Aunque era un puerto de mar, no estaba justo en la bahía de Barnstable. Para llegar hasta ella había que cruzar el estuario, evitando el peligroso banco que se extendía a través de la boca. El estuario estaba a medio camino entre el Cabo Hartland y la Roca de la Muerte. Frente al gran banco, a unos treinta kilómetros, estaba la isla Lundy, rocosa, llena de colinas coronadas de niebla que, precisamente por esas características, se había convertido en un lugar muy frecuentado por los piratas y contrabandistas de Devon y de otras partes del mundo.

Al otro lado del banco, a salvo, al fondo del estuario, estaba la aldea de Appledore. En Appledore el estuario se transformaba en el río Torridge y el campo se volvía brillante con sus ricas praderas y sus huertas de frutales. Unas pocas millas más arriba, el río llegaba a la verde y fértil Bideford. Y allí, en las colinas de Bideford, se alzaba la casa de Robert Small, Wren Court.

El capitán Small había hecho arreglos para que fueran a buscarlos al puerto cuando él y Skye y la pareja de franceses desembarcaran. Los cuatro viajaron a través de la ciudad hacia las colinas sobre dos caballos castaños y dos grises. La pequeña partida formaba una hermosa imagen mientras se movían entre los árboles subiendo hacia las colinas de color verde brillante.

Cuando se acercaron a Wren Court, Skye exclamó:

– Ah, Robbie. No me habías dicho que tus tierras eran tan hermosas. -Detuvo la yegua castaña sobre la cima de una colina y miró a su alrededor, fijándose en la casa de ladrillos rojos. Jean y Marie se detuvieron junto a ella y Robbie tuvo que hacer lo mismo.

El capitán enrojeció.

– Es de mi familia…, la tierra, quiero decir, al menos desde Enrique v. Wren Court se construyó durante el reinado de Enrique vii. Por eso tiene la forma de la inicial de su nombre [1].

Skye lo miró con sus ojos azules y bromeó:

– Eres excesivamente modesto, Robert. No me esperaba algo tan bello.

– Nosotros somos de la nobleza, Skye. Siempre hay uno o dos Small en el Parlamento. Desgraciadamente no me he casado y no tengo heredero. Y mi hermana Cecily enviudó sin hijos. Supongo que Wren Court quedará en manos de primos lejanos. -Suspiró y luego agitó las riendas y el potro gris que montaba dio un brinco hacia el hogar. Los demás caballos lo siguieron al galope.

La casa era exquisita. Una pequeña y perfecta joya de ladrillos color miel, cubierta en parte de hierba oscura y rodeada de tierras verdes. El centro de la H tenía dos pisos de altura, y los costados, tres. Skye descubriría luego que la sección de dos pisos contenía en la parte inferior un gran salón lleno de luz. El salón terminaba en dos grandes escaleras, una a cada lado, que llevaban a la galería del piso superior, una galería llena de pinturas. Como ese segundo piso no tenía puertas, el primero y el segundo juntos formaban una gran habitación. Las alas del piso principal, a los lados de la entrada, eran para las cocinas y los comedores. El segundo, detrás de la galería, albergaba la biblioteca y los salones, y en el tercero había varios dormitorios.

Cuando cabalgaron por el sendero de piedrecitas, Skye se sintió todavía más subyugada por los rayos del sol que llegaban a las muchas ventanas con adornos de hierro, y por la profusión de rosas que perfumaban el aire. Sobre el sendero circular se había tallado en piedra el escudo de armas de la familia. Cuando llegaron a la puerta de la casa, aparecieron cuatro muchachos para ocuparse de los caballos y Robert Small depositó a Skye en el suelo, con cuidado.

Una mujercita regordeta de ojos azules muy burlones y fuertes, cabello blanco y mejillas sonrosadas se acercó hasta el umbral para saludarlos.

– ¡Ah, así que por fin has vuelto, Robbie! ¿Ella es la señora Goya del Fuentes? -Y sin esperar una respuesta, abrió los brazos para recibir a Skye-. ¡Pobrecita niña! Bueno, ahora estás a salvo y yo me ocuparé de tu bebé. ¡Pasa adentro, pequeña!

La señora Cecily hizo entrar a Skye, a Jean y a Marie en la casa y los condujo a una salita de recepción donde brillaba un fuego acogedor.

– Sentaos. Nunca voy a entender la razón por la que Robert aceptó que una muchacha en vuestras condiciones cabalgara desde la ciudad. Podría haberos llevado en el coche, hubiera sido mucho más seguro. No importa, ahora estáis aquí y estáis bien. ¡Robert! ¡Ve a ver lo que le pasa a la lenta de Martha! Debería haber galletas y vino para estos viajeros cansados…

– Por favor, lady Cecily, debéis llamarme Skye. Lady Goya del Fuentes es tan largo…

– Gracias, pequeña. Ya sabes que soy una mujer simple, así que voy a decir lo que tengo que decir ahora, y así sabremos qué pensar una de la otra. -Cecily hizo un gesto a Jean y a Marie, que se habían sentado en un gran sofá a la derecha del fuego y la escuchaban con atención-. Sé que puedo hablar frente a tus sirvientes porque son también tus amigos. Robbie me ha escrito sobre ellos.

Skye asintió. Cecily respiró hondo.

– Mi hermano me ha contado parte de tu historia. ¡Pobrecita! Debe de ser terrible no recordar nada de tu pasado. No puedo aprobar el negocio de tu esposo, desde luego, pero veo que tú eres una dama. Es más que evidente. Y Robert siempre habló muy bien de Khalid el Bey. Eso es suficiente para mí. Te doy la bienvenida a Inglaterra de todo corazón. Nuestra casa es tuya hasta que tú decidas marcharte. Para siempre, si lo deseas.

Skye sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Gracias, lady Cecily. ¡Gracias de todo corazón! No sólo por mí sino también por mis amigos.

– ¡Ah, por Dios, casi me olvido, hija! Robert, hice que reamueblaran y arreglaran la casita del fondo del jardín para vosotros -dijo, señalando a la pareja francesa-. Supongo que preferiréis estar solos.

Jean y Marie se sintieron conmovidos. La casa que les entregó Cecily hizo que Marie se volviera loca de alegría. Era de ladrillo rojo, como la mansión principal, con un techo de tejas rojas nuevo y ventanas pequeñas.

Tenía dos habitaciones. La primera era una cámara grande con un gran hogar y la otra un pequeño dormitorio con una gran cama de roble barnizado. Toda la casa estaba amueblada con piezas de roble macizo tallado. Los suelos de piedra estaban pulidos y barridos. Había malvas reales y margaritas junto a la puerta. Cecily había pensado en todo. Había preparado una pequeña habitación repleta de libros, junto a la habitación, que tenía una entrada por el jardín, para que Jean pudiera trabajar allí.

Skye se alegró de ver a sus dos amigos tan contentos. No sabía cómo agradecérselo a la hermana de Robert, pero la inglesa hizo un gesto como para que dejara de pensar en ello, mientras le brillaban los ojos azules.

– No hace falta, pequeña. ¿Para qué están los amigos? -Y después condujo a Skye hasta la planta alta de la casa principal.

Las habitaciones de Skye ocupaban el ala sudoeste del segundo piso. El salón tenía un gran hogar de piedra gris con una repisa tallada. Las dos grandes ventanas, en forma de diamante, con paneles de plomo, estaban adornadas con cortinas de terciopelo azul oscuro. Una mirada al sur, sobre la rosaleda, que ahora estaba toda florecida. Los suelos de tablones anchos y pulidos de roble estaban cubiertos de mullidas alfombras turcas azules. En la otra parte de la habitación, a ambos lados del hogar, había dos puertas arqueadas y revestidas con paneles de madera. Ambas daban al dormitorio cuyas ventanas se abrían hacia el sur y el oeste. La habitación era luminosa y brillante todo el año, sobre todo en invierno. La chimenea, que daba la espalda a la del comedor, tenía una hermosa repisa de baldosas. Las cortinas eran de terciopelo rosa y el color hacía juego con la cama y con la colcha. Había también una alfombra turca en oro y azul.

Al fondo del dormitorio había un pequeño ropero. Los muebles eran de roble. Había jarrones con flores frescas en las tres habitaciones. Skye supo que allí sería feliz.

Cecily le presentó a una muchacha de mejillas sonrosadas como manzanas, a la que llevaba de la mano.

– Ella es Daisy, querida. La he elegido para que cuide de ti.

La muchacha mostró una sonrisa amistosa, dejando ver unos dientes no del todo sanos, y después hizo una reverencia.

– Me place serviros, señora.

Skye sonrió.

– Gracias, Daisy. He estado varias semanas en un barco y lo que realmente deseo en este momento es un buen baño. ¿Te parece que se puede arreglar?

– ¡Sí, señora! Os sacaré las botas, y mientras descansáis un ratito, prepararé el baño.

Cecily sonrió con alegría.

– Os dejo en buenas manos, Skye. Daisy os conducirá al salón a la hora de la cena.

En menos de una hora, Skye estaba disfrutando de una buena tina de agua caliente junto a la chimenea de su dormitorio. Habían colocado una pantalla circular alrededor de la profunda tina de roble. Se sumergió en la tibieza, agradecida, y sintió cómo se relajaba su cuerpo después de semanas de navegación. El aire se llenó de la fragancia damasquina del jabón. Daisy se movía en silencio por la habitación, desempaquetando los baúles de Skye y colocando la ropa en su lugar. Para su sorpresa, Skye había descubierto dos baúles con la última moda inglesa en su camarote del barco. Robbie se había reído:

– Argel es un puerto internacional, Skye. Hay de todo.

Daisy salió de detrás de la cortina y cogió el jabón para lavar a Skye, mientras charlaba todo el tiempo con alegría.

– Ah, madame, vamos a sacaros toda esta horrible y pegajosa sal. ¡Mi Dios! ¡Qué hermoso color de piel tenéis! -Frotaba con fuerza, lavando a fondo el cabello renegrido de Skye, que luego secó con cuidado y aseguró en un moño sobre la cabeza.

Skye salió de la tina y Daisy la envolvió en una toalla templada. Una vez que se hubo secado, Skye se acercó al espejo y se examinó con cuidado. Era evidente que los senos habían aumentado de volumen, y empezaba a notar una cierta redondez en el vientre. ¿Cómo sería el hijo de Khalid? ¿Tendría los ojos dorados y el cabello rizado como su padre? «¡Ah, Khalid, cómo te extraño!»

En silencio, Skye se dejó poner un vestido de seda azul oscura. Era simple, pero elegante, y era acorde con su situación de joven viuda de un rico mercader. Las joyas que lo acompañaban eran los anillos que le había regalado Khalid, un zafiro y el anillo de oro de la boda. Tenía el cabello cepillado y peinado en corona sobre su cabeza. Y sobre el cabello, usaba una elegante gorra blanca.

Allí vivían solamente Skye, Robert y Cecily Small, de modo que la cena era simple. Jean y Marie habían preferido quedarse en su casa. Skye no podía culparlos, porque era la primera vez en su vida de casados que podrían disfrutar de una intimidad completa. ¡Ah, ella los envidiaba! Se sacudió los recuerdos con un gesto. Khalid el Bey había muerto y ella debía seguir adelante.

Robert Small le había creado una identidad que le serviría para satisfacer la curiosidad de la gente. Admitiría ser irlandesa y explicaría de este modo la ausencia de un apellido de soltera y un pasado: un capitán la había llevado de muy pequeña a un convento francés en Argel, al haber muerto sus padres en su barco, en el que viajaban con pasajeros. El capitán no conocía sus nombres, porque ellos habían pagado el pasaje en oro por adelantado. La niña, que tenía unos cinco años más o menos, y que decía llamarse Skye, creció con las monjas católicas de Argel. Cuando tenía dieciséis años, el señor Goya del Fuentes la vio rezando en la iglesia y pidió su mano a las monjas. Era un hombre rico y uno de los mercaderes más respetables de la ciudad. Cuando murió súbitamente, Skye decidió marcharse a Inglaterra, y Robert Small, como socio de su esposo, la había tomado bajo su protección.

Cecily conocía la verdadera historia de Skye, por supuesto, pero estaba de acuerdo con su hermano en que una historia menos espectacular sería mucho más adecuada para los extraños.

Los amigos y los parientes de la familia Small aceptaron de buen grado la llegada de Skye y sus sirvientes, y su estancia en Wren Court. Los sirvientes, que pasaban chismes de una casa a otra, sentían afecto por aquella pobre viuda embarazada. Skye era modesta y amable, una dama en todo sentido, aunque fuera papista. El recuerdo de Mary Tudor todavía estaba fresco entre los ingleses, que en general toleraban el catolicismo.


La primera nevada no cayó hasta poco antes de Navidad y los habitantes de Devon empezaron a hablar del duro invierno que se acercaba. Skye había confiado el secreto de su memoria perdida al sacerdote del lugar. El padre Paul, anciano y amable, le había vuelto a enseñar los rudimentos de la religión católica.

Aunque sus enseñanzas no evocaron nada en particular en la mente de Skye, le parecieron extrañamente reconfortantes. Había decidido hacerlo porque le parecía que si no acudía jamás a una iglesia católica, despertaría las sospechas de todos. Era evidente que en Inglaterra era necesaria una etiqueta y que, incluso con la de papista, podía ser una mujer más respetable que sin ninguna.