Como Geoffrey estaba casado, era evidente que tenía una única salida. Aunque no le gustaba, se daba cuenta de que iba a tener que aceptarla. Y el último factor que la decidía era Willow.

No sería tan terrible. Geoffrey era apuesto y estaba enamorado de ella. La trataría bien, y como no lo necesitaba en el aspecto financiero, podría seguir conservando su independencia. Eso le supondría ser colocada en una categoría distinta de la de las otras amantes de los lores. Y como amante aceptada y reconocida públicamente, estaría a salvo de otros hombres, porque ningún hombre en su sano juicio se acercaría a la amante del conde de Lynmouth.

La respiración de Geoffrey se había regularizado. Qué hermoso era así, dormido, realmente el conde Ángel, como lo llamaban, en cuanto el sueño borraba su arrogante y cínica mirada. Dormido, parecía casi vulnerable, a pesar de su fuerte personalidad. Skye dejó que sus ojos pasaran de ese rostro adorable a los anchos hombros y al poderoso pecho y luego a la delgada cintura y a las estrechas caderas. El conde tenía piernas bien formadas, largas y cubiertas de un vello fino y dorado; pies delgados, de arcos altos y uñas parejas. Le miró el sexo, ahora tranquilo y acomodado sobre el sedoso y rubio vello púbico como sobre un nido. Parecía tan dulce e inofensivo, y sin embargo, minutos antes había sido una bestia enorme, llena de venas azules, que la había arrastrado a placeres que ella no sabía que existieran. Quería extender la mano y tocarlo.

– Espero que todo merezca tu aprobación, cariño.

Ella se sobresaltó y se le llenaron de color las mejillas. Lanzó un suspiro de sorpresa.

Él rió, abrió los ojos y la apretó entre sus brazos.

– Así que estabas haciendo inventario, ¿eh, brujita? Te lo pregunto de nuevo, ¿cuento con tu aprobación?

Le besó la oreja con un movimiento de la lengua y luego le hizo cosquillas. Ella se apartó, temblando de excitación.

– Basta, Geoffrey. ¡Sí! ¡Sí! Me gusta tu mercancía.

Él le acarició un seno y le pellizcó el pezón.

– La reina va a descansar durante unos días, así que estoy libre. Quiero llevarte lejos y pasarme el día entero haciendo el amor contigo.

– ¡Sí! -dijo ella sin dudarlo y sorprendida de sí misma.

Él volvió a reír entre dientes.

– ¡Qué sincera eres! Eso me hace sentir orgulloso. Estoy de acuerdo con eso, amor mío. Conozco una posada a medio día a caballo siguiendo el río. Es pequeña y elegante, y la comida es excelente. El dueño me conoce bien.

– ¿Llevas allí a todas tus amantes? -preguntó ella con la voz más aguda de lo que hubiera querido.

– Nunca he llevado a ninguna mujer allí -respondió él sin alterarse, comprendiendo-. Es un lugar especial que me guardo para cuando quiero escaparme de lo que cuesta ser como soy. Pensaba que podíamos ir allí y ver si después de pasar unos días conmigo, aceptas ser mi amante. De esta forma, si decides que no, todo lo que haya pasado hasta entonces permanecerá en secreto. Aunque me gustaría gritarle nuestro amor al mundo, no quiero que te sientas avergonzada.

– Geoffrey, lo lamento. Lo he dicho sin pensar. Gracias por preocuparte de mí.

– Querida, he tenido varias amantes, pero tú eres como una esposa. Es difícil para ti aceptar una relación como ésta y lo sé. -Le tomó la cara entre las manos y la besó con ternura-. ¡Dios, tu boca es la más dulce del mundo!

Ella sintió que languidecía de nuevo y se reclinó sobre la cama.

Suspiró con alegría y sus ojos azules y cálidos lo miraron cuando dijo:

– Maldita sea, Geoffrey. ¿Qué tienes para que un solo beso me haga sentir débil y llena de sueños?

– ¿Y qué tienes tú, Skye, que con sólo mirarte me siento insaciable?

No tardaron en fundirse de nuevo en un abrazo mientras las bocas y las manos y las lenguas se devoraban mutuamente. Los cuerpos se unieron y se besaron hasta dolerles la boca y quedarse sin aliento. La virilidad del conde, despierta otra vez, rozaba el muslo de Skye. Ella estiró una mano y se la acarició con dedos burlones, luego buscó las bolsas debajo del sexo y pasó un dedo firme por debajo de ellas. El jadeó de placer y sorpresa.

Esta vez no hubo espera angustiosa. Ella separó las piernas y él se deslizó en la calidez que nacía entre ellas. Skye estaba confiada ahora y apretó los músculos de la vagina alrededor de él tal como Yasmin le había enseñado.

– ¡Dios! -exclamó él con suavidad cuando la ola de placer lo dominó. Se inclinó hacia atrás para hundirse más aún y ella volvió a apretarse a su alrededor-. ¡Basta, bruja! -suplicó él-. Es la tortura más deliciosa que haya conocido nunca, pero ahora basta, antes de que me muera. ¡Yo también quiero hacerte gozar!

Ella lo abrazó con fuerza y dejó de apretarlo, mientras él le murmuraba con suavidad al oído:

– ¡Brujita! Ya sabía yo que debajo de tu comportamiento cortesano había una mujer llena de deseos. Ábrete, amor mío, Dios, ¡qué dulce y cálida eres! ¡Me gusta sentir cómo tu horno de miel arde para mí, rebosa de placer para mí! ¡Me gusta sentir cómo me ama!

El conde se movía rítmicamente, con golpes largos, suaves, cada uno más profundo que el anterior. Ella sentía cómo su cuerpo se iba abriendo para recibirlo, tomándolo todo, deseando más todavía. ¡Oh, sí, quería más y más! Sollozó y sintió el éxtasis que la atravesaba como un viento huracanado, golpeándola con tal fuerza que casi se desvaneció y al caer en la oscuridad oyó el gemido de placer del conde.

Después, sintió cómo los besos de él le cubrían la cara. «Dios -pensó-, cómo puede llevarme tan lejos.» Abrió los ojos y le sonrió un poco estremecida con ojos brillantes y húmedos. Él sonrió también y le pasó un dedo juguetón por la punta de la nariz.

– Me has embrujado, mi amor de ojos azules. Mañana a mediodía nos iremos río arriba hasta La Oca y los Patos. No haremos otra cosa que hacer el amor en una habitación sobre el río, y comer bien y beber vino dulce. Te ataré a mí para que no quieras dejarme nunca. Nunca. -La besó de nuevo con fuerza, con pasión. Después, la soltó y se levantó de la cama. Reunió la ropa y le sonrió-. Mejor será que lo nuestro se mantenga en secreto durante un tiempo, cariño. -Los ojos verdes brillaron-. Aunque seguramente no te has decidido todavía, yo ya estoy seguro. ¡Quiero tenerte, amor mío! -Se inclinó de nuevo y la besó en la frente-. Que duermas bien. Estoy seguro de que te he cansado como corresponde. -Cruzó la habitación, levantó un tapiz que había en la pared y presionó sobre uno de los paneles de piedra. Se abrió una puerta.

Skye abrió los ojos, asombrada.

– ¿Adonde conduce este pasaje? -quiso saber.

– A mi casa -replicó él con un rastro de risa en su voz-. Recuérdalo, mi abuelo construyó esta casa para su amante.

– Entonces, no tenías por qué trepar por la ventana…

– No, cariño, pero pensé que sería más emocionante. ¿Tú no?

Ella empezó a reírse.

– Geoffrey, no estoy segura de que no estés loco.

Él sonrió. Después, le lanzó un beso y desapareció por el pasaje, cerrando la puerta tras él.

– ¿Con qué hombre me acabo de enredar? -dijo Skye en voz alta.

«Un hombre muy interesante, desde luego», contestó una voz en su interior, y ella rió en la oscuridad.

Capítulo 16

A la mañana siguiente, Skye envió a Daisy a buscar a Robert Small. El capitán había vuelto una hora antes del amanecer, agotado por la noche en vela. Cuando finalmente apareció, con ojos enrojecidos y cara hinchada, Skye hizo una mueca.

– ¡Robbie! ¿Cuánto bebiste, por Dios?

Él sonrió, sin ganas.

– No fue la bebida. Más bien las mujeres. Eran gemelas y tenían apenas dieciséis años. ¡Ah, la juventud!

– ¿Y tu amigo De Grenville? ¿Sobrevivió?

– Apenas. Gracias a Dios teníamos tu carruaje y he podido traerlo de vuelta a casa en él. Lo he dejado al cuidado de su mayordomo. Para ser marinero de Devon tiene un estómago de lo más débil.

Skye reprimió la risa que se estaba formando en su garganta. No habría sido amable de su parte reírse.

– Me marcho por unos días -dijo con voz tranquila-. Aunque esto es un secreto, me voy a una hostería río arriba. Se llama «La Oca y los Patos». Si hay alguna emergencia, ya sabes dónde encontrarme.

– No vas sola. -Una afirmación, no una pregunta.

– No. No voy sola, Robbie.

Robbie suspiró.

– Skye, muchacha, no quiero que te hagas daño. Southwood es un bastardo.

– No conmigo, Robbie. Y además, aunque esto te suene mal, no lo amo. Dudo que vuelva a amar a alguien alguna vez. Recuerdo demasiado a Khalid. Pero lord Southwood me gusta. Cuando llegue la primavera, tú te irás y yo soy una mujer sola. No tengo otra familia que mi hija. Mi vida empezó con Khalid. No tengo pasado. Con el aval de la reina, nuestra compañía comercial funcionará sin problemas, y con la protección del conde, estaré libre para manejarla desde aquí y no tendré que temer a otros hombres.

– Pero ¿y el precio de esa seguridad, Skye?

– ¿Ser la amante reconocida de Southwood? -rió ella-. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Casarme? Y tú sabes que necesito riqueza para proteger a Willow con dinero y respetabilidad. Amé a Khalid y estoy orgullosa de él, pero ¿qué futuro tendría mi hija si se supiera que su padre era el Señor de las Prostitutas de Argel? No, Robbie, el precio no es más alto que las ventajas que me reportará. El conde de Lynmouth nunca ha tenido una amante estable, nadie de mi importancia, y no creo que me reemplace pronto. Cuando Willow crezca, será la heredera de un «tío» poderoso y le conseguiré un buen marido.

Robbie se encogió de hombros.

– Ya has pensado en todo, según veo. Como siempre. No tiene sentido discutir con una mujer que usa la lógica. ¿Entonces tengo que desearte buena suerte?

– El conde me ama, Robbie. Y no es sólo porque lo diga. Lo noto. Las mujeres saben cuándo les están mintiendo. Y creo que no es fácil engañarme a mí.

– Ah, muchacha, solamente quiero verte feliz.

– Lo sé, Robbie, no te preocupes. No estoy en peligro, te lo aseguro.

Él le palmeó la mano, incómodo, y ella se inclinó y le besó la hirsuta mejilla.

– Ah, Robbie, ¿qué haría sin ti? ¡Eres mi mejor amigo!


Esa tarde, temprano, Robbie se quedó de pie en el umbral mirando cómo ella partía a caballo, al trote, por el sendero del río. Antes, se había ocupado de contratar a un barquero para que llevara su equipaje río arriba hasta La Oca y los Patos. Suspiró. Hubiera deseado poder olvidar todas sus dudas con respecto a esa relación entre Skye y el conde, pero no lo conseguía.

Skye estaba radiante al partir. No parecía preocupada, sino divertida. Vestía con elegancia un traje de montar de terciopelo negro con puntillas en los puños y en el escote, y estaba soberbia. Llevaba una capa que alternaba bandas de piel de marta con terciopelo negro y broches tallados en oro. El gorro era de piel de marta un poco oscura, como el resto, y contrastaba con su piel color crema. Llevaba botas negras del mejor cuero español y guantes color crema importados de Francia. Su gran potro rojillo la adoraba.

Como le había explicado a Robbie, ella y el conde se encontrarían a dos kilómetros de la población, en el camino del río. En ese punto era mucho menos probable que alguien los viera juntos. La tarde era fría y clara y Skye luchó contra el deseo de poner su caballo al galope. Como era la hora de la cena, las calles estaban casi desiertas. Había cabalgado ya unos minutos cuando oyó el ruido de unos cascos tras ella y al volverse se encontró con un hombre alto que cabalgaba sobre un importante potro negro.

– Señora Goya del Fuentes. Buenos días.

– ¿Señor?

– Niall, lord Burke. Nos conocimos anoche en la fiesta del conde de Lynmouth.

Skye miró de arriba abajo ese cuerpo hermoso y esos ojos grises. Era bastante atractivo, pensó, pero la estaba mirando con desaprobación y ella empezaba a sentirse molesta.

– Ah, sí, claro. ¿Cómo va el dolor de cabeza de vuestra esposa?

– Pasó, gracias. -Él movió el caballo para acercársele más-. ¿Siempre cabalgáis sin escolta, señora? Una costumbre peligrosa, diría yo.

– Voy al encuentro de una persona muy cerca de aquí, milord. No me ha parecido necesario traer a un sirviente -dijo ella, en un tono que dejaba claro que la pregunta la molestaba. ¿Cómo se atrevía ese hombre? Pero era evidente que no era fácil sacarse de encima a lord Burke.

– He oído que os criasteis en Argel. -Los ojos grises la examinaban de arriba abajo.

– Sí, milord, sí.

– ¿Vuestros padres eran irlandeses?

– Eso fue lo que me dijeron, milord.

– ¿No los conocisteis? -La voz del conde estaba llena de sospechas.

– No los recuerdo, milord. Un capitán me llevó al convento de St. Mary y me dejó al cuidado de las monjas.