Un poco después de Candelaria, en febrero, Marie dio a luz a un varón grandote al que bautizó con el nombre de Henri. Skye le había bordado algunos trajecitos. Le encantaba sentarse en casa de Marie mientras ella alimentaba al niño. El bebé que ella llevaba en su seno era fuerte y pateaba constantemente, lo cual la incomodaba pero la alegraba también. Había decidido llamarle James, que era la traducción inglesa del nombre español de Khalid el Bey, Diego. A medida que se acercaba el momento, se sentía más intrigada y ansiosa con la idea del nacimiento.

El 5 de abril, antes de que Cecily tuviera tiempo de llamar a la comadrona, nació el bebé de Skye. Marie se ocupó de todo y el parto fue rápido y no presentó complicaciones. Apenas el bebé pasó entre las piernas de su madre y dio un grito, Skye cayó en un desmayo reparador.

Marie murmuró mientras le entregaba la criatura a Cecily:

– ¡Pobre señora! ¡Bueno, es la voluntad del Señor!

Cuando Skye abrió los ojos, se descubrió vestida con un camisón limpio y con el cabello cepillado y peinado en dos trenzas.

– Quiero ver a mi hijo -le pidió a Cecily.

– Es una hermosa niñita, querida. Nunca he visto una más bella. -Cecily puso el dormido bebé en brazos de Skye.

Skye miró a su hija por primera vez. Era una criatura pequeña y hermosa con una mata de cabello oscuro y húmedo, grandes pestañas negras, mejillas rosadas y una seductora boca roja. Su piel era tan clara como la de Skye.

– Una hija -dijo ella-. No esperaba una niña.

– ¿Qué nombre vas a ponerle, querida? -le preguntó Cecily con amabilidad.

Skye miró las ventanas del otro lado de su habitación. En el jardín, las flores de primavera ya se habían abierto y un sauce volcaba sus nuevas hojitas color verde claro junto al estanque.

– La llamaré Willow [2] -dijo-. Creo que es adecuado que la hija de Khalid el Bey lleve el nombre del árbol que sabe llorar.

Aunque había nacido en tiempos de tristeza, Willow era una niña alegre. Todos la adoraban, desde su madre hasta la última de las muchachas que trabajaban allí. Todos trataban de hacerla reír.

Cuando su hija tuvo cinco meses, Skye decidió que era el momento de ir a Londres. Robert Small había hecho solamente un corto viaje a la costa africana desde que la había traído a su casa, hacía diez meses. Aunque a su hermana le gustaba tenerlo en casa, él deseaba llevarse a la Nadadora a una larga travesía. Pero primero debía ir a Londres y ver si lord de Grenville podía conseguir cartas con el patronazgo de la reina para sus barcos. Skye quería invertir en esa próxima aventura y, además, quería ver la capital.

La Nadadora estaba en Plymouth, en la parte del canal que quedaba frente a Devon. Jean iría a Londres con Skye, y Marie se quedaría en Wren Court cuidando a los dos bebés. Había alimentado a Willow desde su nacimiento, porque sus senos de campesina producían leche suficiente para ambos niños. Para alivio de Cecily Small, Skye consideraba que el aire templado de Devon era más saludable para su hija que el clima de Londres, así que Cecily se sentía realmente feliz. Skye era la hija que nunca había tenido, y Willow, su nieta. Le dolía que una de ellas se fuera y le hubiera roto el corazón perder a las dos al mismo tiempo.

Skye también sentía el dolor de la separación.

– Ah, ¡cómo me gustaría que vinieras conmigo, Cecily! Tengo tanto que hacer, y tu ayuda sería inestimable. No sé en qué estado puede estar la casa, y probablemente tenga que amueblarla. Prométeme que cuando lo haya hecho, vendrás a Londres con Marie y los niños.

– Claro que sí, hija. Que el señor me asista, no he ido a Londres desde que era una niña, y eso fue hace treinta años… Creo que realmente me gustaría ir, y lo haré apenas la casa esté lista.


Skye salió de Wren Court a caballo, una brillante mañana de otoño. Skye se había quedado un rato con Willow, porque odiaba dejarla. Finalmente, Robbie le había gritado con exasperación.

– ¡Maldita sea, pequeña! Cuanto antes llegues a Londres, más pronto podrás volver…

Skye besó a su hija y montó su caballo. La campiña estaba llena de colinas. Cabalgaban a través de campos casi listos para la cosecha, prados con ovejas y ganado de Devon y huertas florecientes. Más adelante, el granito que dominaba el paisaje de Dartmoor se desprendía de las paredes rocosas de las colinas, y cuando llegaron, pasaron la noche allí, en una hostería llamada «La Rosa y el Ancla».

A su llegada, la hostería estaba vacía, así que Robbie decidió que podían comer en el salón común, pero apenas empezaron a servirles la cena, llegó un grupo de jinetes.

– Maldita sea -murmuró Robbie, irritado-. Ojalá hubiera pedido una cena privada. Son nobles, y si se ponen pesados, nos va a costar salir del paso.

De pronto, una voz poderosa retumbó en la habitación y un hombre se separó del grupo.

– ¡Robert Small! ¿Eres tú, viejo lobo de mar?

Los ojos de Robbie se encendieron y se levantó inmediatamente.

– Milord De Grenville… Me alegro tanto de verle… Venga a tomar una copa de vino con nosotros.

De Grenville ya había llegado a la mesa.

– Tus modales, Robbie -lo retó-. No me has presentado a la dama.

El capitán enrojeció.

– Perdonadme; Skye. ¿Puedo presentarte a lord Richard de Grenville? Mi señor, ella es la señora Goya del Fuentes, esposa del que fue mi socio en Argel. Los escolto, a ella y a su secretario, Jean Morlaix, hasta su casa de Londres.

Skye extendió la mano con elegancia y De Grenville se la besó.

– Milord.

– Madame. Un placer, os lo aseguro. Me parece de muy mal gusto por parte de Robbie tener tanta suerte…

– ¿Suerte, milord?

– Es una suerte escoltar a la mujer más hermosa de Londres.

Skye rió y se sonrojó.

– Milord De Grenville, lamento decir que me habéis apabullado con vuestros halagos. Por favor, sentaos y acompañadnos.

– No sois española -dijo él mientras se sentaba.

– No, soy irlandesa.

De Grenville se sirvió otra copa de vino.

– Sí, he tenido esa impresión apenas os he visto. Las mujeres más hermosas del mundo son irlandesas. Decidme, señora, ¿qué os parece Inglaterra? ¿Es vuestro primer viaje aquí?

– Sí, y la verdad es que me gusta mucho, milord De Grenville. Hace un año, aproximadamente, que vivo en casa de Robbie.

– Skye estaba embarazada del hijo de su esposo cuando llegamos -explicó Robbie con rapidez antes de que De Grenville supusiera algo que no debía.

– ¿Un varón o una niña, señora?

– Una niña. Se llama Willow. La he dejado en Wren Court con Cecily Small y la nodriza. No sé en qué condiciones voy a encontrar la casa de mi esposo, y hasta que no la amueble y la adecente, creo que mi hija estará mejor atendida en Devon.

Al otro lado de la habitación, los amigos de De Grenville se divertían en una mesa y uno de ellos, un hombre delgado, rubio y arrogante la miraba con impertinente insistencia. Cuando se dio cuenta, Skye se sintió molesta, y el hombre, apenas vio que ella lo miraba, levantó una ceja de una forma que sólo admitía una interpretación posible. Era una petición tan clara como si lo hubiera expresado con palabras, e igualmente insultante. Ella se volvió, furiosa, con un movimiento brusco de la cabeza, y siguió escuchando las palabras de De Grenville.

– Muy inteligente de vuestra parte, madame. Londres no es una ciudad para criaturas.

– Eso me dijeron, milord -replicó Skye. Y luego-: Decidme, señor, ¿quién es ese amigo vuestro que me mira con tanta impertinencia? El que tiene cara de ángel.

De Grenville ni siquiera se molestó en volverse. La descripción de Skye era suficientemente clara.

– Lord Southwood, señora, conde de Lynmouth.

– Robbie, por favor, acompáñame a mi habitación y haz que me traigan la cena en una bandeja. El conde no deja de mirarme como si yo fuera un paquete de dulces. -Skye se puso en pie mientras se sacudía la falda de montar llena de migas-. Buenas noches, milord De Grenville -dijo, y le tendió la mano. Él se la besó.

– Espero que nos encontremos en Londres, señora. Ahora, dejad que os escolte a los dos. Así no tendréis problemas al pasar junto a vuestro ardiente admirador.

Pero no iba a ser tan fácil. Cuando se acercaron a la puerta del salón, el conde de Lynmouth se puso en pie y les cerró el paso.

– No antes de que me hayas presentado, querido Dickon. No puedes acaparar a todas las bellezas para ti solo.

De Grenville se encogió de hombros.

– Vamos, Southwood, ahora no. La dama se va.

– Señora, ¿qué os parece una copa de vino conmigo?

– Por supuesto que no, caballero -le ladró Skye. Lo empujó y dejó el salón. Robbie la seguía.

De Grenville rió en voz baja.

– Geoff, te han ganado en buena ley…

Lord Southwood se puso blanco.

– ¿Quién es, Dickon?

– La viuda del socio del capitán Small.

– No es española.

– Su esposo era español. Ella es irlandesa.

– Es magnífica. Y un día será mía. Sí -dijo Southwood.

– He oído que te gustan las mujeres que no saben defenderse. La señora Goya del Fuentes es muy rica, Geoff. No podrás asustarla y no la ganarás con tres monedas, te lo aseguro. Te predigo que te mandará a paseo.

– ¿Cuánto apostarías, Richard?

De Grenville dejó que una sonrisa le encendiera el rostro. Southwood tenía un magnífico semental que él deseaba.

– Un año, Geoff. Al final de ese tiempo, me darás tu Fuego de Dragón.

– Seis meses, Dickon, y después de eso me darás tu barca.

De Grenville hizo una mueca. Su barca era la más elegante del río y hasta la reina la envidiaba. Sin embargo, razonó, la señora Goya del Fuentes no era ligera de cascos, y era evidente que Southwood la había disgustado mucho. Era muy difícil que sucumbiera y, además, realmente deseaba el potro.

– ¡Hecho! -dijo en tono burlón-. Tu potro contra mi barca. El plazo es seis meses a partir de hoy. -Tendió la mano y Southwood se la apretó con fuerza.

– Trata de no estropear mi barca este otoño, Dickon -se burló el conde-. Cuando llegue la primavera quiero llevar de paseo a mi nueva amante en ella.

– No pienso estropearla, Geoff. Y tú, cuida a mi potro y no lo sobrealimentes…

Los dos hombres se separaron. Cada uno estaba seguro de que ya tenía lo que siempre había deseado del otro.

Geoffrey Southwood no sabía lo que lo intrigaba más, si la hermosura de la viuda, su aire de dama de alta sociedad o su desdén. Le gustaba la idea del desafío, el cortejo, la conquista. Y sería la envidia de Londres si la conseguía como amante. Sería suya, fuera como fuera.

Capítulo 14

La casa de Skye estaba sobre el Strand on the Green en la aldea de Chiswick, en las afueras de Londres. Era el último edificio de la calle y era mucho menos pretencioso que los edificios vecinos. Más allá quedaban los palacios de los grandes señores como Salisbury, Worcester y el obispo de Durham.

Skye y los suyos habían navegado por la costa desde Plymouth, hasta la boca del Támesis. Allí, La Nadadora había anclado un tiempo a la espera de una oportunidad para atracar en Londres. Skye, Jean Morlaix y Robert Small habían desembarcado y cabalgado para adelantarse. Pasarían varias semanas hasta que el barco pudiera obtener espacio en el muelle de la ciudad y Robert Small confiaba en su primer oficial para hacerse cargo del mando en su ausencia.

Rodearon el centro de la ciudad y pronto llegaron a Chiswick. Era una pequeña y encantadora aldea con una hostería excelente, el Cisne, en uno de los extremos de la calle. Se detuvieron allí para refrescarse con copas de sidra recién embotellada, pan caliente, jamón rosado y un queso dorado y picante. Skye estaba hambrienta y comió con ganas, cosa que el dueño de la hostería, gordo y grandote, aprobó con alegría. Cuando la vio comer así, le sirvió otra copa.

– ¿Estáis de paso? -preguntó.

Skye le dedicó una sonrisa arrolladora que lo dejó sin habla.

– No -dijo-. Tengo una casa aquí, señor, y he venido a vivir en ella.

– ¿Qué casa, señora? Creía conocer a todos los habitantes de la aldea y sus familias. He crecido aquí. Desde que hay una hostería en Chiswick, es de los Monypenny; ése es mi apellido. En realidad -dijo y rió entre dientes mientras su enorme vientre se bamboleaba bajo la camisa-, nadie está muy seguro de quién llegó primero, si el Cisne o los Monypenny. ¡Ja, ja, ja!

Jean y el capitán miraron a un lado, pero Skye rió y eso hizo que el hostelero se sintiera todavía más contento.

– Soy la señora Goya del Fuentes, señor Monypenny. Mi casa se llama Bosqueverde y es la última sobre el Strand. Pertenecía a mi esposo.

– ¿Sois española? -la voz del hostelero se había llenado de desaprobación.