Allí abajo estaba el conde de Lynmouth, todavía con su traje blanco y oro, sonriéndole con pasión.

– Voy a subir, Skye -murmuró, apenas lo suficientemente alto como para que ella lo oyera-. Deja la ventana abierta.

– Pero ¿cómo…? -empezó ella, y después contuvo la respiración al ver que él se agarraba al tronco de una gran enredadera que crecía sobre el muro de la casa, y empezaba a trepar. Ella lo miraba con el corazón en la boca, pero él pronto estuvo en el alféizar.

– Buenas noches, cariño -saludó con voz más tranquila, mientras daba un ligero salto para entrar en la habitación. En un solo movimiento, cerró la ventana tras él y la tomó entre sus brazos-. ¡Skye! -dijo, y tenía la voz ronca de emoción. Le pasó las manos por el cabello y los ojos verdiazules de Skye se abrieron con pasión y ella sintió que se ahogaba. No podía hablar-. ¡Mi dulce, dulce Skye! -murmuró él, y después, le dio un beso completo y posesivo. La besó profunda, apasionadamente, y el beso vibró en el cuerpo de ella. Skye sentía que la atravesaban olas de pasión y delicia, una tras otra, mientras él le abría dulcemente los labios con los suyos y le hundía la lengua en la boca sin reservas, acariciándole la suya con pasión-. ¡Skye! ¡Oh, Skye! -murmuraba el conde contra el cuello suave de ella, y en ese momento, cedieron en ella las últimas defensas. Tembló de alegría.

Los dedos de Geoffrey le desabrocharon los botones de perlas que sostenían la gran V en su sitio. Un brazo la sostuvo con fuerza por la cintura. La otra mano buscó un seno perfecto y firme, lo tomó, lo acarició y, luego, la boca buscó la flor cerrada y fuerte del pezón. La boca cercó a su tembloroso prisionero y la lengua empezó a rodearlo con habilidad hasta que ella sintió que ya no podía tolerarlo más y gimió una dulce protesta. Él levantó entonces a su tesoro y lo llevó hasta la cama. Allí siguió con su jugueteo erótico, esta vez con el otro seno.

El cuerpo de ella ya no podía defenderse de la pasión que él encendía, pero la mente de Skye se resistía a la idea de la seducción. Desesperada, trató de detenerlo, aunque le costó mucho encontrar su voz.

– ¡Geoffrey, no! ¡No, por favor! -Durante un momento, él no la oyó y ella volvió a decirlo, como un grito en voz baja, y esta vez, lo tomó por el cabello para apartarlo de sí-. ¡Geoffrey, Geoffrey, por favor!

Lentamente, sin ganas, él separó los labios de la cálida suavidad de los senos. Su mirada era turbia y ansiosa.

– Dime, Skye -le dijo en voz baja-. Dime.

Ella lo miró, indefensa, como si todas las razones lógicas que había detrás de sus palabras se hubieran borrado de su mente. Los ojos de ambos se encontraron, y él dijo:

– Temes esto porque siempre has sido una mujer virtuosa. Eso lo entiendo. No puedo decir que no estoy casado. Si pudiera deshacerme de mi esposa, lo haría porque te amo, y siento que debajo de esta viuda respetable hay una mujercita sensual que me desea tanto como yo a ella. -Skye se sonrojó-. ¿Qué tiene de malo que nos demos placer el uno al otro? -Ella suspiró mientras seguía intentando encontrar palabras. Él era tan persuasivo… Después, Geoffrey Southwood estiró una mano, tomó la de Skye y la llevó hasta su miembro. Entre los dedos, Skye sintió la dureza y el latido de esa parte del cuerpo de él.

– ¡Geoffrey!

– No pienso rogarte, Skye. -Él tenía un arma para dominarla, pero, por alguna razón, no quería usarla. Quería ganársela por las buenas, porque sólo entonces la victoria sería realmente dulce. «¡La amo! -pensó radiante-. Ah, mi amor, déjame tomarte.» Y como si ella hubiera escuchado ese ruego silencioso, dijo:

– ¡Oh, Geoffrey!, sí, sí… ¡Sí!

Él la levantó sobre la cama y le quitó el vestido con suavidad. Para su sorpresa y su delicia, ella se estiró y le desabrochó la camisa con dedos temblorosos. Después, entre los dos, se deshicieron de los pantalones y la ropa interior del conde y cayeron sobre la cama otra vez. Él quería tomarla inmediatamente, sin perder un instante, sin esperar, pero se dominó con mucho esfuerzo. No quería precipitarse. Y si ella se dejaba hacer más tarde, si se rendía, la espera habría valido la pena.

Ella estaba quieta, se comportaba con timidez, parecía un poco asustada y un poco confundida, como una virgen. El conde se colocó en la parte posterior de la cama y le cogió el pie derecho y empezó a besarlo, ascendiendo por él con su boca, besando cada dedo, la planta y luego el tobillo. Los labios se movieron con lentitud por la pantorrilla y la sedosa pierna. Luego hizo lo mismo con el pie y la pierna izquierdos.

Después la besó de nuevo en los labios y abandonó su jadeante boca para ir en busca de la calidez de los senos. Las manos la sostuvieron con fuerza por las caderas y le besó el vientre. La lengua se introdujo una vez en el ombligo y luego se deslizó hacia abajo, buscando el corazón de la feminidad. Lentamente, le abrió los labios que hay entre las piernas. Pero lo que había allí estaba casi abierto ya y la flor rojo coral estaba húmeda y palpitante de deseo. Él inclinó la cabeza y la besó, y probó ese gusto salado y dulce al mismo tiempo. Ella jadeó, asustada y sorprendida, acarició con los dedos el cabello rubio de él y arqueó su cuerpo para buscar la boca de su amado.

Él sonrió de placer, levantó la cabeza y dijo con voz calma:

– Todavía no, querida. Es demasiado pronto.

– Por favor -rogó ella. Su excitación era tan grande que sentía que moriría si no la satisfacía de algún modo.

– Todavía no, Skye. Te enseñaré a disfrutar de la anticipación, a prolongar el placer. -La puso boca abajo con suavidad y ella sintió que le lamía la espalda, los hombros, las nalgas, las piernas. Lenta, rítmicamente, esa lengua masculina le acarició la suave piel y la fiebre del deseo aumentó en ella. Tenía los brazos sobre la cabeza y clavó las uñas en las sábanas, arañando con fuerza el colchón. Después, de pronto, él se tendió sobre ella y le acarició los bordes de las nalgas con el miembro erecto y grande.

Ahora ella estaba luchando contra él. Lo tomó por sorpresa, se lo sacó de encima y se volvió para mirar su rostro.

– ¡Bastardo! -dijo con los dientes apretados-. No eres un ángel, eres un diablo. ¡Basta!

Él rió, la sujetó a la cama y la besó hasta que ella ya no pudo respirar. Después le levantó las piernas, las pasó por encima de sus hombros y hundió la cabeza entre ellas. Buscó la miel con su lengua y la lamió con fuerza hasta que ella se dobló en dos y la boca forzó el clímax.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -gritó ella, llorando de frustración, porque todavía no estaba satisfecha.

– ¡Mírame, mi perrita caliente!

Ella cerró los ojos con más fuerza todavía.

– ¡No!

– ¡Mírame, Skye!

Ella oyó el tono cruel y firme de la voz de él y abrió los ojos color zafiro. Miró con ellos los ojos verdes de él.

– Estoy enamorado de ti, perra, y no quiero tomarte como a una puta. -Frotó el miembro grande, lleno de venas azules, contra el vientre de ella-. Esto es lo que querías, ¿eh?

– ¡Sí!

– Ya lo tendrás. A su tiempo, Skye. En realidad, pienso dártelo…, ahora. -Le separó las piernas-. Todo, amor mío. -Y entonces, se hundió en ella, disfrutando de la pasión y la mirada incrédula que veía en sus ojos azules.

Era un miembro grande y la colmó, empujando hacia arriba hasta casi tocar el útero mientras movía el pene con habilidad, retrocediendo hasta casi sacarlo y volviendo a hundirlo. Durante un momento, Skye pensó que iba a morir partida en dos, pero su cuerpo se abrió para recibirlo y casi lo devoró con su hambre desesperada. Le aferró la espalda con las uñas y él la agarró por los brazos y se los subió por encima de la cabeza para sujetarla. Ella le mordió el hombro hasta hacerle sangrar y después lamió la herida. Él le dio una bofetada leve, maldiciendo la agudeza de los pequeños dientes blancos.

El placer y el dolor se mezclaron dentro de ella. Había conocido el amor, pero nunca esa pasión. Y la pasión la consumía sin dejar espacio para ninguna otra cosa. Él la guiaba más y más arriba y ella escaló cima tras cima, pensando que era imposible llegar más allá y a la vez siguiente yendo todavía más lejos. Tras sus párpados cerrados, el mundo estalló en un arco iris de vidrios rotos. Sintió las contracciones del orgasmo con tanta intensidad que pensó que iba a morir. Una y otra y otra vez su cuerpo se estremeció de arriba abajo con la fuerza de la pasión.

Él se había unido a ella en el éxtasis, clímax tras clímax, y luego, lentamente, recuperó el sentido y se las arregló para separar los cuerpos. Durante un momento, no pudo hacer otra cosa que mirarla con los ojos muy abiertos. Ella estaba pálida y casi no respiraba. Él se sentó y la abrazó con dulzura. Skye estaba fría y él quería calentarla. Ninguna mujer lo había llevado tan lejos. Ninguna mujer le había dado tanta satisfacción y ninguna mujer se le había entregado tan enteramente.

Sí, la amaba. Y De Grenville podía quedarse con su maldita barca. No pensaba poner en peligro su amor por una estúpida apuesta. ¿Por qué la habría hecho? Si Dickon se atrevía a decir una sola palabra sobre esa estupidez, lo mataría.

Ella se movía entre sus brazos y, lentamente, abrió los hermosos ojos color turquesa. Buscó desesperadamente en el rostro de él una señal de confianza, de seguridad. Él le ordenó el cabello revuelto, lo apartó de la pálida frente y dijo:

– No me dejes nunca, Skye.

– No, Geoffrey.


Para Geoffrey Southwood, ése era el primer amor desde que muriera su hermosa madre en un intento vano de dar a luz, cuando Geoffrey era muy joven y ella también. Único hijo varón, Geoffrey había nacido diez meses después de contraer matrimonio sus padres. Después su madre había dado a luz a una niña, su única hija, Catherine, que ahora estaba casada y vivía en Cornwall. Muerta su madre, su madrastra le había dado a su padre dos hijas más, una de las cuales estaba casada con un barón de Worcestershire y la otra, con un escudero muy rico de Devon. La madrastra había muerto, junto al niño, durante el tercer parto. Su padre no había vuelto a casarse.

Estaba orgulloso de Geoffrey, pero había prohibido que lo trataran con «blandura», como lo llamaba. A los siete años, lo había enviado a casa del conde de Shrewsbury, como Geoffrey había hecho ahora con su propio hijo. Allí había vivido con media docena de jóvenes nobles, aprendiendo los modales de la corte, moral, política y cómo ser un gran señor inglés. Pero en esa vida no había lugar para el amor. Pasaron tres años hasta que volvió a ver su hogar, y sólo por un mes, en una corta visita. En su casa sólo quedaba su hermana menor, Elizabeth. Las otras dos se habían marchado a otras casas nobles a aprender el arte de ser esposas y madres de miembros de la nobleza. Aunque Beth admiraba a ese niño de diez años, buen mozo y muy educado, el joven Geoffrey estaba demasiado entusiasmado con su propia importancia como para prestarle demasiada atención.

Al año siguiente, cuando volvió durante otro mes, Beth se había ido. Un año después, tenía ya doce años y se casó con la joven heredera que después significó tan poco para él y cuya muerte lo convirtió en un adolescente rico, sin necesidad de recibir la herencia de su padre. Su madre y su madrastra habían muerto. Casi no conocía a sus hermanas, su padre había intentado que no hubiera muestras de afecto entre los miembros de la familia y la esposa de su hijo, un ratoncito sin imaginación que no había sido nunca importante para él. Por eso no era tan sorprendente que se enamorara, con una inocencia extraordinaria en un hombre de mundo como él, de esta mujer misteriosa y bella que yacía ahora a su lado y que le había dado más que cualquier otra persona en toda su vida.

Pasó un brazo alrededor del cuerpo de Skye y ella se le acercó mientras volvía a poner en orden sus pensamientos. Su amado Khalid le había dado alegría, pero tenía que admitir que nunca había conocido una pasión como ésta. Le daba miedo, pero era magnífica. Era como si sus cuerpos hubieran sido creados el uno para el otro.

Que Geoffrey deseaba más que una noche de amor con ella había sido evidente desde el principio. Decía que la amaba y ella estaba empezando a creerle. Skye no era tan tonta. Sabía que era una extranjera en un país extraño, un país completamente distinto de Argel y sus costumbres. Cuando Robbie se fuera, y eso sería pronto, no contaría con ningún protector. Tenía que manejar los negocios desde Londres, no desde Devon, y para quedarse en la ciudad necesitaría un protector.

Tenía que casarse de nuevo, pero después de Khalid el Bey, ¿quién le convendría? Era demasiado exótica y demasiado noble, según creía, para casarse con un mercader londinense. Por otra parte, no tenía suficientes títulos para poder aspirar a un matrimonio con un noble.