La pregunta le gustó, porque demostraba que ella era inteligente. Y aunque parezca extraño, al conde le gustaban las mujeres inteligentes.

– Los Southwood nunca fueron importantes en la historia de Inglaterra, Skye. Nos ganamos nuestras tierras con Guillermo el Conquistador; y el título, con Ricardo Corazón de León en Tierra Santa. Ese Southwood, regresó de las Cruzadas y aconsejó a su familia quedarse en Devon y no combatir en otras tierras. Todos hemos seguido su consejo. Sin embargo, gracias a mis antecedentes de comerciante, parece que tengo más ambiciones que mis antepasados. La corte es el lugar idóneo para los hombres ambiciosos. La reina necesita hombres ambiciosos.

– ¿Y las mujeres ambiciosas, Geoffrey?

Él sonrió mientras caminaban hacia la puertecita que conducía a su jardín.

– ¿Cuáles son vuestras ambiciones, querida? Si buscáis un título, yo soy vuestro hombre -le dijo.

Ella lo ignoró, pero le siguió el juego.

– Acabo de formar una compañía de comercio con Robert Small como socio. Me ayudaría mucho conseguir el aval real. Si me echáis una mano en eso, os daré el dos por ciento de las ganancias.

El conde de Lynmouth estaba atónito.

– Por Dios, querida, ¡eso sí que es ambición! -Rió-. No estoy seguro de si me sorprende o me escandaliza lo que decís.

Skye estaba tan sorprendida como Southwood. ¿De dónde había sacado esa idea? ¿Cómo había hecho para reunir el valor necesario para expresarla en voz alta? Pero ya que lo había dicho, decidió seguir adelante.

– Y bien, milord -dijo con frialdad-, ¿qué me contestáis?

«Habla en serio», pensó Southwood, divertido. A todo esto habían llegado a su mansión y la escoltó por la escalera de entrada hasta una pequeña habitación con una hermosa ventana que daba al río y al jardín. Había una mesa iluminada por velas junto a ella.

– Beberemos un trago de vino -propuso él, sirviendo un Burgundy y alcanzándole una copa-. Bien, señora, ¿qué garantía tengo de que recibiré algo a cambio de mi inversión?

– El capitán Small fue socio de mi esposo en Argel. Kha… Diego lo financiaba y nuestro secretario, Jean Morlaix, llevaba las cuentas. Robert hacía todo el resto, y lo hacía muy bien. Fue socio de mi esposo durante diez años. Nada ha cambiado. El dinero de los Goya del Fuentes financiará las empresas. Jean Morlaix sigue en su puesto a pesar de la muerte de Diego. No necesito el aval de la reina, pero me sería de gran ayuda tenerlo. ¿Qué arriesgáis vos, milord? Ni dinero ni prestigio. Vos perdéis mucho dinero en juegos de azar. Si lo preferís, poned vos un precio a vuestra ayuda y lo pagaré gustosa. Y entonces, no arriesgaréis absolutamente nada -dijo Skye con un tono despectivo.

– Ah, maldita -rió él-, ¿queréis convencerme con un desafío? Sois una negociadora dura, según veo, pero veré qué puedo hacer. Después de todo, un dos por ciento de una próspera compañía mercantil no es algo que deba despreciarse.

Ella suspiró, aliviada, y tomó un trago de vino fingiendo indiferencia. La boca de él expresaba la forma en que se estaba divirtiendo, porque Geoffrey Southwood sabía apreciar una broma contra sí mismo mejor que muchos otros. No había duda de que Skye era un contrincante difícil, una diablesa. ¡Qué mujer! La idea de tenerla en su cama lo hacía estremecerse. Pero, por ahora, se comportaría como un caballero. Si se precipitaba con una mujer así, perdería la barca De Grenville y a la mujer misma.

Los sirvientes empezaron a servir la cena que se inició con una enorme fuente de plata llena de ostras. Skye abrió las ostras con gusto y se tragó media docena sin dudarlo; estaban deliciosas. Southwood comió el doble que ella. El plato siguiente era de mejillones en vino con salsa de mostaza y rodajas de lenguado de Dover sobre una capa de berro fresco, todo ello adornado con rodajas de limón importados del sur de Francia y pequeños camarones salteados con manteca. Skye comió poco, pero lo probó todo. El conde tenía razón, su cocinero era un genio.

Cuando los sirvientes retiraron el segundo plato, llegó el tercero. Tres costillas de ternera con salsa y un gran jamón rosado y tierno como contrapunto, con una fuente de codornices asadas, doradas y rellenas de fruta. Ensalada de lechuga fresca, trozos de venado cocinados en vino tinto y un pastel de conejo.

Skye hizo que uno de los lacayos le sirviera una codorniz, un poco de jamón, un pedazo del pastel y un plato de ensalada.

El conde, que comía con apetito, la miraba con aprobación.

– Me gustan las mujeres que disfrutan de la comida -sonrió con los ojos brillantes.

– Pero que cuidan la figura -agregó ella.

– Sí. Es mucho más agradable mirar a una mujer hermosa, querida.

– ¿Vuestra esposa es bella?

– ¿Mary? No mucho. Es demasiado baja, como una enanita española. El cabello descolorido, los ojos castaños, la piel áspera. ¿Y vuestro esposo? ¿Era buen mozo?

– Sí -dijo ella con suavidad-. Era muy buen mozo. Y sobre todo era bueno y cariñoso.

– ¿Hace cuántos años que sois viuda?

– Dos.

– Deberíais pensar en volver a casaros, Skye. Sois demasiado hermosa para quedaros sola.

– Conozco a muy poca gente aquí, milord. Y además, nadie podría reemplazar a mi esposo.

– Si no tenéis amigos en Inglaterra -le preguntó él-, ¿por qué no os quedasteis en Argel?

– El gobernador turco decidió que yo sería una buena esposa para él. Y como no quise casarme con él, tuve que irme. Ninguno de los amigos de mi esposo se hubiera atrevido a protegerme. No tenía refugio contra esa poderosa bestia, pero me aseguré de que no consiguiera nada de mi señor, ni su viuda ni su riqueza. Voy a trabajar con esa riqueza y a aumentarla. Mi pequeña Willow será muy rica cuando crezca.

Él le sonrió.

– Sois una muchacha ambiciosa, querida, y eso me gusta. La reina también es ambiciosa y yo no temo a este tipo de mujeres, a diferencia de la mayoría de hombres que conozco.

En ese momento traían el cuarto plato. Peras maduras cubiertas de merengue y cocidas para que quedaran doradas, barquillos y vino dulce. El conde se disculpó por la simpleza del postre. Como había solamente dos comensales, había sugerido a su cocinero que se moderara en los dulces.

Cuando terminó el postre, Skye se acomodó en su silla con los ojos color zafiro entrecerrados y sonrió. Southwood rió.

– Parecéis una gata bien alimentada.

– Y lo soy, lord Southwood. Debéis hacer que el cocinero me dé la receta del relleno de las codornices. Delicioso.

– Claro, señora. Pero venid, vamos. Caminaremos hasta el río por el jardín para ayudar la digestión.

La escoltó hacia el jardín después de cubrirla con su capa de terciopelo negro. La noche se había enfriado de pronto. La luna brillaba sobre el mundo y había empezado a subir una ligera niebla desde el Támesis. Caminaron en silencio. Vieron pasar una barca muy iluminada y oyeron risas sobre el agua. Un sonido parejo y firme de remos que se hundían y una sola antorcha anunciaron la llegada del barquero que ofrecía servicio de transporte a los que deseaban viajar por el río. Se quedaron un rato mirando el agua iluminada por la luna y luego Geoffrey dijo con suavidad:

– No quiero ofenderos, pero me gustaría besaros.

– Nadie me ha besado, excepto mi esposo -murmuró ella.

– Él ya no existe, querida -fue la respuesta. Y Geoffrey levantó la cara de Skye hacia él y le acarició la boca suave con sus labios tibios. La besó despacio, pero ella sentía que él hacía todo lo posible por dominar el deseo. La punta de la lengua del conde le lamía los bordes de la boca y la hacía temblar mientras sus deseos, dormidos durante tanto tiempo, se despertaban de nuevo. Él la sostenía con fuerza entre sus brazos y el perfume masculino de ese cuerpo asaltaba los sentidos de Skye. Empezó a relajarse. Él era grande y alto, como Khalid, y muy viril.

Luego, con tanta brusquedad como había empezado a besarla, Geoffrey Southwood la soltó y murmuró con voz suave:

– Voy a llevarte a casa, querida, porque si no, haré algo que me hará perder tu amistad. -Y sin decir ni una palabra más, la tomó del brazo y caminó con ella cruzando la puerta de la pared hacia la casa de los Goya del Fuentes.

Entraron en la biblioteca iluminada por la luna y ella lo miró directamente a los ojos y dijo con su voz firme y musical:

– Me gustaría que me besaras de nuevo, Geoffrey.

Una sonrisa rápida cruzó los labios de él, que se inclinó para volver a besarla.

Esta vez dejó que su pasión se expresara con mayor libertad y le abrió los labios con la presión de su boca. Pasó la lengua sobre sus dientes y luego acarició su lengua y su paladar con un movimiento seductor y febril.

Para sorpresa de Skye, ella también sentía pasión, una pasión poderosa que crecía en su interior. Su lengua se movió con habilidad para responder a la del conde y tembló de frío y calor al mismo tiempo. Las manos grandes de Southwood le acariciaron las mejillas y después él la besó de nuevo, esta vez con mucha ternura. Sus dedos le recorrieron el cuello y bajaron hasta el nacimiento de los senos. Ella gimió en voz muy baja.

– No, querida -dijo él con voz tranquila-. No hay honor en la idea de tomar a una mujer vulnerable, y tú eres muy vulnerable ahora. -Y desapareció a través de las puertas francesas. Skye se quedó sola.

Se quedó allí, de pie, rígida de asombro. Casi se había arrojado en brazos de ese hombre y si él no hubiera sido el caballero que era… Temblando, subió por las escaleras. Una vez en la seguridad de su habitación, se quedó un momento de pie, aferrando la capa de Geoffrey que todavía seguía sobre sus hombros. La capa olía a raíz de lirio de Florencia y ella hundió la cara en el cuello fragante, tratando de tranquilizar a su corazón.

– ¿Estáis bien, señora?

Skye casi da un salto.

– ¿Daisy? No deberías haberme esperado.

– ¿Y quién iba a ayudaros con vuestro vestido si puede saberse? -Daisy le sacó la capa a Skye-. ¿Es de lord Southwood? -Skye asintió-. ¡Ah, qué galante!

– Sí, es galante, Daisy -dijo Skye, como si lo lamentara.

Daisy siguió hablando mientras la ayudaba a desvestirse.

– Dicen que dejó muchos corazones rotos aquí y en Devon. Nobles y campesinas, todas aman al conde Ángel. -Miró con astucia las mejillas sonrojadas de su señora-. Dicen que es un gran amante y el Señor sabe que vos no tenéis que reservaros para ningún marido, señora.

– ¡Daisy, qué vergüenza! -Skye se apartó de sus pensamientos lo suficiente como para recordar la juventud de su damita de compañía-. Estás aprendiendo la moral de Londres demasiado deprisa. No me parece inteligente de tu parte. ¡Ten cuidado o te enviaré de vuelta a Devon!

– Ah, señora…, ¡si no he querido decir nada malo! Pero como es tan buen mozo, tan corpulento… -y siguió hablando mientras bajaba más y más la cabeza con una expresión tan obvia de amor que Skye tuvo que dominarse para no echarse a reír. Envió a Daisy a la cama y le aconsejó que pensara en el pecado.

Luego, a solas, se lavó la cara lentamente y se limpió los dientes. Se puso un camisón simple de seda malva y trepó a la cama. ¡Dios, cómo había respondido a los besos del conde! ¡Y él se había dado cuenta! Skye se puso a temblar. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Empezó a llorar suavemente, avergonzada de su pasión, avergonzada de su incapacidad de permanecer fiel al recuerdo de su amado esposo. Cuando finalmente se durmió, la suya fue una noche inquieta y agotadora.


Al día siguiente, mientras estaba sentada, con los ojos hinchados, bebiendo café turco, con Robert Small en la biblioteca, llegó un mensajero vestido con la librea verde y blanca del conde de Lynmouth. Hizo una reverencia y le entregó una caja rectangular de ébano con adornos exquisitos. El capitán levantó una ceja, como preguntando lo que pasaba, y Skye aceptó la caja y la abrió. Sobre el forro rojo de terciopelo yacía una única rosa perfecta de marfil con el tallo y las hojas talladas en oro verde. Debajo de la flor había una hoja de pergamino doblada que decía: «En recuerdo de una noche perfecta, Geoffrey.» Con las mejillas levemente coloreadas, Skye dijo suavemente:

– Dad mis más profundas gracias a lord Southwood. -El sirviente se inclinó y salió de la biblioteca.

– Ah -hizo notar el capitán cuando se quedaron solos de nuevo-, entonces lo de la cena salió bien. Cuando te he visto esta mañana, he creído lo contrario. Tal vez el regalo es una forma de disculpa…

– No tienes por qué preocuparte, Robert. -Le alcanzó la nota del conde.

Él la leyó y se la devolvió.

– Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan rara?

– Es que…, Robbie, él me preguntó si podía besarme…, ¡y le dejé!

– ¿Y te pareció horrible?

– No -se quejó ella-. No, Robbie, me gustó, eso es lo que anda mal. Es peor todavía. Quería que me hiciera el amor. ¿Cómo puedo desear eso? ¿Qué clase de mujer soy?