– No, Robbie -dijo ella con suavidad-. Es la moda. Dejemos el espejo, si es que puedes despegarte de él. -Él hizo un gesto de rabia fingida y ella le sacó la lengua.

– Voy a ver si está listo el carruaje, señora pava -bromeó Robert Small mientras salía a grandes zancadas de la habitación.

Skye se quedó inmóvil contemplando su imagen en el espejo. Su vestido de terciopelo negro era magnífico y sabía que con él eclipsaría a todas las demás mujeres de la mascarada. El escote cuadrado y bajo no llevaba puntillas. En lugar de eso, ofrecía una visión bastante atrevida del pálido nacimiento de los senos. Las mangas se partían a partir del codo, para mostrar la puntilla de la blusa que Skye llevaba debajo y que se repetía con su plata en los puños. La falda acampanada de terciopelo negro dejaba ver por debajo una segunda falda de brocado negro con lunas, estrellas y planetas bordados en plata, perlas y diamantes. Las medias de seda negra con adornos de hilo de plata y pequeños diamantes brillaban bajo las dos faldas al igual que los zapatos de seda negra, de tacones altos y puntiagudos.

El cabello, peinado con raya en medio, estaba recogido en un moño por encima del cuello. Esa moda francesa la distinguiría de las demás mujeres que todavía seguirían la moda del cabello recogido a los lados. Los adornos del cabello eran de perla y diamantes, y dibujaban estrellas y lunas en cuarto creciente sobre un cielo negro.

El collar era de diamantes azules y se había puesto también un magnífico brazalete a juego y pendientes de diamantes en formas de pera que colgaban de broches con perlas incrustadas. En los dedos de la mano izquierda, usaba anillos con una piedra, uno con un diamante, uno con un rubí en forma de corazón y el otro con un zafiro. En la mano derecha sólo había una perla irregular y una esmeralda cortada en forma de cuadrado.

Había destacado sus ojos con un ligero toque de azul, pero tenía las mejillas rojas de excitación y no necesitó polvo para colorearlas. El perfume que usaba era de rosas de Wren Court del verano anterior. Cecily se lo había enviado a Londres por Navidad. El espejo le decía que estaba perfecta y, por primera vez en muchos meses, se sentía confiada, a pesar de que, esa noche, cuando llegara a casa del conde, entraría en un mundo desconocido para ella.

– ¿Lista, muchacha?

Ella giró en redondo, levantó su máscara de plata y contestó con alegría:

– Lista, Robbie. -Él le colocó con cuidado una larga capa con bordes de marta sobre los hombros y bajaron por las escaleras hasta el carruaje que los esperaba-. ¡Qué tontería tener que usar esto cuando vivimos pared contra pared! -dijo Skye.

– No puedes caminar. Eso te impediría hacer una gran entrada, ¿no te parece? La hermosa y misteriosa señora Goya del Fuentes tiene que causar buena impresión en su presentación en la corte. Te garantizo que en la próxima media hora todos los nobles de la corte se atropellarán para conocerte.

– Ay, Robbie, pareces un padre celoso -suspiró ella.

El carruaje llegó enseguida a las puertas de la mansión de Lynmouth y rodó por el sendero a través de los jardines hacia el bien iluminado palacio. Al llegar a la puerta principal, Skye reparó por primera vez en la grandeza del edificio. El palacio de ladrillos rojo y oscuro tenía cuatro plantas y se alzaba sobre el río rodeado por hermosos jardines, primorosamente diseñados. Construido durante el reinado de Enrique VIII, tenía la ostentosa magnificencia llena de orgullo de ese monarca. Se lo consideraba un ejemplo prototípico de arquitectura Tudor. Los sirvientes, vestidos con los colores azul y oro de la familia Southwood, corrieron a abrir las portezuelas del carruaje y ayudaron a sus ocupantes a bajar. Skye tomó el brazo de Robbie y entró en el gran vestíbulo de mármol en el que otro sirviente se adelantó para tomar su capa. Había varias mujeres de pie, y cuando la vieron de cuerpo entero con aquel vestido, se escucharon expresiones de asombro. Las comisuras de los labios de Skye se curvaron un milímetro, pero, por lo demás, fingió total indiferencia. Pasó la mano sobre el brazo de Robert y empezaron a subir por la gran escalera.

– Bien hecho, muchacha -murmuró él en voz baja, y ella le guiñó un ojo con expresión traviesa. Llegaron al descansillo y se quedaron de pie en el gran arco del salón de baile, esperando, hasta que el mayordomo les preguntó:

– ¿Nombres, por favor?

– Sir Robert Small y señora Goya del Fuentes.

Las oscuras cejas de Skye se arquearon en un gesto de asombro. Sir Robert, por Dios. Robbie se las había arreglado para sorprenderla otra vez.

– Sir Robert Small y la señora Goya del Fuentes -anunció el mayordomo con voz potente y, de pronto, el salón quedó en silencio y los dos se enfrentaron a un mar de caras que los observaban con curiosidad. Lentamente, las dos figuras vestidas de negro descendieron por los anchos y cómodos escalones. Geoffrey Southwood, resplandeciente en su traje blanco y oro, se adelantó para tomar la mano de Skye y besarla. Ella sintió un delicioso cosquilleo en todo su brazo.

– ¡Diablos, señora, sois mucho más hermosa que cualquier otra en este salón! Buenas noches, sir Robert, veo que esta noche habéis decidido utilizar vuestro título.

– Lo hago para honrar vuestras fiestas, milord. Gracias por invitarme.

– ¿Puedo quitaros a Skye, sir?

– Por supuesto, milord. Veo a De Grenville al otro lado del salón y hace tiempo que quiero hablarle. -Robbie hizo una reverencia y se alejó, la espalda recta y orgullosa.

– El baile no empezará hasta que llegue la reina -dijo Southwood-. Ven conmigo y te enseñaré la casa.

– ¿Y tus huéspedes?

– Están todos muy ocupados comiendo, bebiendo e intercambiando chismes. Nadie notará mi ausencia. Además, si un solo hombre más te mira otra vez como te están mirando, soy capaz de retar a alguien a duelo. Vamos, señora, os quiero para mí solo. -Y sin darle tiempo a responder, la sacó del salón de baile por una puertecita-. La galería de las pinturas -dijo-, que contiene la colección completa de retratos de los Southwood.

– Suponía que los tendrías en Devon, no aquí -dijo ella.

– Los traigo cuando estoy allí. Estas pinturas familiares viajan entre Londres y Devon con tanta frecuencia como yo. Una de mis excentricidades. -Durante un momento caminaron en silencio y luego se detuvieron. Él dijo escuetamente-: Skye. -Y había tanto deseo en su voz que ella se estremeció.

Lo miró con timidez y se preguntó por el carácter de la intensa pasión que veía en esos ojos verdes. Puso las manos sobre el ancho pecho de Geoffrey, como para mantenerlo alejado.

– No digas nada, querida -rogó él, y le rozó los labios con la boca.

– ¡Geoffrey! -murmuró ella, casi acalenturada.

La boca de él recorría su rostro con lentitud, luego el cuello y el nacimiento de los senos hasta que su cabeza se hundió en el valle perfumado del pecho y ella sintió que el corazón le latía con fuerza bajo esa boca cariñosa.

– Deja que te ame, Skye. Dios mío, este deseo me duele, amor mío. -Permanecieron así, juntos, la figura negra y la dorada y blanca, sin moverse.

Se escuchó un ligero golpe en la puerta y Southwood se apartó inmediatamente.

– ¡Adelante! -ordenó.

La puerta se abrió de par en par.

– Milord, la barca de la reina está a pocos minutos de aquí -dijo el sirviente que había golpeado.

– Muy bien. -El sirviente se alejó-. Debo ir a dar la bienvenida a Su Majestad. Te llevaré con Robbie, amor mío. Después hablaremos.

Con Robbie a un lado y Richard Grenville al otro, Skye se unió a los demás huéspedes en el jardín, cerca del muelle, para recibir a la reina.

– Por Dios, sí que sois una visión suculenta -dijo De Grenville.

– Gracias, milord.

– Os estáis acercando mucho a Geoffrey, ¿eh? -hizo notar el noble-. Por la forma en que se comportó con vos en la hostería, creí que no volveríais a dirigirle la palabra.

– Geoffrey se disculpó muy galantemente por su comportamiento, milord De Grenville.

– Supongo que no ignoráis que está casado -le presionó De Grenville.

– Vamos, milord, ¿qué es lo que estáis tratando de decirme? Sed claro -le rogó Skye con toda firmeza.

De Grenville se acobardó. No hubiera sido muy caballeroso contarle a una dama lo de la apuesta.

– Solamente quiero impedir que os hieran, señora, y Geoff es un hombre que suele herir a las mujeres. Por lo menos, eso es lo que dicen -explicó con tono inocente.

– Sois muy considerado, milord -agradeció con frialdad.

Él cambió de tema para no meter la pata.

– Ah. ¡La joven Bess! Mirad, mi querida Skye, ahí viene la reina.

Los tres miraron hacía el río, a través del mar de huéspedes disfrazados. La barca de la reina ya había atracado y el conde de Lynmouth estaba ayudando a desembarcar a su huésped real. Durante un momento, Isabel se quedó de pie, mirando a sus súbditos. Después, todos la vitorearon. La joven reina tenía apenas veintisiete años y aún desde lejos, Skye se dio cuenta de que era muy hermosa. Alta para ser mujer y dueña de una delgadez un poco angulosa. Como Skye, se había arreglado el cabello a contracorriente de la moda. Lo había peinado con raya en medio para que le cayera en largas y rojizas ondulaciones sobre la espalda. Iba engalanada con varios collares de perlas. Había decidido representar a la Primavera y su vestido era de brocado verde claro, con incrustaciones de oro y diamantes. Sus largos y aristocráticos dedos brillaban llenos de anillos y sus ojos almendrados refulgían como joyas. Sonreía con alegría.

Lord Southwood llevó a su huésped de honor hacia el salón de baile a través del jardín, pasando entre los alineados cortesanos inclinados. El salón, como la galería, tenía todo el largo de la casa. La reina se acomodó en un pequeño trono sobre un estrado y los huéspedes se le acercaron uno por uno a rendirle honores. Southwood estaba de pie junto al trono.

Escoltado por Robbie y De Grenville, Skye subió al estrado para saludar a la reina.

– ¡De Grenville, amigo! Es un placer veros -sonrió Isabel-. No sabía que hubierais llegado. Creía que aún estabais en Devon.

– He venido sólo para esta noche, Majestad -dijo De Grenville, mientras le besaba la mano-. ¿Cómo iba a perderme la fiesta de Southwood? ¿Y la oportunidad de echarle una mirada a la mujer más bella de Inglaterra?

Isabel se sonrojó.

– ¿A quién vais a presentarme, Dickon?

– Primero, Majestad, a un viejo amigo y vecino de Devon. Robert Small, capitán de la Nadadora.

Robert Small se arrodilló y besó la mano de la reina.

– Señora -empezó a decir, pero sus ojos se llenaron de lágrimas y no pudo terminar la frase.

– Por Dios, sir, me honráis… -agradeció Isabel con amabilidad.

– Toda Inglaterra da las gracias a Dios por Vuestra Majestad -pudo decir Robert Small, un poco más tranquilo.

– Toda Inglaterra debería loar a Dios por hombres valerosos como vos, sir Robert -replicó la reina-. Vosotros sois nuestro futuro. -Y luego, los ojos negros de la reina se posaron en Skye.

– La señora Goya del Fuentes, Majestad -dijo Geoffrey, situado a la derecha de la reina.

Skye hizo una elegante reverencia.

– ¿La dama de Argel?

– Sí, Majestad -contestó Skye, con los ojos bajos.

– Creo que vuestro esposo era mercader allí, y muy importante.

– Sí, Majestad -admitió Skye, y levantó la vista para mirar directamente a la reina.

– ¿Vos y sir Robert sois socios? ¿Un poco extraño en una mujer, no os parece?

– Tanto como ser reina por su propio derecho, Majestad. Pero nunca he pensado que ser mujer significara que una debía ser estúpida. Ciertamente, Su Majestad prueba que eso no es cierto. -Los ojos azules mantuvieron la mirada dura de los ojos negros de la reina.

Isabel Tudor fijó su mirada en Skye, para estudiarla. Después, rió.

– Deseáis mi aval, lo sé -dijo-. Hablaremos de eso muy pronto. -Luego, se volvió hacia el conde y le dijo-: Me arden los pies de tanto esperar, milord. ¿Bailamos?

Finalizada la audiencia, Skye hizo otra reverencia y se alejó cogida del brazo de sus dos galanes, con las faldas un poco levantadas.

– Dios mío -dijo De Grenville, con admiración-. Le habéis gustado a la reina. Y las mujeres no suelen gustarle, Skye. ¿Qué es eso de un aval?

– Robbie y yo hemos formado nuestra propia compañía mercante, milord, y lord Southwood nos está ayudando a conseguir el aval real.

«¡Demonio de hombre! -pensó De Grenville-. O sea que fue así como se la ganó. Tengo que pensar algo o perderé mi barca.» Estaba a punto de pedirle a Skye que bailara con él cuando Southwood, que había abierto el baile con la reina, se les acercó y se llevó a la dama. Skye, con los ojos brillantes le dio la mano y se alejaron girando por la pista mientras Robert Small y De Grenville se acercaban a la puerta.