– Mi esposo lo era. Yo soy irlandesa.
– Irlandesa…, casi tan malo como ser española -fue la respuesta.
– Mon Dieu! Quel cochon! -murmuró Jean.
– Señor Monypenny… Os agradeceré mucho que recordéis vuestros buenos modales cuando os dirigís a la señora. Ella es una dama respetable y buena, y no permitiré que la insulten en mi presencia. -La mano de Robert Small se posó en su espada.
El gordo hostelero miró al pequeño capitán.
– ¡Que el señor me proteja! -dijo y rió entre dientes-. Debe de ser realmente una dama importante para que la hormiga se atreva a enfrentarse con la araña… Mis disculpas, señora, es que el recuerdo de Mary la Sangrienta y su esposo español es algo difícil de olvidar.
– ¿Mary la Sangrienta?
– La última reina. La que estaba casada con Felipe de España. La hermanastra de la reina Isabel.
– Ah, sí, claro, señor Monypenny. Comprendo -dijo Skye. Había oído la historia de la triste hija de Catalina de Aragón de labios de Cecily Small-. Bueno puedo aseguraros que no me parezco a Mary en nada. Mi hija y yo no tenemos familia en España y por eso he venido a Inglaterra. La hospitalidad inglesa es famosa en todo el mundo.
El hostelero se infló de orgullo.
– Y así debe ser, señora. Así debe ser. Seréis feliz aquí, en Strand. Ahora, si me disculpáis, tengo trabajo… Vuestra casa es la última de la calle. ¡Ah!, el último inquilino la dejó en muy malas condiciones, señora, si me permitís decirlo. Creo que deberíais tomar una habitación aquí para vos y los vuestros. La verdad es que vuestra casa no es habitable como está.
– ¡Robbie! ¿No le notificaron al agente que me preparara la casa?
– Claro que sí, Skye.
El hostelero hizo un gesto de tristeza.
– El agente es el señor Taylor, ¿verdad? Muy mala reputación, pero claro, vos no podíais saberlo…
– ¿Mala reputación? ¿En qué sentido, señor Monypenny? -preguntó Robert Small.
– Le alquiló la casa a dos jóvenes para sus…, sus… frivolidades, digamos. Les pide el doble de lo que vos pedís y se queda con la diferencia. Después cobra la comisión como si tal cosa.
– ¿Y cómo es que vos sabéis todo eso?
– Viene a tomar una copa aquí de vez en cuando. Pero no sabe beber, se emborracha enseguida y se va de la lengua… Una noche, durante el reinado de la última reina, estuvo enorgulleciéndose de la forma en que estafaba al dueño de la casa, un español, según dijo.
– Mejor será que vayamos a ver la casa, Robbie. -El capitán asintió-. Os quedaría muy agradecida si nos guardarais habitaciones, señor Monypenny, y un comedor privado. Y os pediré un baño cuando vuelva.
– Enseguida, señora.
Robert Small y Skye volvieron a montar a caballo y cabalgaron por la calle que corría paralela al río. Skye estaba impresionada por las grandes casas que se habían levantado en aquel lugar. A medida que se acercaban al final de la calle, las casas se hacían menos ostentosas hasta que, finalmente, apareció una última casita encantadora de ladrillos rosados. Estaba construida en medio de un parquecito privado. Las puertas parecían oxidadas y estaban abiertas y olvidadas. Robert Small se mordió los labios. Empujó uno de los dos portones y encabezó la marcha a través del jardín.
El parque estaba muy abandonado, los árboles llenos de ramas secas, los parterres inundados de hierbajos del alto de la rodilla. Cuando llegaron a la casa, descubrieron varias ventanas rotas y la puerta principal abierta y pendiendo de sus goznes.
– El señor Taylor va a tener mucho que explicar -gruñó Robbie-. ¿Dónde demonios está el guarda? Debería estar aquí todo el tiempo. Jean, ¿no le pagaste un año de sueldo el año pasado?
– Oui, capitán. Pero le envié el dinero al agente, al señor Taylor.
– Es obvio que fue dinero perdido -dijo Skye-. Y el daño ya está hecho. Veamos si el interior está en las mismas condiciones.
Entraron en la casa y revisaron, con creciente incredulidad, las habitaciones de la planta baja. Después, Robert Small, corrió escaleras arriba para ver el primer y segundo piso. Tenía la cara desencajada cuando bajó.
– ¡Nada! -rugió-. ¡Ni un mueble en toda la casa! ¡Ni cortinas, ni alfombras, ni plata! ¡Te han robado! ¡Ese sucio bastardo se lo ha llevado todo!
– El señor Monypenny sabía lo que decía -observó secamente Skye-. No pienso permitir que me tomen por tonta, Robbie. El señor Taylor tiene que pagar por esto. Lo quiero arrestado y en prisión. Pero supongo que los muebles desaparecieron hace ya mucho. Estuviste varias veces aquí, Robbie. ¿Recuerdas algo que tuviera mucho valor?
– Solamente los muebles de una casa de este tipo.
– Eso se reemplaza con facilidad, Robbie. Gracias a Dios que Marie y los niños se han quedado en Devon. Vamos, Jean. Volvamos al Cisne. Estoy cansada, quiero darme un baño y, de todos modos, no se puede hacer nada hasta mañana.
A la mañana siguiente, Skye cabalgó hasta Londres. Visitó al ebanista, al tapicero, al orfebre y a los artesanos del bronce y del hierro. A todos les dijo lo mismo:
– Si lo tenéis listo dentro de una semana, os pagaré más. -Y abonó en el acto el precio total de lo que había encargado.
En el Cisne entrevistó a los que se ofrecían para trabajar en la casa y, con la ayuda del señor Monypenny, empleó a una tal señora Burnside como ama de llaves; a media docena de criadas y sirvientes; al señor Walters, como mayordomo, y a su esposa, como cocinera. La señora Burnside tenía una hermana viuda que podía hacer de lavandera junto con sus dos hijas. El personal de puertas afuera consistiría en un jefe de jardineros y un jefe de caballerizos, con dos ayudantes cada uno, y un guarda para vigilar los portones. Muy pronto, harían falta niñeras para cuidar de Willow: una lavandera, una señorita de compañía y un ayudante. Comparado con el de las grandes casas del vecindario, sería un personal más bien modesto.
Al segundo día, Skye inspeccionó la casa con detenimiento. En el semisótano había una gran cocina que daba a un pequeño huerto de hortalizas y especias. La cocina tenía dos hogares con hornos de ladrillo, uno de los cuales era tan grande que podía albergar medio costillar entero. El otro, más pequeño, estaba pensado para hornear el pan y hervir guisos. A un lado de la cocina había una despensa fresca y al otro un fregadero. Más allá, un gran salón para los sirvientes con un gran hogar y varias habitaciones.
El ama de llaves tenía una habitación para ella sola, como el mayordomo, su esposa y el cocinero. Las cuatro ayudantes de la cocina compartían una habitación y la lavandera y sus dos hijas, la otra. Había una pequeña alcoba en la pared de la chimenea que se asignó al joven pinche de cocina, que era demasiado pequeño para compartir habitación con los demás sirvientes de su sexo. Las seis sirvientas de la casa dormirían en las habitaciones de la planta superior. Los seis sirvientes, los tres caballerizos y los dos ayudantes del jardinero tenían sus habitaciones junto al establo. El jefe de jardineros y su esposa vivirían en una pequeña casita oculta en el jardín, y el guarda y la suya, en la casita junto a los portones. Jean y Marie habitarían un ala de la casa principal. Marie seguiría con sus obligaciones como dama de compañía de Skye, mientras la niñera se hacía cargo de Willow y Henri. Para el personal que cuidaba a los niños había habitaciones junto al dormitorio de los pequeños.
En la planta baja había un gran salón comedor, un recibidor y las habitaciones de Jean y su esposa. El primer piso albergaba una biblioteca, una pieza más pequeña que serviría de despacho para Jean y dos salones de recepción que podían unirse y convertirse en uno si se deseaba organizar un baile. El tercer piso albergaba el dormitorio de Skye, su salón privado y el ropero, además de dos habitaciones de huéspedes y los dormitorios de las niñeras y los niños.
La casa estaba junto al río; lo suficientemente alejada como para tener un jardín trasero con paredes que se elevaban desde la orilla del río. Skye disponía de su muelle privado, lo que era muy ventajoso, porque le permitía contar con barca propia. Inmediatamente, mandó construir una y pronto agregó a su personal a un hombre para cuidarla y manejarla. Todos en la casa se alegraron, porque el viaje a la ciudad resultaba mucho más agradable por río que a caballo, sobre todo si el viaje se hacía en tiempos de inquietud.
Los artesanos contratados por Skye se dieron prisa ante la promesa de una paga extra. En una semana, tuvo todo lo que había pedido, y todo era de la mejor calidad. Skye había advertido a los artesanos que no aceptaría nada mediocre. No se dio cuenta de que le habían enviado cosas encargadas por otros, otros que ahora tendrían que esperar meses para recibirlas.
Cuando llegaron, Skye se pasó un día entero de habitación en habitación, eligiendo el lugar para colgar los tapices y los cuadros y para colocar los muebles. Las habitaciones empezaron a tomar forma y, finalmente, Skye se dio el gusto de caminar por la casa examinándolo todo. Era después de la medianoche y los sirvientes, exhaustos, se habían acostado. Ella entró en todas las habitaciones y las contempló con satisfacción.
Los muebles de roble brillaban con un lustre que solamente podía darles la mejor cera y un buen pulimento. Sobre los tablones de madera oscura del suelo se extendían grandes alfombras turcas. El uso de alfombras no era usual en esos tiempos; muchas casas, incluso casas de ricos, todavía usaban esterillas de juncos y hierbas. Había tapices y pinturas por toda la casa, porque el capitán Small sabía cómo encontrar familias nobles empobrecidas que deseaban vender secretamente ese tipo de tesoros. Pesadas cortinas de terciopelo y seda colgaban de las ventanas de la planta baja. Habían colocado candelabros en las paredes con paneles y había plata en los estantes. Todo era elegancia y riqueza.
Cuando Skye salía de cada habitación, apagaba con cuidado las velas encendidas. Quería evitar que cayera cera al suelo, incluso en las habitaciones de los criados. Odiaba el olor de la cera. Todas las habitaciones estaban adornadas con jarrones de flores perfumadas, porque se decía que el río olía mal de vez en cuando.
Entró en su habitación y descubrió a Daisy, que había llegado hacía unos días, dormitando junto al fuego. La muchacha pegó un salto cuando vio entrar a su señora.
– Daisy, no tenías por qué esperarme despierta. Pero ya que lo has hecho, desátame las cintas y luego ve a acostarte.
– No me importa esperaros, señora -aseguró Daisy mientras ayudaba a Skye a salir de sus enaguas y del miriñaque. Luego, colocó la ropa en el ropero y preparó un poco de agua de la cacerola del hogar en una jarra de barro-. ¿Estáis segura de que no me necesitáis, señora?
– No, Daisy, vete a la cama.
La muchacha desapareció. Skye se sentó, cansada, en la cama y se quitó las medias. Desnuda, caminó por la habitación y se lavó sin prisas con su jabón favorito, perfumado con esencia de rosas. Luego se deslizó sobre los hombros un caftán de seda celeste, apagó las velas y fue a sentarse junto a la ventana que daba al río.
La luna hacía brillar el agua. Skye vio una gran barca que se detenía en el muelle, dos casas más allá. Dos figuras, un hombre y una mujer, salieron del bote y subieron despacio por los escalones hasta el jardín. Cuando llegaron al final de la escalera, se detuvieron y se besaron largo rato. Después, el caballero tomó del brazo a la dama y se alejaron hasta perderse de vista. Skye suspiró y se metió en la cama, sin poder conciliar el sueño. El recuerdo de escenas como la que acababa de ver le ardía en el corazón. Tenía veinte años y, por primera vez desde la muerte de Khalid, hacía ya dos años, deseó el amor de un hombre. Se levantó, llorando suavemente, y tomó una botella de licor de grosella del estante de su habitación. Después, volvió a sentarse en el asiento que había frente a la ventana y bebió para poder dormir.
En la casa contigua, el propietario del pequeño palacio sobre el río tampoco podía dormir. El conde de Lynmouth caminaba de un lado a otro por su habitación, sin dar crédito a su buena fortuna. La señora Goya del Fuentes era su vecina y, además, había encontrado la forma de triunfar sobre De Grenville. Rió entre dientes. Iría a presentar sus saludos a la dama y si no había sucumbido por las buenas para la Duodécima Noche, la chantajearía para conseguirla.
El conde recibía a muchos invitados y sus fiestas eran famosas. Había venido de Londres hacía poco para supervisar los preparativos para la Navidad y la Duodécima Noche. La misma reina acudiría a varios de los festivales de la temporada, incluyendo la mascarada de la Duodécima Noche. Geoffrey se había quedado de una pieza al enterarse de que la señora Goya del Fuentes era la propietaria de la bella casita que se alzaba al final de la calle y había observado con interés la puesta a punto del lugar. Era un experto en elegancia y aprobó las elecciones de la señora que veía llegar desde su ventana.
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