– ¡Virgen Santa! -jadeó impresionada.
Dubhdara O'Malley rió con alegría desde la puerta.
– ¿Entonces te gusta, amor mío? Hay pendientes y un anillo. Todo un juego.
– ¿Que si me gusta? Oh, Dubh, es lo más hermoso que he visto en mi vida. ¿Dónde…?
– Un galeón portugués que naufragó cerca de la costa. Llegamos justo a tiempo para salvar al capitán de unos saqueadores. Resultó ser un hombre agradecido.
Anne no dijo nada, pero sabía leer entre líneas. Era evidente que su esposo y su tripulación habían luchado contra otros saqueadores de la costa por los tesoros del galeón. Los O'Malley habían sido piratas durante siglos. Era una forma de vida. Sin duda, el capitán del infortunado barco y los supervivientes de su tripulación estaban ahora en alguna celda en los sótanos de un castillo donde pasarían los próximos meses esperando un rescate. Anne tembló y se dijo a sí misma que esas cosas no eran asunto suyo.
– ¿Y dónde está mi niña? -preguntó O'Malley.
– Estoy aquí, pa.
Skye se levantó de su silla y se le acercó. Al verla con el traje de montar, O'Malley frunció el ceño.
– ¿Todavía cabalgas a horcajadas, nena?
– No me retes, papá -le rogó ella, con ironía-. Tú me enseñaste a cabalgar así, y te aseguro que no puedo galopar de costado. Es de lo más incómodo.
El O'Malley enarcó una ceja.
– ¿Y es necesario que galopes? ¿No basta con un trotecito? Debes pensar en los bebés que vas a darle a Dom, querida.
Ella ignoró la recriminación de su padre y preguntó enfurecida:
– ¿Has intentado alguna vez trotar con una pierna cruzada sobre la montura? La última vez que lo intenté, terminé con marcas de golpes en mi…
– ¡Skye! ¡Los invitados!
Y entonces, Skye se fijó en el hombre que estaba junto a su padre.
– Milord -le oyó decir a su padre-, es mi hija pequeña, Skye, que pronto será la esposa del joven O'Flaherty. Skye, él es Niall, lord Burke, el heredero de los MacWilliam.
– Niall an iarain, Niall de Hierro -murmuró la chica. Él era un hombre famoso, el amante soñado por todas las jóvenes de Irlanda.
– Veo que mi reputación me precede, lady Skye.
– Es un secreto a voces que sois el Capitán Venganza, y que dirigís los ataques contra los ingleses que viven en Dublín. Pero, por supuesto, nadie se atrevería a acusaros de eso.
– Ah, pero vos, lady Skye, no me teméis -murmuró él, mirándola de arriba abajo hasta que ella enrojeció.
Su voz era profunda y segura, pero tan suave como el terciopelo. Skye tembló. Levantó los ojos para encararlo. Los ojos de él eran grises, plateados casi, y ella se dio cuenta de que, probablemente, cuando estaba furioso, debían volverse más fríos que el mar del Norte, mientras que, en el calor de la pasión, serían tan cálidos como el buen vino. Esos pensamientos hicieron que sus mejillas se llenasen de color. Los ojos grises de lord Burke titilaron, como si estuvieran leyéndole el pensamiento.
Él le llevaba casi veinte centímetros. Su rostro bien afeitado había sido curtido por la vida al aire libre. El cabello, corto, era negro, como el de ella.
Le tomó la mano y se la besó. Ella casi se la arranca porque esos labios la quemaron como una llaga abierta. «Dulce María -pensó-, es mucho más sofisticado que Dom, y sin embargo, apenas me lleva diez años.»
– Bienvenido a Innisfana, milord -murmuró con amabilidad. ¡Dios! ¿Ésa era su voz, tan ronca y conmovida? ¿Y por qué la miraba tanto Anne?
La voz de su padre la devolvió a la realidad.
– Esto es para tu dote, muñequita -dijo y le dio una colección de maravillosos rubíes montados en oro: un collar, pendientes, brazaletes, un anillo y adornos para el cabello. Todo el mundo expresó su admiración y Dom O'Flaherty se felicitó como si él hubiera sido el responsable de la elección de su novia.
Skye tomó las joyas en sus manos. Le dio las gracias a su padre y salió de la habitación.
«¡Maldita sea! -pensó Anne-. Lord Burke le gusta. ¿Y por qué no? ¿Por qué no pensó Dubh en casarla con un hombre fuerte, fiero, como lord Burke en lugar de con ese muchachito vanidoso?»
Skye subió por las escaleras hasta su habitación, con lo que esperaba que fuera un gran despliegue de dignidad. Le parecía sorprendente poder moverse, porque le temblaban mucho las piernas. Estaba confundida y muy asustada por su reacción. Esperaba no haberse comportado como una niñita recién salida del cascarón, pero lo cierto es que nunca había sentido por un hombre lo que sentía en ese momento. Nunca había visto a Niall Burke, pero sus operaciones militares eran legendarias. Y como se había atrevido a decir hacía unos momentos, se le conocía como el Capitán Venganza, que atacaba a los ingleses y a sus aliados irlandeses cada vez que creía que la política de Inglaterra estaba dañando a su amada Irlanda.
El Capitán Venganza exigía un pago muy alto a los lores ingleses que trataban injustamente a sus súbditos irlandeses. Una vez, en un ataque que después consiguió que toda Irlanda riera entre dientes, había hecho el amor a la hija de un importante noble inglés que tenía propiedades en Irlanda. En cuanto la enamorada jovencita le dibujó los planos del castillo, el Capitán Venganza saqueó el tesoro y lo usó para pagar los impuestos de las familias irlandesas empobrecidas por una política de abusos. El inglés aceptó el dinero y le extendió recibos. El engaño se descubrió, pero era demasiado tarde y ya nada podía hacerse. Claro que se sospechaba la conexión entre el Capitán Venganza y Niall, lord Burke, pero ¿qué podían hacer las autoridades? La política de Londres era no enfurecer al señor de Connaught. Después de todo, era un aliado…, un aliado de Inglaterra, ya que no estaba en guerra abierta y declarada contra el sur. Y además, se decían los ingleses, ¿qué daño podía causar un solo rebelde?
Era en verdad un hombre fascinante, pensó Skye, y hubo un momento de íntimo reconocimiento entre ambos cuando se miraron.
A salvo en su habitación, miró cómo Molly, su dama de compañía, le preparaba el baño. Molly pensaba que Skye se bañaba demasiado, pero tenía que admitir que su señora olía mejor que cualquier otra que ella hubiera conocido. Le sacó las ropas de montar y las cepilló antes de colocarlas en el ropero. Skye se quitó la ropa interior, se recogió el cabello con una horquilla y subió a la tina.
El agua tibia le pareció exquisita. Lentamente, frotó el jabón entre sus manos. Después se lavó el pelo. Niall Burke. Niall Burke. Su mente repetía ese nombre como una letanía. Era tan alto… La había hecho sentir pequeña aunque sabía que no lo era. Se había presentado vestido a la manera inglesa, con elegantes calzas color verde y pantalones también verdes hasta la rodilla para hacer juego. Ella se imaginó los músculos bajo el jubón de terciopelo verde. Y, de pronto, se preguntó qué sentiría si él la apretara contra su pecho. Para su vergüenza, sus pezones se endurecieron y asomaron por el agua.
¿Qué demonios le estaba pasando? Nunca había sucumbido a ese tipo de pensamientos. Sabía tan poco de lo que sucedía entre hombre y mujer, y Dom nunca la había fascinado, eso era evidente. En realidad, a pesar de lo buen mozo que era, Dom le provocaba repulsión.
Molly retiró el jabón, terminó de lavarla y la secó con una toalla. Apenas había terminado de envolverla en una bata de seda cuando se oyó un golpe en la puerta. Molly la abrió, se inclinó con amabilidad y dejó pasar a Dom O'Flaherty.
Él recorrió a su prometida con una mirada lasciva. El cuerpo de Skye se transparentaba bajo la bata suave y brillante.
– Debo irme por unos días, Skye. Sir Murroughs ha mandado un emisario para comunicarme que me necesita. Regresaré a tiempo para nuestra boda.
El corazón de Skye se llenó de alegría. Dom se iría y lord Burke seguiría cerca de ella.
– Ve con Dios, Dom -dijo con dulzura.
Durante un momento, hubo un silencio embarazoso. Después Dom se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
– ¿No me das un beso, amor? ¿Me dejas partir sin un gesto de cariño?
– No estamos casados todavía, Dom. No tengo por qué besarte.
– ¿No tienes por qué? -explotó él-. Por Cristo, Skye, no seas mojigata… Tendrás mucho más que un beso dentro de unos días, eso te lo aseguro… -Maldición, era dulce esa mujercita, toda perfumada y tibia por el agua del baño… Dom sentía que el deseo crecía en su interior. Buscó la boca de Skye, pero ella se apartó bruscamente.
– ¡No!
Los ojos de Dom se encendieron furiosos. Pero optó por reírse.
– De acuerdo, amor. Pero no tardarás mucho en rogarme que te bese. -Le hizo una reverencia en broma y se alejó. Ella tembló de arriba abajo.
– ¡Ja! -se rió Molly-. Os aseguro que ese hombre es lujurioso, mi señora. Con él tendréis diversión asegurada en el lecho y eso es tener suerte con el marido…
– Cállate, tontita -le reprendió Skye-. En lugar de soñar con mi prometido, tráeme el nuevo vestido de terciopelo color vino. Quiero ponérmelo esta noche con los rubíes que me ha traído papá.
Molly se apresuró a obedecer. Skye O'Malley era mejor ama que la mayoría, y muy rara vez se volvía cruel, pero no por eso dejaba de administrar alguna bofetada de vez en cuando. La vistió con un pequeño corsé que le empujaba los senos hacia arriba con tal presión que parecían a punto de escaparse de la blusa por debajo del vestido. Las mangas casi transparentes estaban bordadas en oro. Skye con sumo cuidado se puso las medias sobre sus bien formadas piernas. Eran medias de seda rosa, bordadas con hilo de oro y traídas directamente de París. Luego se puso varias enaguas y finalmente el vestido. Una creación en el terciopelo más fino y más suave del mundo con una falda brillante, roja como una joya y elegante como las alas de un pájaro. Las mangas cortadas dejaban ver las rayas doradas de la blusa que llevaba debajo.
Skye se sentó frente al espejo con cuidado, para no arrugar la falda, mientras Molly le cepillaba el cabello hasta dejarlo brillante, con reflejos azulados en el negro. No podía levantarlo hasta después de la boda, no estaba permitido. Eso la había hecho sentirse frustrada, sobre todo en el mar, pero su padre era muy firme al respecto. Le había permitido trenzarlo, pero las trenzas tenían que caer sobre sus hombros.
– Ninguna O'Malley se levanta el cabello hasta después de la boda -le había dicho, y ella sabía que no valía la pena discutir.
Pero, ahora que se miraba al espejo, debía admitir que el cabello suelto le sentaba muy bien. Sobre todo cuando Molly le colocó la pequeña gorrita de cintas doradas y el velo. Skye se puso el collar de rubíes y estudió el efecto. Las grandes piedras brillaban casi salvajes contra la suavidad cremosa de su pecho desnudo, y cuando retenía un instante la respiración, sus senos se alzaban, provocativos, bajo los brillantes rubíes. El adorno para el cabello no podía usarse hasta el día en que se lo levantara, pero se puso los pendientes, el brazalete y el anillo. Deslizó los pies en sus zapatos de terciopelo rojo y se levantó.
– Dios, señora… -suspiró Molly, muy respetuosamente-. Nunca os vi tan hermosa… ¡Lástima que el señor Dom no esté aquí para admiraros…! ¡Podríais enloquecer a cualquier hombre!
Skye sonrió, contenta.
– ¿Te parece, Molly? -Se preguntaba en secreto si lord Burke enloquecería al verla. Sentía que el pecho le temblaba de emoción. Casi voló a través de la puerta y chocó con su madre política que entraba a saludarla.
– Por Dios, Skye -comentó divertida Anne O'Malley-. Si quieres impresionar al salón, no corras tanto. Tienes que entrar a lo grande, deslizándote lentamente, amor mío. -Hizo una breve demostración.
– Perdona, Anne. No te habré hecho daño, ¿verdad?
– No, cariño, pero deja que te mire un poco… Por Dios, qué hermosa estás y eso que todavía no has florecido… Si el joven Dom te viera ahora…
Skye hizo un gesto extraño.
– No quiero casarme con él, Anne. -Las palabras salieron de sus labios sin que pudiera evitarlo.
Anne O'Malley se puso seria de pronto, seria pero comprensiva.
– Lo sé, cariño. Lo sé y lo entiendo.
– Por favor, Anne, por favor, habla con papá… Él te adora y te escucha. ¡Haría cualquier cosa por ti!
– Lo intentaré, Skye, tú lo sabes. Pero no va a resultar fácil. Tu padre es hombre de palabra, y comprometió su palabra en este matrimonio. Eres la última de sus hijas y quiere que estés bien casada. El joven O'Flaherty es un buen partido para una O'Malley de Innisfana.
– ¡Le odio! -murmuró con rabia-. Siempre me está desnudando con la mirada.
– Tal vez será distinto cuando estéis casados -sugirió Anne, aunque sabía que no era cierto-. Las niñas siempre temen lo desconocido. Pero, en realidad, no hay razón para alarmarse, cariño. Mañana vendré y te lo explicaré todo, Skye.
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