Con la caída del sol, Skye estaría a salvo de Jamil durante veinticuatro horas, y durante esas horas, Jean trabajaría febrilmente con Robert Small y Simón ben Judah para poner en orden los asuntos del Bey. El joyero, cuyo sabath seguía al del Islam, conocía a varios compradores posibles para los negocios del Bey, pero no se podía hablar con ellos hasta el domingo, que en Argel era el primer día de la semana.
El sábado por la mañana, un esclavo salió de la casa del Bey con un mensaje para el gobernador de la fortaleza de Casbah. Jamil leyó las palabras dos veces, como si buscara un sentido oculto entre líneas. «Mi señor Jamil, aprecio profundamente vuestra amabilidad. Durante los próximos treinta días me recluiré en un luto absoluto y no recibiré a ningún visitante. Sé que aprobaréis mi decisión.» Firmado: «Skye, viuda de Khalid el Bey.»
Jamil apretó los dientes, frustrado y lleno de rabia. Se daba cuenta de que no podía proponer en matrimonio a una viuda tan reciente, pero había pensado volverla loca de amor para impedir que se la arrebatara algún otro. Luego se le ocurrió algo que le hizo sonreír. Esos treinta días tal vez lo ayudarían. Skye era joven y estaba acostumbrada a hacer el amor regularmente. Después de un mes de abstinencia, sucumbiría con rapidez. Sonrió y dictó a su secretario una respuesta a la carta.
«Lady Skye. Respetaré vuestro período de luto, aunque desearía veros antes. Iré a visitaros puntualmente dentro de treinta días.» Firmado: «Jamil, gobernador de la fortaleza Casbah.»
Skye leyó el mensaje y sonrió. Podía oler la frustración que había detrás de esas palabras y le alegraba herir a Jamil aunque fuera de esa forma. En un mes, los asuntos y negocios de Khalid el Bey en Argel estarían listos para ser finiquitados y ella habría escapado.
Y como si el espíritu de Khalid velara por ella, los días se sucedieron sin sobresaltos y todo salió bien. Simón ben Judah explicó a todos los posibles compradores que había gente menos honesta que ellos que podrían querer engañar a una pobre viuda indefensa y que por eso les pedía que mantuvieran todo en el más estricto secreto, y como los que querían comprar no deseaban que otros se enterasen, el secreto se mantuvo. Cuando finalmente se cerraron las operaciones, Skye comprobó que su fortuna se había duplicado. Transfirió el dinero a Londres, en monedas. La casa y el quiosco de la playa pasaron a manos de Osman, el astrólogo.
Osman fue una de las pocas personas que Skye recibió durante el mes de luto. Había venido una tarde para decirle que deseaba adquirir la casa y el quiosco para él y la hermosa esclava que Khalid le había regalado el día de la boda. Ella se lo vendió con alegría. Le agradaba saber que los lugares que el Bey había amado tanto serían de alguien a quien Khalid había querido y respetado. Skye y Osman se sentaron juntos en el jardín de la casa y ella le sirvió café y tortitas de miel.
– Estáis esperando un bebé -dijo él con calma.
– Sí -le contestó ella sin sorprenderse-. Se lo dije a Khalid la noche que… Estaba tan contento…
– Lo hicisteis muy feliz, Skye. Fuisteis su alegría. Yo le advertí que vuestro destino no era quedaros con él, que volveríais con los vuestros y sé que pronto emprenderéis ese viaje.
– ¡Osman! ¿Me estáis diciendo que he sido la causa de la muerte de Khalid?
– No, querida, no debéis culparos. Khalid el Bey vivió su destino tal como se había planeado desde el principio de los tiempos. Ahora vos debéis seguir el vuestro.
– ¿Quién soy, Osman?
– No lo sé, Skye, pero os diré lo que sí sé, lo que le dije a vuestro esposo antes de la boda. Nacisteis bajo el signo de Capricornio. Vuestra tierra es un lugar hermoso y lleno de niebla, habitado por espíritus poderosos y fuerzas psíquicas. Siempre controlaréis vuestro destino, y os reuniréis con vuestro verdadero compañero.
– ¡Khalid el Bey era mi compañero! -ladró ella, furiosa.
– No, Skye no. Él os amó profundamente, nunca lo dudéis, y sé que vos lo amasteis. Pero hay otro hombre en vuestra vida, alguien que es una fuerza en vos. Estuvo a vuestro lado antes y volverá a su tiempo. Seguid vuestros impulsos, querida, nunca os engañarán.
– ¿Y mi bebé?
– Nacerá sin problemas, Skye, y vivirá hasta la vejez, como vos.
– Gracias, Osman. Siempre llevaré en mí los recuerdos de Khalid, pero llevar en mí a su hijo es algo todavía más maravilloso. Gracias por la seguridad que me dais.
El astrólogo se puso en pie.
– Ahora me voy, querida, y os diré adiós por última vez. Ya que no estaba en la ciudad cuando murió Khalid, permitidme que os presente mis condolencias ahora. Pero si el hombre que vigila esta casa con tanto encono me ve aquí de nuevo, sabrá que tenéis algo entre manos, de modo que no volveré.
– ¡Jamil ha puesto a un hombre a vigilar mi casa! -exclamó ella-. ¿Cómo se atreve? ¡Qué insolencia!
Osman rió.
– Querida mía, se ve a sí mismo como dueño de todo lo que tenía Khalid el Bey y quiere descorazonar a cualquier otro hombre que os desee como esposa.
– Preferiría casarme con una serpiente antes que con él.
– Eso no será necesario -replicó el astrólogo con sequedad-. Os escaparéis con facilidad. Él no sospecha nada. ¿Cuándo os vais?
– Dentro de dos noches. Con la luz de la luna.
– Bien, pero tened cuidado. ¿Y los esclavos?
– Los he liberado. Les daré dinero para empezar una nueva vida. Jean y Marie vendrán conmigo.
– Decidles a los demás que les daré empleo si quieren quedarse. Pedid a los que quieran quedarse que me esperen hasta que tome posesión de la casa dentro de seis días. Si siguen en su puesto como si todo siguiera igual, los espías del gobernador no sospecharán nada. Eso os dará varios días de ventaja. Será suficiente para salir a mar abierto, y una vez allí, será imposible seguiros.
– Gracias, Osman, ¿cómo puedo pagaros?
Él sonrió.
– Interpretando el papel que os ha asignado Alá, querida mía.
Entraron en la casa y se despidieron en el vestíbulo. Skye le tomó la mano y se la llevó a los labios.
– Saalam, Osman, amigo mío.
– Saalam, Skye, hija mía. Que Alá sea con vos.
Durante los días siguientes, las emociones de Skye fluctuaron constantemente. Estaba asustada. Tenía miedo de lo que la esperaba en la ciudad extranjera de Londres, un mundo desconocido. Pero se sentía feliz con la idea de que le estaba ganando la partida a Jamil. A ratos, se sentía frustrada porque veía que no podía infligirle un daño más grande en venganza por la muerte de Khalid. Sentía alivio y alegría al pensar que Jean, Marie y el capitán Small viajarían con ella, pero tristeza por dejar a un amigo querido como Osman.
Llegó la noche de la partida y se quedó con Marie haciendo un pequeño inventario de las pocas cosas que quería llevarse consigo. La mayor parte de su ropero se quedaría en Argel, por supuesto. Esa ropa no servía de nada en Inglaterra. Sin embargo, quería llevarse algunos de los caftanes para usarlos en la intimidad de su dormitorio. Esa ropa ligera y amplia le sería muy útil en los últimos meses del embarazo. Había hecho coser las piedras preciosas sueltas y las joyas engarzadas que guardaba Khalid a las ropas que usarían en el viaje, para transportarlas con mayor facilidad. Se llevaba sus peines y cepillos de oro, sus frascos de carísimos perfumes y otras cosas que tenían para ella un valor sentimental. Lo había empaquetado todo con sumo cuidado en cajones de madera de cedro y lo había pasado de sirviente en sirviente hasta el marinero inglés que esperaba en la oscuridad de la puerta del jardín. Jamil, que no conocía esa puertecita secreta, no había apostado allí a ningún vigía.
Skye subió al tejado de la casa y miró por última vez la ciudad de Argel. Allá abajo brillaban las luces de la noche, y oyó, finalmente, el rumor de la vida que gemía y lloraba y reía en las calles. Por encima, el brillo de las casas se reflejaba en el cielo de terciopelo y ella lo miró fijamente como tratando de perforar la oscuridad.
– ¡Oh, Khalid! -suspiró, y saltó, asustada por el sonido de su propia voz.
No había llorado desde la noche que lo enterraron, pero ahora logró hacerlo sin detenerse, sin control. Se quedó de pie en el centro de la terraza con la cara levantada hacia el cielo, mientras dejaba que el dolor le bañara las mejillas. Y cuando sintió que ya había llorado cuanto podía, se dijo con suavidad:
– No volveré a llorar así por ti, mi Khalid, mi amor. Tengo tu recuerdo y tengo a nuestro hijo, que no te conocerá nunca. Y tengo que abandonar nuestro hogar, Khalid. Espero que me desees suerte. Yo te deseo lo mismo. -Estaba de pie, tranquila, y en ese momento, una paz inmensa inundó su cuerpo y supo que él estaba de acuerdo con lo que ella hacía-. Gracias, amor mío -dijo. Miró la terraza por última vez y bajó hasta la planta baja de la casa, donde la esperaban los sirvientes para despedirse de ella.
Les habló con tranquilidad, personalmente, uno por uno y ellos le agradecieron la libertad que les había concedido y el dinero de la despedida. Todos habían decidido quedarse a las órdenes de Osman, por lo menos al principio. Cuando la despedida terminó, Skye se unió a Jean y Marie, y juntos atravesaron los jardines para salir por la puertecita del fondo.
La litera cerrada que debía estar allí los estaba esperando. Subieron sin decir palabra, abstraídos en sus propios pensamientos. Los porteadores los llevaron a través de la ciudad hasta el puerto. El capitán Small los esperaba allí y, apenas subieron a la nave, la Nadadora, levaron anclas y el barco se alejó del muelle. Mientras el primer oficial dirigía la operación, Robert Small escoltó a sus pasajeros a sus respectivos camarotes.
Skye no recordaba su llegada a Argel. Pero siempre recordaría la partida. En una colina sobre el muelle, vio el lugar en el que yacía su esposo bajo la tumba de mármol. Y por encima, las siniestras torres de la fortaleza Casbah.
Marie la miró y sonrió con amargura.
– Estamos muy bien vengadas, señora -dijo-. Esta mañana he enviado al gobernador un plato de dulces en vuestro nombre. Los hice yo misma. Uno de los ingredientes es una hierba que lo convertirá en impotente para el resto de su vida. Nunca volverá a hacer daño a una mujer por su lujuria.
– ¡Marie! ¡Ah, maravilloso! Imagina su horror y su vergüenza… ¡Cómo me gustaría estar allí cuando lo descubra!
Las dos mujeres se quedaron mirando en silencio cómo las luces de la ciudad desaparecían en la distancia. Luego, Marie pasó un brazo sobre el hombro de Skye y la llevó al camarote, donde por primera vez en varias semanas, Skye durmió profundamente.
Ahora que la tensión había desaparecido de su vida, empezó a comportarse como una mujer embarazada. Empezó a tener antojos y siempre estaba cansada. Se inquietó y sintió mareos cuando el barco entró en una tormenta al salir de la bahía de Vizcaya.
Marie y Jean se sentaron una tarde con el capitán Small a discutir el futuro de Skye. Todos estuvieron de acuerdo en que Londres no era el lugar apropiado para una mujer que iba a ser madre.
– Es vuestro país -le dijo Marie al inglés-. ¿Adónde podemos llevar a la señora para que dé a luz con comodidad?
– Hay muchos lugares hermosos cerca de Londres -replicó el capitán Small-, pero preferiría un sitio lejos de la ciudad. No es por el bebé solamente. Skye ha sufrido una impresión muy fuerte con la muerte de su esposo. Debería estar bien atendida. He puesto rumbo al puerto de mi ciudad natal, Bideford, en Devon. Tengo un caserón a varios kilómetros del núcleo urbano. Mi hermana, Cecily, vive allí, y ella os recibirá a todos y podrá cuidar de lady Skye. Cuando haya nacido el bebé, podremos irnos a Londres. Pero tal vez en ese momento, ella ya no quiera ir.
La Nadadora rodeó el cabo de Hartland una hermosa mañana de octubre y navegó hacia la bahía de Barnstable para remontar un poco el río hacia Bideford. Skye, de pie, en cubierta, mirando los bosques que bajaban hasta el río, sintió con infalible instinto que ése era un buen puerto. Robert Small tenía razón. Allí nacería sin problemas su bebé.
Y sabía que tendría el valor de enfrentarse a lo que le sucediera luego. Fuera lo que fuese. Como había dicho Osman, Skye estaba siguiendo su destino.
TERCERA PARTE
Capítulo 13
La pequeña ciudad de Bideford, a pesar de su tamaño, era uno de los puertos de mar más prósperos de Inglaterra. El año que Skye llegó allí, Bideford estaba entrando en el período de su mayor desarrollo bajo la protección de la gran familia de Grenville.
Construida en la falda de una larga colina que albergaba un gran bosque, bajaba hacia el río Torridge y estaba rodeada por elevaciones, bosques, fértiles praderas y huertas repletas de manzanos. Era una ciudad colorida y pintoresca de la Inglaterra de su tiempo.
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