– Tenéis un nombre extraño -dijo él tras una pausa.

– Así me llamaba a mí misma cuando llegué al convento, y las monjas le agregaron el nombre de Mary, porque Skye a secas no parecía muy cristiano. -¿Por qué estaba inventando ese cuento? ¿Qué diablos importaba que ella se llamara Skye? ¡Al diablo con ese hombre! ¿Por qué no se metía en sus propios asuntos? Estaba casi segura de que Geoffrey estaba detrás de la curva siguiente, esperándola. Sonrió con dulzura-. Debo irme, señor. Me están esperando. -Y antes de que él pudiera protestar, apuró al caballo y se alejó.


Niall no se atrevía a provocar un escándalo, así que siguió a trote lento. Al doblar la curva, la vio alejarse con un hombre que montaba un gran caballo marrón. Seguramente era lord Southwood, pensó Niall con amargura, recordando los chismes que había oído la noche anterior. Ahora estaba más confundido que nunca. Parecía Skye O'Malley. Hablaba como Skye O'Malley. Hasta el nombre era el mismo. Tenía que ser su Skye, y sin embargo… Meneó la cabeza. No parecía conocerlo.

Después se le ocurrió que tal vez ella sí había sobrevivido, pero había sido golpeada y violada por sus captores y encerrada en un harén y ahora sentía vergüenza de enfrentarse a él. Tal vez estaba actuando para alejarlo de su lado. Ah, pero entonces, decía la parte más lúcida de su mente, entonces… ¿cómo hizo para escapar? Y había una hija. Y el capitán Robert Small, un hombre de gran reputación, no sólo apoyaba su historia, sino que parecía protegerla.

Entonces se le ocurrió otra explicación. El capitán de un barco la había dejado en Argel. ¿Dubdhara tal vez? ¿Sería una de las hijas bastardas del viejo? Dios sabía que tenía muchos hijos bastardos en Irlanda. El viejo sátiro nunca había negado sus amoríos y apremios carnales. Pero si Dubdhara la había dejado allí, la pregunta era: ¿Por qué?

Niall suspiró e hizo girar al caballo para volver al pueblo. Recordó que estaba ya camino de casa cuando la vio salir de su mansión y decidió seguirla para poder hablarle de nuevo. Se estaba portando como un tonto. Tenía que tratarse de una coincidencia de nombres y apariencia. Era un hombre casado y amaba a su esposa, y Skye, su Skye, estaba muerta. Tenía que creerlo o se volvería loco.


Mientras tanto, el conde de Lynmouth y Skye cabalgaban juntos. Geoffrey Southwood estaba rebosante de amor por primera vez en su vida y ahora iba a pasar tres días con su amada.

– Eres hermosa -gruñó y ella rió, contenta, inclinando la cabeza hacia atrás para que la capucha de la capa dejara ver su rostro y el hermoso pilar de su cuello. El conde quería detenerse, hacerla descabalgar y cubrir ese cuello cremoso con besos-. ¿Cómo te las arreglas para ser tan hermosa tanto de día como de noche? ¿Sabes que me tienes embrujado, señora Goya del Fuentes?

Ella enrojeció y las largas pestañas negras dibujaron trazos de carbón contra las mejillas sonrosadas.

– Milord, me estáis haciendo sentir incómoda.

– Pero Skye… ¿Nadie te ha hecho cumplidos enloquecidos en toda tu vida?

– Mi esposo. -Una afirmación simple.

– ¡Ah, amor mío! Lo lamento. En serio. ¿Quieres que volvamos?

– No, Geoffrey. No quiero volver.

Él suspiró aliviado y se maldijo. Ésa era la primera aventura para ella y era evidente que no estaba muy convencida. El conde se estiró para coger su mano y siguieron cabalgando en silencio. Hacía un día de enero inglés magnífico: el cielo, azul brillante, sin una nube; el sol, amarillo y ardiente; el aire frío, áspero y vigoroso. El cálido aliento de los dos jinetes y los dos caballos formaba pequeñas nubes en el aire. El valle del Támesis se abría ante ellos con dulzura. Y los amantes parecían estar solos en el mundo, solos como Adán y Eva.

Ella cabalgaba en silencio con sus pensamientos. Le gustaba ese hombre, aunque dudaba de que alguna vez llegara a amarlo realmente, a él o a cualquier otro. El amor era una pasión y también un dolor. No creía que pudiera tolerar otra pérdida. Si se limitaba a disfrutar de la compañía de Geoffrey y de su deseo carnal, estaría a salvo y nada podría herirla.

Cuando el sol de enero empezaba a ocultarse tras el horizonte, llegaron a una pequeña posada encantadora sobre la ribera del río. Estaba separada del camino por una pared baja de piedra que se abría hacia un patio de ladrillos. A los lados de la entrada colgaba un cartel oval que mostraba una oca rodeada de varios patos. El edificio estaba recién pintado de blanco y adornado con madera, tenía un techo de tejas y ventanas de plomo rodeadas de macetas con flores y enredaderas. Se veía salir humo de la chimenea en el centro del tejado. Cuando los cascos de los dos caballos hicieron sonar las piedras del patio, un muchachito salió corriendo del establo para hacerse cargo de las dos cabalgaduras. Las manos de Geoffrey se demoraron en la cintura de Skye cuando la ayudó a descabalgar y ella sintió que la piel le hacía cosquillas de placer contra la seda de la ropa interior. Tomó la mano de él con firmeza y lo siguió a la posada.

– ¡Lord Southwood! -Un hombre alto, con una cara redonda como la luna, se acercó a recibirlos-. Bienvenidos, milord, señora. Recibimos vuestro mensaje esta mañana y la habitación está lista. No habrá otros huéspedes mientras estéis aquí.

– Mil gracias, señor Parker. Creo que tomaremos la cena apenas esté lista. Hemos cogido frío cabalgando.

– ¡De acuerdo, mi señor! ¡Rose! ¿Dónde está esa muchacha? ¡Rose!

– ¡Aquí estoy, papá!

– Lleva a lord Southwood y a su dama a la habitación, hija.

Rose, una hermosa jovencita con un voluminoso pecho, que amenazaba con salirse de la blusa, hizo una reverencia y sonrió con picardía mirando a los ojos al conde.

– Por aquí, señor, señora -dijo y los llevó no por las escaleras sino a través de un vestíbulo corto e iluminado por el sol hasta una pequeña ala adosada al edificio principal. La puerta se abrió para dar paso a una encantadora habitación de paredes blancas con una gran ventana curvada, una gran chimenea y una cama de roble tallado con colgaduras de lino verde y blanco. En las paredes y el techo sobresalían grandes vigas oscuras. A un lado del hogar había una mesa pulida con una vasija castaña de barro cocido llena de piñas. Más allá, dos sillas a juego con el resto de los muebles. Al pie de la cama, un baúl para las mantas y un asiento empotrado bajo la ventana, con almohadones de pluma forrados con la misma tela de lino verde y blanca de las colgaduras de la cama.

Rose tiró una rama encendida a la chimenea, que estaba preparada para ser encendida. Las llamas brotaron inmediatamente.

– El equipaje está junto a la cama, mi señor -indicó-. ¿Necesitáis algo?

Geoffrey miró a Skye.

– ¿Amor mío?

La sirvienta suspiró de envidia por la suerte de la bella señora.

– Un baño -rogó Skye-. No logro oler otra cosa que sudor de caballo.

El conde le sonrió y después se volvió hacia Rose.

– ¿Puedes ocuparte del baño, niña? -Su mano grande rodeó la cara de la muchacha y la miró a los ojos castaños y dulces como los de una ternera.

Rose casi se desmayó.

– S… sí, mi señor. Un baño. Enseguida.

Él dejó caer la mano y ella se volvió y huyó de la habitación. Él rió en voz baja y Skye se burló:

– Ah, Geoffrey, eres un malvado…

Él le sonrió.

– Supongo que sí -admitió. Y después-: Me bañaré contigo. Yo también apesto a caballo.

Extendió una mano y la atrajo hacia sus brazos, le quitó el gorro y le soltó el cabello para que le cayera sobre la espalda como una gran nube negra. Luego la apretó contra él con su fuerte brazo, mientras con la otra mano le acariciaba la seda negra de los rizos sueltos. Ella sentía que se debilitaba bajo sus caricias y luchaba por controlar sus emociones. Los ojos verdes se burlaban de sus esfuerzos y, durante un momento, ella se enojó y trató de escaparse. Él la soltó inmediatamente.

– Nunca te obligaré a nada, Skye -dijo en voz alta. Pero ambos sabían cómo acababa la frase: porque no tengo necesidad de hacerlo.

Se oyó crujir la puerta y entró un muchacho fortachón con una tina redonda de roble. Otros muchachos trajeron baldes con agua. Rose ordenó que colocaran la tina junto al fuego y la rodeó con un biombo tallado. Cuando la tina estuvo llena y los sirvientes se marcharon, la muchacha preguntó:

– ¿Me quedo para ayudaros, señora?

– Gracias, Rose. Sí. -Los ojos azules titilaron como los de una niña traviesa-. Lo lamento, Geoffrey, pero esta tina es demasiado pequeña para dos. Tendrás que bañarte después. -Era una pequeña venganza deliciosa y Skye tenía ganas de reírse. Se deslizó detrás del biombo y, sin prisas, se desnudó.

Sentado en la cama, él miró con los ojos entrecerrados cómo el traje de montar de terciopelo y luego la perfumada ropa interior pasaban a manos de la solícita Rose que los esperaba al otro lado del biombo. Luego oyó el ruido del agua que recibía a Skye en la tina.

– ¿Necesitaréis más ayuda, señora?

– No, Rose. Me lavo sola.

– Me llevo vuestro traje de montar y la capa para cepillarlos, señora, y vuestra ropa interior para lavarla. Después, volveré.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de la dama -dijo el conde mientras escoltaba a la muchacha hasta la puerta. Para resarcirla del rechazo, le dio una moneda de oro y le palmeó las nalgas. La puerta se cerró y el cerrojo sonó tras ella-. ¡Y ahora, señora…! -El conde cruzó la habitación y dobló el biombo. Ella estaba sentada en la tina, cubierta de espuma, con el cabello negro recogido sobre la cabeza. Lo miró, como burlándose.

– ¿Milord?

Él se quitó la ropa y después caminó con firmeza hacia la tina.

– ¡No! -chilló ella-. ¡Vas a inundar la habitación!

Él sonrió con malicia.

– Entonces, sal y deja que me bañe.

– ¡Todavía no he acabado!

– ¡Ah, pero yo ya estoy listo!

– ¡Maldita sea, Southwood! Dame una toalla…

Él sostuvo la toalla justo fuera de su alcance para que Skye tuviera que levantarse para cogerla. La espuma se deslizó sobre esas maravillosas curvas femeninas y Geoffrey Southwood jadeó complacido. La bestia que había en él se estremeció. Se aferró a un extremo de la toalla mientras ella agarraba el otro, y la acercó para besarla. Los pequeños y firmes senos, húmedos y tibios, chocaron contra su pecho como pidiendo algo.

– ¡Skye, mi dulce Skye! -la voz del conde sonaba rebosante de deseo. Después, sintió que el suelo cedía bajo sus pies y terminó sentado en la tibia y perfumada tina. Ella reía, con la boca abierta y llena de alegría.

– ¡Ahí tienes, Señor de la Lujuria! ¡Enfríate un poco y sácate del cuerpo ese olor! ¡Geoffrey! ¡Geoffrey! ¡Se nota que estás acostumbrado a salirte con la tuya con las mujeres! ¡Qué vergüenza, milord! Apenas llegas y ya estás coqueteando con la sirvienta. Después me besas, coqueteas con la sirvienta otra vez y le palmeas las nalgas. Sí, lo he visto, te lo aseguro. Y después tratas de meterte en mi tina para darme un beso y acariciarme. No, mi señor. Si me quieres para ti, exijo fidelidad. ¿Eres capaz de serme fiel, Geoffrey Southwood?

Durante un instante, un instante apenas, Geoffrey se enfureció. Se enfureció con esa mujer sin nombre, la mujer del Señor de las Prostitutas de Argel. ¿Cómo se atrevía a imponerle condiciones? Pero la miró y su rabia se esfumó. Ella tenía razón. No era una prostituta cualquiera, no era alguien a quien se pudiera ignorar o amar según el momento.

– Touché, cariño -admitió con desgana.

– Ya te enseñaré yo buenos modales, Southwood -aseguró ella con gesto travieso.

– Ahora, frótame la espalda -pidió él y ella aceptó.

Había decidido en las primeras horas del alba que si lo aceptaba como amante, sería en sus propios términos. No estaba dispuesta a ser una más para él. Tendría que aceptarla como su único amor. Le daría afecto y respeto, pero exigiría idéntico trato a cambio. Y si iba a serle leal y fiel, él debería obrar en consecuencia. Hasta ahora, había ganado la primera batalla.

Cenaron en la habitación, junto al hogar. Fue una cena simple pero exquisita: langosta hervida, alcauciles con aceite y vinagre, pan recién cocido con mantequilla, manzanas enteras cocidas en pastel, espolvoreadas con azúcar moreno y acompañadas con crema, queso picante y un poco de vino blanco. Después, se recostaron contra las almohadas de pluma de ganso sobre la cama perfumada con lavanda, con las manos entrelazadas y durmieron. Skye se despertó con el resplandor del fuego bailando en la pared. Instintivamente, supo que él también estaba despierto. Se volvió y apoyó la cabeza contra el pecho del conde.

– Qué mujer -susurró él, y le acarició el cabello-. Estoy enamorado de ti, Skye. Lo sabes, ¿verdad? Nunca me había enamorado antes, querida, pero Dios es testigo de que a ti te amo.