Ahora, había llegado el momento de dar el primer paso para poseer a la dama. La cortejaría con gentileza al principio, y después, si era necesario, la amenazaría con humillarla ante todos.

Había descubierto su verdadera historia por un increíble golpe de suerte. Era propietario de un tercio de un barco que comerciaba en el Medio Oriente, y cuando el barco volvió a Londres de su último viaje, subió a bordo para ver cómo le había ido a sus intereses. A través del ojo de buey del camarote del capitán, había visto a Robert Small. Aprovechó la situación y le preguntó al capitán Browne:

– ¿Sabéis quién es ese hombre?

El capitán Browne tomó la pipa, aspiró y dejó escapar una nube de humo azul.

– Sí, mi señor. Es el capitán Robert Small de Bideford en Devon. Y ese barco es suyo, el Nadadora. Robbie Small tiene mucha suerte, milord. No tendría por qué salir al mar; tiene dinero de sobra y, además, es noble. Pero el mar es una perra muy hermosa y cuando se mete en la sangre de los que la conocen, no los deja en paz jamás.

– ¿Nació rico? -le preguntó el conde con amabilidad para ver qué más podía sonsacarle.

– No. La fortuna de la familia era muy escasa hasta que entabló relaciones con el gran Señor de las Prostitutas de Argel, Khalid el Bey. No sé cómo se conocieron, pero se hicieron amigos, y el Bey ayudó financieramente a Robbie en muchas aventuras. Finalmente, cuando el capitán hubo acumulado una considerable fortuna, se hicieron socios. Fueron socios durante diez años por lo menos.

– ¿Y después qué pasó?

– El Bey fue asesinado hace año y medio; lo mató una de sus mujeres. ¡Que Dios me ampare, señor! Tenía los mejores prostíbulos del Este, sí. El más famoso era conocido como la Casa de la Felicidad, y su asesina fue la mujer que lo dirigía. Dicen que estaba celosa de su joven esposa y que pensó que la estaba matando a ella. La viuda desapareció un buen día y pronto se supo que lo había vendido todo. El gobernador de la fortaleza de Argel, la Casbah, se puso verde de rabia. Tenía el ojo puesto en la viuda. Que Dios ayude a Robbie Small si alguna vez se le ocurre volver a poner un pie en Argel, porque el gobernador sabe que fue él quien ayudó a Skye a escapar.

Geoffrey Southwood sintió que el corazón le latía con fuerza.

– ¿Skye?

– La esposa del Bey. Su nombre era Skye muna el Khalid. Ella también tiene una historia extraña… ¿Más vino, señor?

– Cuéntamelo.

Y el capitán Browne le contó lo que había oído decir de Skye, y lo que había oído era mucho. Cuando Geoffrey dejó el barco, estaba radiante. Su carruaje se bamboleaba sobre el empedrado de las calles de la ciudad, mientras él empezaba a urdir su plan.

¡Era ella! ¡No había error posible! La tenía en un puño, porque había un niño de por medio. ¿Hijo del Bey? Probablemente.

Robert Small no parecía su amante. Sin duda, haría cualquier cosa por defender el futuro de su hijo, y ese futuro estaba determinado por el buen nombre de la familia. Todo iría bien mientras fuera una viuda respetable. Seguramente haría cualquier cosa por evitar que se supiera la verdadera historia, por ella y por su hijo, o hija… ¡Sí! ¡La tenía atrapada!

Geoffrey Southwood era un hombre rico. Aunque nunca lo explicaba, su abuela paterna había sido la hija de un mercader muy poderoso. En los últimos siglos, muchas familias nobles habían dilapidado su fortuna y habían buscado acuerdos matrimoniales con la clase media adinerada, para llenar las arcas. La familia Southwood sabía perfectamente bien que el dinero significaba poder. No era una familia importante, pero el título que poseía era muy antiguo, lo había ganado en la batalla de Hastings.

El primer conde de Lynmouth fue Geoffroi de Sudbois, el tercer hijo de un noble normando. Se había unido al duque Guillermo en la invasión de Inglaterra, con la esperanza de ganar tierra para él y sus descendientes. Sabía que en su Francia natal no había nada para él. Su hermano mayor era el heredero de la fortuna familiar y tenía tres hijos que heredarían de él. El segundo de los hermanos Sudbois había optado por la vida religiosa y tenía el título de prior. La gente guerrera del duque de Normandía fue una solución para Geoffroi de Sudbois. Era la oportunidad que había estado buscando.

Su padre le dio caballos de batalla, armas y un poco de oro. Cuando el hermano mayor de Geoffroi protestó, el noble dijo:

– Mientras yo viva, lo que es mío, es mío y puedo hacer con ello lo que me plazca. Cuando yo muera, será tuyo y tú lo administrarás a tu manera. No seas codicioso, Gilles. Tu hermano no puede aspirar a nada a menos que vaya bien equipado y bien montado. ¿Quieres que nunca consiga nada? ¿Quieres que vuelva constantemente aquí a envidiar tu posición y que su presencia sea una amenaza para tus hijos? Estarás mucho mejor si él consigue un lugar destacado en Inglaterra.

El primogénito de Sudbois comprendió entonces la postura de su padre y hasta agregó a la dote de su sorprendido hermano una pequeña bolsa de monedas de plata. Con esa bolsa, Geoffroi reclutó una pequeña partida de jinetes. Los que se unieron a él trajeron sus propios caballos, equipo y armas. Él les pagó una moneda de plata a cada uno cuando llegaron a Inglaterra. El botín de batalla sería de quien lo cogiere, y siempre había una posibilidad de ganarse un poco de tierra y hasta un título.

El joven Seigneur de Sudbois y sus treinta y cinco hombres se unieron al ejército invasor del duque Guillermo. Guillermo se sintió impresionado cuando vio a tantos hombres juntos y se sintió todavía más admirado cuando descubrió de lo que era capaz Geoffroi como guerrero. Geoffroi se las arregló para luchar junto al duque en dos ocasiones y logró repeler un ataque directo contra su persona. Hacia el final de ese día, se descubrió en medio del ataque que condujo a la muerte del rey inglés, Harold.

El duque Guillermo de Normandía, que después se haría llamar «el Conquistador», había visto suficiente y estaba impresionado y conmovido.

– Es un hombre valeroso -dijo-, y Dios sabe que ha trabajado duro para conseguir un pedazo de esta tierra. Le daré algo en el sur, hacia el oeste. Si puede tomar esa tierra y conservarla, es suya.

Geoffroi de Sudbois tomó y retuvo el pequeño condado de Lynmouth. Asesinó sin miramientos al conde sajón y a sus parientes, con excepción de la hija de trece años, Gwyneth. A ella la violó sobre la gran mesa del salón y, cuando comprobó que era virgen, envió por un cura y se casó con ella allí mismo. Gwyneth, que era pragmática, se aferró a su señor y parió a sus descendientes. Al cabo de cien años, el nombre Sudbois se sustituyó por el equivalente inglés, Southwood, bosque del sur, y, en las generaciones que siguieron, el coraje, la crueldad y la falta de escrúpulos del patriarca normando, Geoffroi de Sudbois, y la determinación de su esposa sajona se mantuvieron como rasgos característicos en la familia. Seguían siendo los rasgos del Geoffrey Southwood, que vivía en el siglo xvi.

El conde de Lynmouth tenía treinta y ocho años, un metro ochenta de estatura, cabello rubio, ojos verdes y, como había dicho Skye, la cara de un ángel. Era una cara hermosa y viril, una cara oval, de frente ancha, pómulos altos, nariz larga y delgada, boca sensual y mentón ligeramente puntiagudo. Tenía la piel clara pero tostada, y como no tenía marcas en el rostro, se afeitaba totalmente. Tenía el cabello rizado y corto, y el cuerpo delgado de un hombre acostumbrado a hacer ejercicio regularmente.

Se había casado dos veces. A los doce años, contrajo su primer matrimonio con una vecina de ocho, una heredera. Ella murió de viruela al año siguiente, junto con toda su familia. Eso hizo de Geoffrey un hombre considerablemente más rico, con el agregado de la herencia de la baronía de Lynton, el dinero y las tierras. Como ya era sexualmente activo, había llorado a su esposa el menor tiempo posible y se había vuelto a casar. La segunda esposa era cinco años mayor que él, muy fea pero enormemente rica. Heredera y huérfana, sus tutores habían pensado que la tendrían a su cargo para siempre hasta que el padre de Geoffrey Southwood ofreció a su hijo para ella. Mary Bowen pertenecía a una familia muy antigua y muy noble y, lo que era todavía más importante, sus tierras lindaban con las del condado de Lynmouth.

El día de la boda, la novia parecía felizmente enamorada de su esposo y contenta de que la hubiera rescatado de la vergüenza de la soltería. Por la noche, sin embargo, cambió de opinión. Sus gritos se oyeron en todo el castillo cuando Geoffrey Southwood perforó su virginidad y plantó su semilla en ella. Durante los seis años siguientes, dio a luz a un hijo cada diez meses. Todos excepto el primero fueron hembras, y todas tan feas como su madre. Disgustado, Geoffrey dejó de visitar la cama de su esposa. Siete hijas feas eran suficiente dolor de cabeza, porque iba a tener que darles una buena dote si quería casarlas.

Mary Bowen Southwood se sentía feliz de poder quedarse en Devon. Temía a su esposo. Después del horror de su noche de bodas, había aprendido a quedarse quieta cuando hacía el amor y, de vez en cuando, hasta simulaba sentir placer. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, él empezó a tratarla con cariño, y a ella le gustaba que él la apreciara, sobre todo cuando nació Henry, un varón. Pero después vinieron Mary, Elisabeth y Catherine. La semana que siguió al nacimiento de la pequeña Philippa, el conde estaba tan furioso que le pegó y gritó a los cuatro vientos que ella lo hacía a propósito y que, si no le daba un varón la próxima vez, le probaría que lo que decía era cierto. En los embarazos que siguieron, ella aprendió a tenerle miedo. Susan fue la primera. En ese momento, Geoffrey estaba en Londres. Asustada pero leal, ella le envió un mensaje. Hubo un silencio de seis meses entre ambos. Cuando él volvió a casa, le dio un ultimátum.

– Quiero otro hijo varón, mujer, o pasarás el resto de tu vida en Devon con tu caterva de hijas.

– ¿Y Henry? -se atrevió a preguntar ella.

– Henry vendrá conmigo a Shrewsburys -aseguró él con voz severa.

Cuando nacieron las mellizas, Gwyneth y Jean, la condesa y sus hijas fueron expulsadas del castillo de Lynmouth y confinadas en Lynton Court. Geoffrey Southwood estaba harto.

Desde entonces, solamente visitaba a su esposa y familia una vez al año, en la fiesta de San Miguel para entregarles el dinero necesario para mantener la casa durante doce meses. Se negó a buscar marido para sus hijas, aduciendo que eran todas como su madre y que no quería ser responsable de la desilusión de otros hombres cuando las muchachas parieran una hembra tras otra.

Mary Southwood se sentía aliviada por la ausencia de su marido, pero estaba preocupada por sus hijas. Con sacrificio y frugalidad logró ahorrar la mitad del dinero que él le entregaba anualmente. Lo agregó a un fondo secreto que le habían dado sus tutores al casarla y consiguió reunir pequeñas dotes para sus hijas. Les enseñó a ser buenas esposas. No tendrían maridos excepcionales pero lograría casarlas a todas. Finalmente, el destino la ayudó cuando Geoffrey Southwood dejó la visita anual en manos de su mayordomo.

El conde «Ángel», como lo llamaban, pasaba el tiempo siguiendo a la corte. La joven reina Isabel disfrutaba de su elegancia, su belleza y su aguda inteligencia. Y además, apreciaba su astuto conocimiento de los negocios y el comercio internacional. El comercio era el futuro de Inglaterra y la reina necesitaba buenos consejeros. Isabel había demostrado ya que era una reina dispuesta a trabajar y nada se le escapaba. Lo oía todo. Lo veía todo. Tal vez podía decirse que Geoffrey Southwood tenía apetito de mujeres bellas, pero evitaba a las damas de honor de la reina y ese respeto era algo que la vanidosa Isabel sabía apreciar. Y sobre todo, Geoffrey venía a la corte sin la molestia de una esposa y, por lo tanto, podía jugar un rato a ser el galán de Isabel, junto con muchos otros.


El día siguiente amaneció brillante y azul, tan perfecto como podía desearse en octubre. Skye pasó la mañana vigilando los trabajos de la casa y viendo cómo se adaptaba el personal que estaba empezando a entender las cosas con claridad; después estuvo charlando un rato con Robert Small sobre la idea de fundar una nueva compañía de comercio. Más tarde, cogió la cesta y las tijeras y se escapó al parque.

El jardinero y sus ayudantes habían hecho milagros en pocas semanas. Ya no había yerbajos ni ramas secas. Se habían descubierto caminitos de polvo de ladrillo entre la maleza y había estanques y rosales que antes no se veían. La poda había producido muchos pimpollos nuevos y Skye se dedicó a cortarlos.

– ¡Maldita sea! -gritó de pronto cuando una espina se le clavó en un dedo. Se lo metió en la boca para aliviar el dolor.