Una risita masculina y profunda la hizo girar en redondo. Para su rabia y su vergüenza vio al buen mozo del conde de Lynmouth sentado sobre la pared baja que separaba las dos casas.

Saltó con agilidad a su jardín, se acercó a ella y le tomó la mano.

– Es un pinchacito, hermosa, sólo eso -dijo galantemente.

Skye apartó la mano con furia.

– ¿Qué hacíais sentado en mi pared? -quiso saber.

– Vivo al otro lado -dijo él con suavidad-. En realidad, hermosa, la pared es de los dos. El edificio que queda al otro lado es la casa de Lynmouth. La construyó mi abuelo y esta casita también era suya. Era para su amante, la hija de un orfebre.

– Ah -murmuró Skye con frialdad, impresionada-. ¡Qué interesante, señor! Y ahora, si me disculpáis…

Geoffrey Southwood sonrió con atrevimiento y Skye notó que sus verdes y extraños ojos se habían arrugado en un gesto de profunda diversión.

– Vamos, señora Goya del Fuente -dijo él-, me doy cuenta de que empezamos nuestra relación con el pie izquierdo y os pido disculpas por haberos mirado con tanto atrevimiento el otro día en la hostería. Pero espero que no seáis dura conmigo. Estoy seguro de que no soy el primer hombre al que vuestra belleza deja pasmado.

Skye se sonrojó. ¡Maldito hombre! Era encantador. Y siendo su vecino, no podía despreciarlo totalmente. Le sonrió apenas con las comisuras de los labios.

– Muy bien, señor. Acepto las disculpas.

– ¿Y vendréis a cenar a mi casa?

Ella rió.

– Sois incorregible, lord Southwood.

– Geoffrey -la rectificó él.

– De todos modos sois incorregible, Geoffrey -suspiró ella-, mi nombre es Skye.

– Un nombre muy extraño, por cierto. ¿De dónde sale?

– No lo sé. Mis padres murieron cuando era muy pequeña y las monjas que me criaron nunca me lo dijeron. -Lo explicó con tanta naturalidad que él se sintió turbado. Tal vez ella no era la viuda del Señor de las Prostitutas de Argel después de todo-. ¿Y Geoffrey era el nombre de vuestro padre? -preguntó ella.

– No. El se llamaba Robert. Geoffrey fue el primer Southwood. Vino de Normandía con el duque Guillermo hace quinientos años.

– Debe ser hermoso conocer la historia de la familia de uno -suspiró ella con tono nostálgico.

– No me habéis dicho si vendréis a cenar esta noche -protestó él.

Skye se mordió el labio.

– No lo sé -murmuró-. Creo que no debería.

– Me doy cuenta de que es poco ortodoxo, pero no puedo atenderos más temprano, porque voy a ver a la reina a Greenwich y sé que no me dejará partir hasta tarde.

– Entonces, será mejor que cenemos otro día, cuando tengáis más tiempo -replicó ella.

– Tened piedad de mí, hermosa Skye. Su Majestad me requiere todos los días y raramente dispongo de tiempo para cultivar relaciones. Mi cocinero es un artista, pero cocinar para una sola persona no es desafío y, a menos que le lleve algún invitado, terminará por dejarme. ¿Y cómo voy a organizar la Duodécima Noche sin mi cocinero? Tenéis que aceptar, ¿no os parece?

Skye no pudo evitar reírse. Él parecía tan ingenuo y tan hermoso con su camisa de seda color crema abierta en el cuello… No era el mismo noble arrogante que la había asediado hacía unas semanas.

– No debería aceptar -dijo Skye-, pero lo haré. No me gustaría que todo Londres me considerara responsable por la pérdida de vuestro cocinero.

– Vendré a buscaros personalmente -replicó él. Luego, le tomó la mano y la rozó con los labios-. Me habéis hecho el más feliz de los hombres. -Se alejó corriendo hasta la pared, se agarró a una rama de enredadera muy gruesa que caía del lado de la casa de Skye, saltó sobre el muro y se dejó caer al otro lado.

Skye se encogió de hombros, recogió la canasta de flores y volvió a la casa. Si quería estar lista cuando él viniera a buscarla esa tarde, debía prepararse, y tenía mucho que hacer. Luego se detuvo y se dijo que, de todos modos, sólo era una cena, no una cita amorosa.

Robert Small salía en ese momento de la biblioteca.

– Bueno, muchacha, ya terminamos. ¿Te llevo a cenar al Cisne esta noche?

– Ah, Robbie, voy a cenar con lord Southwood. Ya sabes que es mi vecino…

– ¡Ese salvaje! ¡Por las barbas de Cristo, Skye!, ¿estás loca?

– Vamos, Robbie, me ha pedido disculpas por su comportamiento. No tengo amigos en Londres y tú te irás muy pronto. Tengo que empezar en alguna parte.

– Está casado -dijo Robert con todas las letras.

– Lo suponía, pero no pienso tener una relación sentimental con Geoffrey.

Las espesas y grisáceas cejas de Robert Small se curvaron hacia arriba.

– ¿Geoffrey, eh? Bueno, muchacha, será mejor que sepas algo de ese hombre. Escucha. Su primera esposa murió cuando él era un crío. La segunda no es hermosa, pero tiene mucho dinero. Le dio un hijo y siete hijas, y por esa perfidia, él la exilió, a ella y a sus hijas, a Lynton Court, su casa natal. Envía a su mayordomo con dinero para pagar a los sirvientes en la fiesta de San Miguel, una vez por año. Yo diría que es un bastardo frío y desagradable. Eso sí, es rico. Por lo menos, no vamos a tener que preocuparnos por la idea de que lo que busca es tu dinero.

La constante preocupación de Robert por los cazadores de fortunas hacía reír a Skye. Se inclinó y le acarició el cabello.

– Querido Robbie, eres un buen guardián, y te lo agradezco. Tú, Cecily y Willow sois mi familia. No tengo a nadie más. Te prometo que seré prudente en mis relaciones con lord Southwood, pero esto es una cena, nada más, no te preocupes.

– Voy a quedarme esta noche, Skye. Mejor será que haya un hombre en esta casa.

– Gracias, Robbie. Ahora voy a prepararme -dijo ella, y lo besó en la mejilla antes de salir corriendo escaleras arriba hacia sus habitaciones-. ¡Daisy! -llamó-. Haz que un sirviente me prepare el baño y tú búscame el vestido de terciopelo azul con la falda bordada con flores de oro.

Mientras el sirviente buscaba los baldes de agua caliente y los subía por las escaleras traseras de la cocina, Skye se sentó en su cómoda a revisar los collares. Se decidió por una doble hilera de perlas rosadas perfectamente iguales de la que colgaba un diamante en forma de lágrima de color rosado intenso. Era un regalo de Khalid. Ya no le dolía tanto pensar en él.

Los sirvientes salieron de la habitación y Skye se desvistió lentamente. Daisy recogía las prendas mientras Skye se levantaba el pelo con las horquillas de carey que había sobre la cómoda. No necesitaba lavárselo porque lo había hecho el día anterior con una mezcla de agua de lluvia y esencia de rosas. Caminó desnuda por la habitación y vertió un poco de esencia en el baño. Daisy desvió la mirada. No podía habituarse a la costumbre de su señora de bañarse tan a menudo, y menos todavía a su costumbre de bañarse desnuda, pero la señora le era simpática y por eso toleraba sus excentricidades.

Skye se rió entre dientes.

– Ya puedes abrir los ojos, Daisy. Estoy en la tina.

– Ah, señora, no creo que pueda acostumbrarme a esto.

– ¿Nunca te has mirado desnuda, Daisy? Las mujeres tienen cuerpos adorables. Los hombres nunca son tan hermosos.

– ¡Ay, señora! ¿Qué decís? ¡Mirarme! Si mi madre me hubiera descubierto haciendo algo así, me habría pegado hasta dejarme cubierta de moretones.

Skye sonrió y se preguntó por qué razón los ingleses, no, los europeos, se corrigió, tendrían tanto miedo de sus propios cuerpos. Luego se rió porque, aunque no lo recordaba, era evidente que ella también era europea. Pero no podía imaginarse así misma bañándose dos veces por año y, además, en ropa interior…

Cogió el jabón con esencia de rosas, hizo abundante espuma con él y se lavó la cara. Después enjabonó el resto de su cuerpo, lenta y meticulosamente, con una profunda sensación de sensualidad. «Dios -se dijo, mientras miraba cómo se le endurecían los pezones-, estoy viva de nuevo y quiero que me amen.» Se le enrojecieron las mejillas al pensar en la forma en que la había mirado Geoffrey esa tarde en el jardín.

Salió de la tina con rapidez, para no seguir pensando; tomó la toalla grande y tibia que le tendía Daisy y empezó a secarse.

– Tráeme un caftán de lana liviana -ordenó-. Es demasiado temprano para vestirse. Dormiré un rato. -Se puso el caftán pasándolo por la cabeza y agregó-: Deja la tina aquí hasta que me vaya. Quiero descansar. Te llamaré cuando te necesite. Ve a cenar. -La muchacha hizo una reverencia y salió.

Skye se tiró en la cama con una bata sobre el cuerpo. Geoffrey Southwood tenía hermosas piernas, pensó, y esos ojos verdes debían de haber destrozado más de un corazón. Ella era demasiado vulnerable para cenar con él. ¿Por qué había aceptado semejante invitación? Tal vez porque estaba sola. Tal vez porque Khalid había muerto hacía ya dos años y, de pronto, se había dado cuenta de que era una mujer, una mujer que hasta la muerte de su esposo había estado rodeada de amor. Tendría que ser prudente para no dar una impresión equivocada al conde de Lynmouth. Cayó en un sueño liviano y se despertó cuando Daisy le tocó el hombro.

– Ha venido el lacayo de lord Southwood, señora. Milord llegará dentro de media hora.

Skye se estiró.

– Búscame una jarra de agua de rosas, Daisy. ¿Está listo el vestido?

– Sí, señora.

Skye se lavó la cara, las manos y el cuello, y dejó el caftán en la cama. Daisy le alcanzó la ropa interior de seda sin mirarla y luego le ató el corsé con rapidez, alisando las enaguas. La última tenía cintas azules como la blusa de seda que iba a usar bajo el vestido. Skye se colocó las nuevas medias de seda tejida, celestes, con un pequeño diseño en plata que parecía una enredadera. Las ligas eran azules y estaban adornadas con un dibujo de rosas claras.

Daisy le colocó la falda inferior con mucho cuidado, pasándolo por la cabeza, y después la ató. Finalmente, el vestido de terciopelo azul profundo, con cortes que mostraban la blusa que se usaba debajo. Las mangas estaban abiertas y por debajo se veía una blusa de seda color crema. Skye se colocó los zapatos de raso y se puso de pie frente al espejo, con una sonrisa en los labios. Después pasó el collar de perlas por su cabeza y miró con fascinación cómo el diamante rosado anidaba en el valle profundo que tenía entre los senos. Sí, perfecto.

Daisy le presentó una bandeja llena de anillos, pero Skye seleccionó solamente una gran perla y la colocó sobre su mano derecha. Extendió las manos y le gustó el efecto simple que causaba ese anillo solitario. Tenía las manos muy hermosas, delgadas, con dedos largos y bien formados y uñas redondas y pintadas de rosa.

Miró de nuevo su imagen. «Estoy hermosa», pensó. Después rió con suavidad.

– Milord ha llegado, señora -advirtió Daisy-. Acaba de subir un lacayo a decírmelo.

– Que le diga que bajaré inmediatamente y que lo conduzca a la salita de recepción. Que Walter le sirva una copa de vino, por favor.

Daisy hizo una reverencia.

– Sí, señora.

Skye caminó con lentitud hasta la cómoda y buscó su perfume. Se lo puso en todos los sitios que tenían pulso, y mientras lo hacía, recordó a Yasmin. «Dios mío -pensó-, si hay un paraíso, que Yasmin no sea la hurí de Khalid. La perdono por la salud de su alma inmortal y de la mía, pero no podría tolerar pensar que está con él mientras yo estoy lejos.» Se le llenaron los ojos de lágrimas y buscó un pañuelo con bordes de puntilla. Después, preparó una sonrisa leve y bajó a recibir al conde de Lynmouth.

Geoffrey Lynmouth se había negado a sentarse y a tomar el vino. Miró con admiración no disimulada la forma en que Skye bajaba por las escaleras y le hacía una reverencia al llegar abajo.

– Buenas noches, lord Southwood.

Él miró con deseo los hermosos senos que parecían alzarse sobre la línea aparentemente modesta del escote.

– Buenas noches para vos, señora Goya del Fuentes. Espero que no os moleste, he ordenado que abrieran la puerta que une los dos jardines. No os importará caminar un rato al aire libre, supongo.

– No, por supuesto.

Él le ofreció el brazo y cruzaron la casa hasta el jardín. El aire era tibio y la noche estaba despejada.

La mano delgada del conde cubría la de ella y, mientras caminaban, él le dijo con voz tranquila:

– ¿Os dais cuenta de lo hermosa que sois? No hay una sola mujer en la corte que pueda haceros sombra.

– ¿Ni siquiera la reina? -bromeó ella.

– Su Majestad no puede compararse con nadie, querida. Nadie tiene derecho a estar al nivel de Isabel Tudor.

– ¡Bravo, señor conde! La réplica perfecta de un cortesano hábil -dijo ella, y sonrió, burlona.

– Es que yo soy el cortesano perfecto, Skye, porque para progresar hace falta contar con el favor de la reina.

– Vos tenéis un título, sois inteligente y tenéis dinero -dijo ella-. ¿Para qué queréis el favor de la reina?