– Southwood parece bastante entusiasmado con ella, Robbie -murmuró De Grenville, pensativo.

– Sí -replicó el capitán-, y lamento decir que ella no le va a la zaga.

– Lord y lady Burke -anunció el mayordomo.

– ¿Quiénes son, Dickson? -preguntó Robbie.

– Vecinos de Southwood, pero de la parte de la ciudad. Él es algo así como el heredero de un jefe irlandés. Supongo que Geoffrey se ha visto obligado a invitarlos.

El conde pasó el brazo alrededor de la cintura de Skye mientras bailaban una intrincada figura.

– Si uno solo más de esos malditos te mira con esos ojos -murmuró el conde entre dientes-, voy a apelar a mi espada.

Ella rió con su risa burbujeante, suave, cálida.

– Vamos, Geoffrey -bromeó-, no me digas que estás celoso.

– Claro que estoy celoso, y te aseguro que pienso hablar de esto contigo más tarde. -Skye rió, encantada.

Estaba pasándolo muy bien. Era el mejor momento de su vida. El conde, buen mozo, envidiado, era atento con ella, sorprendentemente atento, y no había un solo hombre allí que no la hubiera mirado con admiración. Bailó toda la noche, comió rodeada de media docena de caballeros además de De Grenville y Robbie, y bebió vino dulce, apenas lo suficiente para achisparse un poco. A medianoche, todos se quitaron las máscaras y gritaron de asombro, aunque la mayoría ya había identificado a sus amigos, tras los antifaces adornados.


Al otro lado del salón, Niall Burke miraba atónito, rígido de sorpresa, a la hermosa mujer vestida de terciopelo negro y llena de diamantes que reía con el conde de Lynmouth. ¡Era imposible! ¡Imposible! ¡Skye había muerto! Todos le habían asegurado que estaba muerta y se lo habían asegurado tantas veces y con tan buenas explicaciones que él había tenido que aceptarlo.

– Dios mío -oyó decir al hombre que estaba a su lado-. Southwood siempre ha tenido suerte. Si la señora Goya del Fuentes no es su amante, lo será muy pronto, a juzgar cómo se miran.

– Vivió en el Este -dijo otro hombre-, y supongo que ha aprendido algunas cosas que saben las chicas de los harenes. Dios, me pregunto…

– No seas estúpido, Hugh. Southwood ya la ha separado para él. Es como si le hubiera puesto su marca. Si te encuentra merodeándola te matará sin pensarlo dos veces.

Los dos hombres se alejaron, dejando a Niall Burke con sus pensamientos y su confusión. ¿Cómo podían parecerse tanto dos mujeres? Tenía que conocer a esa señora Goya del Fuentes, pero ¿quién diablos podía presentársela?

– ¿Bailarás conmigo, Niall?

– ¿Qué? ¡Ah, Constancita, amor mío! ¿Qué…?

Constanza rió, moviendo su cabeza llena de rizos de oro.

– ¿Cómo se puede estar en Babia en esta fiesta de ensueño? -le preguntó.

– Lo lamento, querida, estaba admirando a esa dama del vestido negro. Creo conocerla.

– ¿La señora Goya del Fuentes? Tal vez la conoces. El marido era español, pero ella es irlandesa.

Niall pensó que iba a descomponerse, pero controló sus emociones con todas sus fuerzas.

– ¿Cómo lo sabes, Constanza?

– Vive en la casa contigua a la del conde, la última de la calle. Nuestro barquero y el suyo son hermanos. Los barqueros y las sirvientas siempre se están contando chismes, ya sabes, y yo oigo algunas cosas. Dicen que el conde está loco por ella.

– Una dama no debe prestar atención a los chismes de los criados -la cortó él con severidad-. Quiero irme a casa.

Ella se sintió herida y protestó.

– Pero si apenas es medianoche. Hasta la reina está aquí todavía. No es de buena educación marcharse antes que la reina.

– No me encuentro bien, Constanza -dijo Niall con severidad-. Quiero irme.

Ella se preocupó enseguida y le puso una mano en la frente.

– Sí, tienes la frente tibia, amor mío. Le presentaremos nuestras disculpas a lord Southwood, pero mejor digamos que yo soy la que está enferma. Es algo que se acepta con mayor facilidad.

Se acercaron al conde de Lynmouth cruzando el salón. El conde estaba mirando a Skye, con el brazo cubierto de terciopelo blanco sobre los hombros negros de ella. Formaban una pareja extraordinariamente hermosa. Southwood sonrió cuando se le acercaron.

– Milord Burke, espero que vos y vuestra bella esposa lo estéis pasando bien. -Geoffrey sonrió con elegancia-. Permitidme presentaros a mi vecina, la señora Goya del Fuentes. Skye, querida, lord y lady Burke viven en la casa contigua a la mía.

– ¿Y que también construyó tu abuelo para una belle amie? -bromeó Skye.

El conde rió. Estaba tan absorto en los gestos de Skye que no notó la mirada atónita de Niall Burke. ¡Era la misma voz! ¡La misma voz! El mismo nombre y la misma voz.

– Lord y lady Burke. Encantada de conocerles -dijo ella, y miró a Niall sin dar muestra de reconocerlo. Su voz era solamente amable, educada.

Niall Burke pensó que iba a volverse loco. Controló su miedo y su angustia, y dijo:

– Espero que nos perdonéis, milord, si nos vamos temprano. Constanza se queja de uno de sus violentos dolores de cabeza.

– Lo lamento -dijo el conde, con expresión preocupada, como buen cortesano que era.

– ¿Habéis intentado usar una infusión de corteza de hamamelis en agua tibia y colocárosla con un paño de lino sobre la frente, lady Burke?

– Muchas gracias, señora Goya del Fuentes, no había oído hablar de ese remedio. Voy a probarlo -dijo Constanza. Sintió el tirón de la mano de Niall en su brazo, un tirón cada vez más insistente, y finalmente hizo una reverencia y los dos se volvieron para marcharse.

– ¡Qué hombre tan raro! -exclamó Skye, mirando las espaldas de los Burke-. Me miraba de una forma tan especial…

Geoffrey rió.

– Me pregunto por qué. ¿Tal vez porque eres la mujer más hermosa del baile? -Bajó la voz-. Cariño, ya sabes lo que quiero decir.

– Sí -replicó ella con suavidad, las mejillas coloreadas.

– Si voy por ti esta noche, amor mío…

– Sé que me estoy portando como una virgen tímida -le contestó ella-, pero es que nunca he hecho el amor con nadie excepto con mi señor. No sé si me atreveré a hacerlo, Geoffrey. Te deseo, pero tengo miedo. ¿No lo entiendes?

– Cuando se vaya la reina -le dijo él con voz muy calmada-, ve a tu casa y espérame. Hablaremos, Skye. Te amo y lo que hay entre nosotros tiene que resolverse de alguna forma. Estás de acuerdo, ¿verdad?

Ella asintió, los ojos enormes y cada vez más azules. Él sonrió para darle confianza y el miedo que ella sentía se disolvió en un brillo rápido y cálido. ¡Él la amaba! ¡Lo había dicho con todas las letras!

Pero el vuelo veloz de sus pensamientos se interrumpió de pronto con la llegada de De Grenville.

– La reina quiere hablar con vos, señora Skye. Permitidme que os escolte -le ofreció.

– Te escoltaremos los dos, amor mío -dijo el conde con firmeza.

Cuando llegaron ante el trono de Isabel, la reina ordenó a un criado que trajera un banquillo para Skye. Después, hizo un gesto a los dos galanes para que se retiraran. Dar esas órdenes no le habían obligado a abrir la boca ni una sola vez.

– Sois popular entre los caballeros -comentó, cuando los dos hombres se hubieron retirado.

Skye rió.

– Milord De Grenville es un viejo amigo de mi socio, sir Robert Small. Como Robbie, siente que es su deber protegerme.

– ¿Y ese pillo, Southwood?

– El conde…, bueno, él no es exactamente mi… protector -dudó Skye, e Isabel rió, los ojos grises llenos de luz.

– Una frase con doble sentido, señora -rió entre dientes-. Una mujer de ingenio, ya veo. Eso me gusta. Contadme algo de vos misma. ¿Cómo llegasteis a asociaros con Robert Small?

– Hay muy poco que contar de mí, Majestad. Soy irlandesa, por lo menos eso es lo que aseguran. Cuando era muy pequeña, me dejaron en un convento de Argel y no sé nada de mis padres. Hace muchos años me casé con un rico mercader español de esa ciudad. Robert Small era su socio. Cuando mi señor murió, hace dos años, tuve que huir de Argel porque el gobernador turco quería llevarme a su harén. Robbie me rescató y el secretario francés de mi esposo, Jean Marlaix, y su esposa Marie abandonaron la ciudad conmigo. Ella y yo estábamos embarazadas cuando huimos. Mi hija nació aquí, en Inglaterra, y doy gracias a Dios por eso.

– ¿Así que llegasteis aquí como una viuda pobre y Robert Small os protegió?

– ¿Pobre? ¡No, Majestad! Según la ley musulmana dispuse de un mes para llorar a mi esposo, y durante ese mes hice que vendieran todas las propiedades y bienes de mi esposo y que depositaran el dinero en Inglaterra. ¡No, Majestad! Mi hija y yo no somos pobres en absoluto.

– Vaya, señora, sois fría y astuta. Eso me gusta. Sí. ¿Y habéis creado una compañía con Robert Small? ¡Bien hecho! Me gustan las mujeres inteligentes, las que usan el cerebro y no solamente el cuerpo. ¿Habéis recibido una buena educación? Supongo que sí.

– Sí, Majestad. Hablo y leo inglés, francés, italiano, español y latín. Escribo bien y soy buena con los números.

– Muy bien, señora. Estoy impresionada con lo que veo y oigo. Cecil arreglará una entrevista para vos y sir Robert. Hablaremos. Tal vez os conceda mi aval.

Skye se levantó e hizo una ostentosa reverencia.

– Majestad, os estoy muy agradecida.

Isabel se puso en pie. Instantáneamente, apareció el conde de Lynmouth a su lado.

– Southwood, estoy cansada. Han sido unos días de fiestas continuas. Escoltadme hasta mi barca.

La reina y su escolta se movieron entre las hileras de hombres y mujeres inclinados que iban abriendo un sendero de honor para ellos. Robert y De Grenville volvieron a apoderarse de Skye.

– ¿Te quedas, Skye, muchacha?

– No, Robbie, estoy cansada. Ya le he dado las buenas noches a Geoffrey. Por favor, acompáñame al carruaje. Pero quédate si quieres.

– No, me voy también. Tengo ganas de beber un buen trago y acostarme con una moza cálida y bien dispuesta. En serio. Esta atmósfera es demasiado extraña para mí. De Grenville, ¿venís conmigo?

– Sí -fue la sonriente respuesta.

– Entonces, llevaos mi carruaje -ofreció Skye.

– Gracias, muchacha, eres muy generosa.


La dejaron a salvo en su propia casa y se fueron en el carruaje. Skye le alcanzó su capa a Walters, el mayordomo.

– Cierra -dijo ella-. El capitán Small no volverá esta noche.

– Sí, señora.

Skye se apresuró a subir las escaleras hasta sus habitaciones, donde la esperaba Daisy.

– Ah, señora, ¿la habéis visto? ¿Habéis visto a la joven Bess? Hemos visto la barca desde la terraza.

– Sí, Daisy, la he visto y hemos hablado un par de veces esta noche. La veré de nuevo muy pronto.

Los ojos de Daisy estaban redondos de excitación.

– ¿Es hermosa, señora?

– Sí, Daisy, es muy guapa, con una piel clara y suave, y cabello rojizo, y los ojos grises y brillantes.

– ¡Ah, señora! ¡Cuando le diga a mi madre en Devon que vi la barca de la reina y que mi señora habló con ella! ¡Se sentirá tan orgullosa!

Skye sonrió.

– Mañana te diré lo que llevaba puesto. Pero ahora ayúdame a desvestirme, que estoy cansada.

Daisy desató el vestido de su señora y la ayudó a desvestirse. El disfraz de terciopelo negro terminó cepillado y colgado en el armario. Daisy reunió todas las prendas íntimas de seda para pasarlas a la lavandería. Luego Skye se colocó un vestido simple de seda rosada con escote en forma de V, muy profundo y asegurado con botoncitos de perla; de mangas anchas y flotantes y falda suelta alrededor del cuerpo.

Daisy le trajo una vasija de agua de rosas y Skye se lavó la cara y las manos y se limpió los dientes.

– ¿Os cepillo el cabello?

– No, gracias Daisy. Yo lo haré. Es muy tarde. Vete a la cama.

Daisy hizo una reverencia.

– Entonces, buenas noches, señora.

– Buenas noches, Daisy.

La puerta se cerró detrás de la muchacha y Skye se sentó frente a la cómoda. Lentamente, se quitó los adornos de diamantes y perlas y los broches de oro y ámbar del cabello. El cabello cayó alrededor de su rostro como una nube de tormenta. Tomó el cepillo y se cepilló con fuerza, preguntándose si Geoffrey vendría a verla y si ella deseaba realmente que viniera. ¿Y qué pasaría si venía?

Rió. ¿Qué pasaría? Se convertiría en su amante, claro está. Frunció el ceño. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Ser la amante de un noble? ¡Maldita sea! Ardía de deseos de recibir las caricias de un hombre, de sentir la dureza del cuerpo de un hombre en el suyo. ¿No podía mantener una relación breve y secreta y lograr que todo terminara en eso? Seguramente, él comprendería que ella quisiera que lo que había entre ellos permaneciera en secreto. Si no era eso lo que Geoffrey buscaba, se negaría a mantener una relación amorosa con él.

El sonido de algo que repiqueteaba la ventana le arrancó de sus pensamientos. Corrió a la ventana y miró hacia fuera y luego saltó hacia atrás. ¡Alguien lanzaba piedrecitas a su ventana! Rió y abrió los postigos de plomo de par en par.