temblaba de miedo.

Yasmin se apartó de ella y corrió hasta la figura de la cama. Con dedos temblorosos, levantó las sábanas y vio el cuerpo frío y cada vez más rígido de Khalid el Bey. Entonces gimió, y el dolor era grande, intolerable… Su mano se cerró de nuevo sobre la daga. Murmuró angustiada:

– ¡Perdóname, Skye! -Y hundió la daga entre sus senos con todas sus fuerzas. Luego, se derrumbó sobre la alfombra.

Skye se arrodilló junto a ella mientras el capitán Small se acercaba a la cama. El único sonido en la habitación era la respiración entrecortada de Yasmin.

– ¿Por qué? -murmuró Skye-. ¿Por qué, Yasmin? ¡Si tú lo amabas!

Los ojos de la moribunda estaban turbios cuando repitió:

– Perdóname, Skye.

Skye se tragó el odio que le recorría las venas. Esa mujer le había robado a su hombre y ahora le pedía perdón. Quería gritar: «¡Nunca!», pero entonces oyó la voz de Robert Small:

– Vamos, pequeña.

Skye sabía lo que quería el capitán, así que dijo:

– Te perdono.

Yasmin suspiró. Reunió todas las fuerzas que le quedaban e intentó explicase:

– Creía que eras tú. Jamil lo pla…, lo planeó, pero para él, ¿te das…, te das cuenta? Es porque te quiere a ti. Ten cuidado. -Luego, como una vela que se apaga, la vida huyó de sus ojos y Yasmin murió.

Skye se puso en pie. La habitación se había llenado de luz, procedente de las lámparas que sostenían los esclavos, que estaban reunidos en grupitos pequeños como para protegerse mutuamente. Algunas de las mujeres habían empezado a llorar. Skye las miró y luchó por controlarse. No debía derrumbarse ahora, no como cuando había perdido la memoria. Le debía mucho a Khalid el Bey. Tenía que vengarse. No permitiría que el gobernador turco matara a su esposo y quedara impune. ¿Quién había oído la confesión de Yasmin? Sólo ella y el capitán Small estaban suficientemente cerca. Y un poco más apartados Jean y Marie. Los esclavos no habían querido acercarse.

Dio un paso sobre el cuerpo de Yasmin y fue hasta la cama. No había sangre. La daga había tocado los órganos vitales pero no las arterias.

– Quiero estar con mi señor -rogó con la voz calmada, y oyó el ruido de los pies que se alejaban y la puerta que se cerraba.

A solas, lloró su dolor junto a Khalid, temblando, abrazándose como si eso pudiera sosegarlo. Le dolía la cabeza y le sacudían oleadas de náuseas. De pronto, oyó que Robert Small le ordenaba:

– ¡En voz alta, pequeña! ¡En voz alta, o el dolor os matará, a ti y a tu bebé! ¿Es eso lo que quieres? Si es así, será mejor que elijas el camino de Yasmin. Por lo menos es más corto.

Ella vio al inglés, de pie en la puerta. No se había marchado. Cruzó la habitación en tres zancadas, la tomó por los hombros y la sacudió.

– ¡Maldita sea, muchacha! ¡Llora! ¡Grita! ¡Maldice al cielo pero, por Dios, haz que el dolor salga!

Ella empezó a sollozar con suavidad. Él la sacudió con fuerza varias veces, y de pronto, la resistencia de Skye se quebró. Abrió la boca y gimió con gritos tan terribles que toda la casa se estremeció. Las mujeres, que habían sollozado en silencio hasta ese momento, se unieron a los lamentos de su ama y pronto la casa entera temblaba de dolor. El duelo recorrió todo el vecindario y la gente empezó a reunirse. Al poco rato todos sabían que Khalid el Bey había muerto, asesinado a manos de una esclava celosa, su administradora, Yasmin.

Lentamente, el llanto de Skye se agotó. Miró otra vez a su amado esposo, se inclinó y besó sus labios fríos. Luego, sostenida por Robert Small, dejó la habitación y esperó abajo, en la biblioteca del Bey.

– Que vengan Jean y Marie, Robbie. Debo vengarme, y necesitaré ayuda.

Cuando los cuatro se reunieron en privado, Skye les repitió en voz baja las palabras de la moribunda Yasmin. El francés estaba sorprendido y asustado, pero su esposa miró a Skye con rabia y dijo:

– Ese turco es capaz de todo. También mató a mi prima, Celestine. No tiene corazón. -Empezó a llorar-. Se decía el mejor amigo de nuestro amo y lo ha hecho matar a sangre fría, sin dudar, solamente porque quería poseer a su esposa.

Jean la abrazó para consolarla.

– Ambas nos vengaremos, Marie -le aseguró Skye-. Pero antes, tenemos que aparentar tranquilidad. No tiene que sospechar que sabemos que él es el responsable del asesinato de mi esposo. Que se sienta seguro…, entonces lo golpearemos…

– No podéis vengaros del gobernador del sultán y permanecer en Argel -dijo Robert Small con firmeza-. El Dey tendrá que castigaros en nombre del sultán.

– De todos modos, no puedo quedarme más tiempo aquí, Robbie. Me destrozarían los recuerdos de Khalid, de nuestra vida juntos. Y aunque sé que soy capaz de hacerme cargo de la Casa de la Felicidad, ¿quién haría negocios con una mujer aquí? Véndelo todo, pero hazlo en secreto. Y guarda el dinero en casa de nuestro joyero en Londres.

– ¿La casa también? -preguntó Jean.

– La casa, el quiosco de la playa, todo.

– ¿Y los esclavos?

– Prepara documentos de manumisión para todos. Le daré a cada uno su precio en el mercado para que pueda empezar una nueva vida. Los que quieran venir conmigo, que vengan, pero que nadie lo sepa hasta que estemos listos para partir, Jean, espero que Marie y tú vengáis conmigo, pero si preferís volver a Bretaña, lo entenderé.

– No tenemos nada en Bretaña, señora. Nuestras familias ya no existen. La aldea de Marie ya no existe. Preferiríamos quedarnos con vos. Os queremos tanto como al Bey.

– Gracias -dijo Skye-. No sé qué habría hecho sin vosotros.

La puerta crujió y cuando Skye ordenó a quien fuera que entrara, un esclavo le anunció la llegada del gobernador de la fortaleza que ya subía por el sendero del jardín.

– Retenlo unos minutos -le dijo Skye a Jean. Él salió de la habitación inmediatamente-. Robbie, ve tú también. Yo iré arriba por el pasaje secreto de la biblioteca. Marie, rápido…

Skye sacó dos volúmenes forrados en cuero de un estante e introdujo la mano en el hueco para tirar de una manija escondida.

– Ciérralo detrás de nosotras, Robbie -ordenó Skye, dándole los libros. Luego las dos mujeres partieron. Subieron por las escaleras en penumbra que llevaban al antiguo dormitorio de Skye.

– No puedo volver ahí -le dijo Skye a Marie, pensando en la habitación que había compartido con Khalid.

Se quitó rápidamente el caftán blanco.

– Tráeme la bata de gasa, la azul, Marie. -Marie fue a buscar lo que Skye le pedía, sonriendo. Comprendía las ideas de su señora.

– El gobernador estará tan cegado por la lujuria -hizo notar al verla vestida- que se creerá cualquier cosa que le digáis, señora.

Skye asintió.

– No quiero que sospeche -dijo-, y necesito tiempo. Envía a mis esclavas, Marie. El gobernador espera encontrar a la viuda rodeada por sus esclavas, hundida en llanto. No quiero desilusionarlo. -Una mueca de dolor marcó su rostro y, de pronto, empezó a llorar desconsoladamente. Cada tanto interrumpía sus sollozos con ráfagas de risa histérica-. ¡Oh, Dios, Marie! ¡Es tan macabro! ¡A Khalid le divertiría el papel que voy a interpretar ahora!

Marie parecía impresionada y, al salir de la habitación en busca de las mujeres, tenía los ojos llenos de lágrimas. Skye se arrojó en el diván, llorando. «Khalid, mi Khalid -pensaba-. ¡Dios! ¡Quiero despertarme ahora y encontrarlo dormido a mi lado!» Pero en su corazón sabía que sus plegarias no podían tener respuesta. Khalid estaba muerto, perdido para siempre. Oyó que se abría la puerta; las mujeres la rodearon como brillantes mariposas, sollozando y murmurando palabras de consuelo. Skye ni siquiera levantó la vista. Lloró con más fuerza y poco después oyó el grito de protesta de Marie.

– ¡Mi señor Jamil! ¡No podéis entrar en el dormitorio de mi señora! ¡Su pena es demasiado grande para ser compartida con testigos!

– Yo era el mejor amigo de Khalid el Bey -ladró la voz poderosa del gobernador.

«¡Qué Alá lo maldiga!», pensó Skye.

– Es mi obligación consolar a su viuda. ¡Fuera de mi camino! Khalid habría hecho lo mismo por mí.

«Que Alá lo mate en este instante, porque no creo que pueda mirarlo sin traicionarme», pensó Skye en un grito silencioso, pero respiró hondo y trató de calmarse. Vengaría a Khalid.

La puerta se abrió de nuevo y ella supo que Jamil había entrado. Escuchó un ruidito a su alrededor y se dio cuenta de que sus mujeres se habían marchado, dejándola a solas con él. Sollozó.

– Skye, querida, lo lamento tanto…

Ella sollozó con más fuerza todavía, luchando por no reaccionar cuando sintió su mano sobre el hombro. El gobernador la forzó a levantar la cabeza con la otra mano y la miró a los ojos. Era evidente que le sorprendía la profundidad del dolor que vio en ellos, pero, de todos modos, siguió adelante con su plan.

– No temas, hermosa Skye, me ocuparé de ti como lo hacía Khalid -¡Por Dios! Esas esmeraldas valían el rescate de un rey.

– Estoy tan…, tan sola ahora Jamil.

– Yo me ocuparé de ti -repitió él mientras desviaba los ojos hacia los senos de la viuda. Parecían más llenos que antes. ¡Maldita sea! Hubiera deseado tomarla allí mismo, pero no se podía jugar con una viuda mientras el cuerpo de su esposo se enfriaba todavía en la habitación contigua. Ya habría tiempo… Si actuaba con precipitación tal vez perdería la oportunidad de poner las manos sobre la riqueza inmensa de esa mujer.

Ella se apretó contra él, llorando, mojándole la camisa, casi desvanecida entre sus fuertes brazos. ¡Por Fátima, sí que era hermosa! Jamil oía su propia respiración entrecortada, mientras sus ojos devoraban ese cuerpo repleto de curvas perfectas. No quería soltarla, pero no podía seguir sosteniendo así a una mujer a punto de perder el conocimiento. Se puso en pie, la llevó hasta el sillón y la acomodó en él.

«Mira bien, bastardo mal nacido -pensó ella mientras lo observaba con los ojos entornados-. Sueña el último de tus sueños de lujuria, porque no conseguirás otra cosa que sueños.»

Finalmente, Jamil suspiró y se fue a regañadientes. Ella siguió sentada, tranquila, sin moverse, hasta que Marie se unió a ella para decirle que todos en la casa sabían que serían severamente castigados si no la cuidaban con sumo respeto.

– ¡Bestia! ¡Dice que cuidará de mí como hacía mi señor Khalid! ¡Apenas si he podido contenerme y no vomitar cuando me ha tocado! ¡Ah, Marie! ¿Dónde está la justicia en este mundo? ¿Por qué ha tenido que morir Khalid, tan bueno y dulce, mientras que Jamil sigue vivo?

Los ojos de la francesa volvieron a llenarse de lágrimas.

– ¡Ah, señora! Quisiera saber qué contestaros…

Marie se quedó con Skye toda la noche. Ninguna de las dos durmió.


Los arreglos para el funeral se hicieron por la mañana, porque era jueves y, a menos que lo enterraran antes de la caída del sol del sabath, no podrían hacerlo hasta el sábado. Primero lavaron el cuerpo, luego lo envolvieron en una mortaja blanca y sin mácula, que había sido impregnada con las aguas del pozo sagrado de La Meca, el Zamzam, cuando Khalid el Bey hizo su viaje a la Ciudad Sagrada.

Del brazo del gobernador, la desolada y hermosa viuda del Bey, vestida totalmente de blanco, con una banda de luto alrededor de la cabeza, encabezó la procesión a través de la ciudad hasta el cementerio, y dirigió el minucioso ritual de lamentaciones para las mujeres y de lecturas del Corán para los hombres.

La tumba del Bey, una pequeña construcción coronada por una cúpula blanca de mármol, miraba hacia el puerto. Colocaron el cuerpo con el rostro orientado hacia la ciudad sagrada y recitaron las plegarias finales para ayudarlo a llegar felizmente al paraíso. Las pronunció el joven intérprete de las Escrituras, que también los había casado. Skye permitió que enterraran honorablemente a Yasmin, y su cuerpo amortajado fue colocado a los pies del de su amo con la esperanza de que pudiera servirlo en el paraíso. En su dolor, Skye se aferró al cuerpo de su esposo en la tumba y tuvieron que separarla por la fuerza.