– ¡Háblale a pa, Anne! Prométeme que lo harás.
– Sí, Skye, no te preocupes. Le hablaré.
Las dos mujeres bajaron al salón principal del castillo, y Anne se dio cuenta de que los ojos de Niall Burke estaban fijos en su hermosa hijastra. Todo el tiempo. Esperaba al pie de la escalera y tomó la pequeña mano de Skye entre las suyas, la colocó en su brazo y se llevó a Skye sin decir palabra mientras Anne lo miraba, sin saber cómo detenerlo. Sólo Anne vio la peligrosa atracción que había surgido entre ellos. ¡Tenía que hablar con Dubhdara!
El piso parecía haber desaparecido bajo los pies de Skye. Se sentía como flotando en el aire. Miró con timidez la mano que cubría la suya. Era una mano grande y morena. Era mágica y cálida, y ella percibía la fuerza que se escondía en las profundidades de su palma. Le latía con furia el corazón. ¿Por qué se sentía así?
Caminaron hasta la gran chimenea flanqueada por dos leones de piedra. De ella emanaba un resplandor producido por los troncos de roble que ardían alegremente, crepitando de tanto en tanto. Se detuvieron y miraron las llamas durante un rato. Permanecieron uno junto al otro sin mirarse.
Finalmente, él dijo:
– ¿Por qué tiemblas cuando te toco?
– No estoy acostumbrada a recibir atenciones de los hombres -contestó ella sin aliento.
Él la obligó a volverse para mirarla a los ojos.
– No lo entiendo, Skye O'Malley. Eres hermosa, maravillosa… ¿No hay ningún hombre, ni siquiera tu prometido, que te haya murmurado palabras de amor al oído?
– No. -Ella tenía las mejillas sonrosadas y hablaba tan bajo que él tuvo que inclinarse para oírla.
Niall Burke estaba fascinado. Sentía que algo extraño le sucedía y sus voces interiores clamaban alarmadas ante sus propias reacciones.
– Mírame, amor mío -le ordenó-. Prometo que no voy a morderte, aunque Dios sabe que eres muy tentadora.
Ella alzó la vista con timidez, sus ojos azules hacia los grises de ese hombre al que acababa de conocer. Durante un momento sintió como si estuviera ahogándose. Se dio cuenta de que él sentía lo mismo…, ¡sí! Ninguno de los dos podía apartar la mirada. Estaban suspendidos en el tiempo; las almas flotaban entre los cuerpos uniéndose en un solo ser perfecto.
El hechizo se rompió con una carcajada que llegaba desde el otro extremo de la sala. Niall se estremeció y juró:
– ¡Por Dios! ¿Qué me estás haciendo, pequeña bruja? -Estaba sorprendido por lo que sentía-. Deja de mirarme, Skye, querida, o voy a hacer que los dos sintamos vergüenza. -Hizo un gesto a un sirviente que llevaba una bandeja repleta de copas de vino, tomó dos y le ofreció una a Skye. Bebió el vino de un solo trago y se sintió mejor con la sensación de calor que se extendió por su estómago. Por lo menos le daba algo en qué concentrarse para no tomar a esa niña del brazo y llevársela lejos para siempre.
Cuando se anunció la cena, lord Burke, como huésped de mayor rango, se sentó junto a la novia. Supo ser cauto y logró ocultar sus emociones, pero la comida le supo a arena caliente.
Era un hombre de mundo, experimentado como el que más, pero la muchacha le había trastornado como ninguna otra en toda su vida. Admitió ante sí mismo que deseaba desesperadamente acostarse con ella, pero había mucho más que eso, desde luego, algo que nunca había sentido antes. Y le había sucedido tan bruscamente que no podía comprenderlo.
Niall Burke era el hijo único de Rory Burke, el MacWilliam de Middle Connaught. El MacWilliam casi había perdido las esperanzas de tener un heredero. Sus tres esposas habían fallecido en el parto. La última, Maerid O'Brien, le había dado ese único hijo. Desde su nacimiento, Niall había sido un muchacho saludable y fuerte, pero el MacWilliam lo había sobreprotegido.
Su nodriza comía en la mesa del MacWilliam para que el señor de MidConnaught pudiera supervisar personalmente su dieta. La ropa del bebé se mantenía templada en invierno y bien seca en las épocas húmedas. Ningún bebé había sido tan bien atendido. Incluso de noche, mientras dormía, una nodriza se sentaba junto a la cuna y vigilaba su respiración y sus sueños.
A pesar de esos cuidados excesivos, el muchacho creció sin taras. Convencido de que por fin tenía un heredero que le sobreviviría, el MacWilliam se tranquilizó. Niall, un muchacho inteligente, recibió su educación de los curas y luego viajó a Inglaterra para estudiar en Cambridge. En los deportes era el mejor, y como nadie lo vencía en ningún terreno, lo apodaron el Hombre de Hierro.
Era el joven más veloz de Irlanda; desde los doce años nadie lo había vencido en la lucha; era un excelente espadachín y un gran halconero. Nadaba como si hubiera nacido para el agua, cabalgaba como un centauro y sabía seguir el rastro de un ciervo mejor que la mayoría de sabuesos.
Entre los catorce y los dieciséis años demostró su talante apasionado. Ni una sola de las sirvientas de su padre, ninguna de las muchachas que vivían en los alrededores del castillo dejaba de recibir sus atenciones. Gradualmente, sin embargo, apaciguó su deseo y empezó a elegir con más cuidado.
Rory Burke lo adoraba. Y cuando los abundantes bastardos de Niall se esparcieron por la campiña, se sintió seguro de que la familia florecería de nuevo.
Ahora deseaba que su heredero se casara con una joven de su rango que le diera hijos legítimos.
Pero Niall prefería la libertad.
La estancia en el castillo de los O'Malley había trastocado su vida. Niall se había enamorado de Skye. Como jamás le habían negado nada, esperaba conseguir a la chica fácilmente.
Eibhlin O'Malley estaba sentada a su derecha y él dedicó toda su atención a la monja durante la comida. Eibhlin se divirtió mucho al darse cuenta. Como Anne, era perceptiva y había notado la poderosa e instantánea atracción que se había despertado entre Skye y lord Burke. Sentía lástima por ellos.
Después de la cena, el O'Malley sugirió a Skye que le mostrara la rosaleda a lord Burke. No era raro que lo pidiera, porque Dubhdara estaba orgulloso de la belleza y el ingenio de su hija menor. Le gustaba impresionar a sus huéspedes con ella. Anne esperaba que lord Burke no olvidara que Skye iba a casarse muy pronto.
Niall y Skye caminaron juntos bajando por los escalones de la entrada y cruzaron por el puente.
Ninguno de los dos pronunció palabra. La luz malva y dorada del crepúsculo del verano irlandés les proporcionaba suficiente claridad. Hacía fresco y de vez en cuando la brisa les traía la fragancia sensual de las rosas.
– Mi madre diseñó este jardín y lo cuidó durante años -explicó Skye-. Adoraba las rosas. Era lo único que papá le permitía hacer. Ordenó que le trajeran plantas de todo el mundo. Es hermoso, ¿verdad?
– Encantador -replicó lord Burke con gravedad.
– Gracias.
Caminaron un poco más, sin decir nada. Cuando llegaron al límite de la línea de rosales, Skye se volvió para regresar al castillo, pero lord Burke la tocó en el hombro y ella se detuvo, con el rostro alzado. El fuerte brazo de él la envolvió de pronto. Una llama de feroz alegría la recorrió como un huracán. ¡Había sospechado que algo así sucedería! ¡Y lo había deseado! La oscura cabeza de Niall se inclinó y los labios de Skye O'Malley se abrieron levemente, como una pequeña flor, para recibir su primer beso.
Para su sorpresa, los labios de él le parecieron suaves. No lo había imaginado así. Él la apretó más contra su cuerpo y su boca pareció pedirle algo. Ella respondió instintivamente a esa petición y cruzó los brazos alrededor de su cuello. Los dos cuerpos se tocaron. Durante un segundo, a Skye le pareció que flotaba. Luego, bruscamente, él la soltó. Tenía los ojos iluminados por la pasión. La miró fijamente y murmuró con voz ronca:
– ¡Lo sabía! ¡Sabía que todo sería así contigo!
Durante un instante, la razón volvió a dominar a Skye, que tembló de arriba abajo. La preocupación enturbiaba la mirada de Niall, que tomó el rostro delicado de ella entre sus manos y murmuró:
– ¡No, amor mío! ¡No lo lamentes ni tengas miedo de mí! Dios, no, por favor. ¡No podría tolerarlo!
– No…, no entiendo -murmuró ella-. No entiendo lo que me pasa.
– Lo que nos pasa, amor mío. Nos está pasando a ambos, Skye. Casi no te conozco, pero estoy enamorado de ti. Nunca me había enamorado hasta el día de hoy, pero sé que estoy enamorado de ti.
– ¡No! -Las lágrimas rodaron por las mejillas de Skye-. No debéis decirme estas cosas, mi señor. Pronto, seré la esposa de Dom O'Flaherty.
– ¡Pero si no lo amas, Skye!
– ¡Milord Burke! Vos sabéis cómo son estas cosas. Me prometieron a él ya en la cuna.
– Hablaré con tu padre enseguida, amor mío. No debes casarte con O'Flaherty.
Ella lo miró interrogativamente a los ojos.
– ¿Y vos? ¿No habéis sido prometido también por vuestro padre, mi señor?
– Ella murió antes de que pudiéramos casarnos. No llegué a conocerla siquiera. Ven, amor mío, quiero besarte de nuevo. -La boca de Niall tocó de nuevo sus labios y Skye suspiró de alegría y se dejó llevar sin oponer resistencia a su deseo.
¡Era una locura, pero era cierto, él la amaba! Ese hombre extraordinario y famoso la amaba… Y ella, a él. Ella, Skye, la serena, se había enamorado a primera vista. Sentía cómo el cuerpo poderoso de él dominaba con fuerza sus deseos y lo amó más porque si él hubiera intentado tomarla en ese momento, ella se habría dado con gusto y él lo sabía, sí, tenía que saberlo.
Niall Burke la dejó marchar, sin ganas, los ojos cálidos, llenos de caricias.
– ¡Skye, dulce Skye! ¡Cómo me envenenas, amor mío! Ven, querida, volvamos antes de que pierda la cabeza. -La tomó de la mano y caminaron lentamente de regreso al castillo.
Anne O'Malley los vio entrar en el vestíbulo y se desesperó en silencio. Las mejillas de Skye estaban rojas, los labios acariciados por los primeros besos, los ojos perdidos en sus ensoñaciones. Anne se puso en pie. ¡Tenía que hablar con su esposo! Y de pronto, un dolor terrible le recorrió el vientre, rompió aguas y se le empaparon las enaguas y el vestido.
– ¡El bebé! -gritó, retorciéndose de dolor. Al instante la rodearon las mujeres. Dubhdara O'Malley se abrió paso hasta su esposa y la cogió entre sus brazos para llevarla arriba, a su dormitorio.
Nadie podía creer que una mujer que había dado a luz a tres bebés con tanta facilidad pudiera sufrir un parto tan difícil, pero Anne O'Malley luchó durante dos días. Eibhlin, que había aprendido los rudimentos del oficio de partera, trabajó mucho con ella. Pero el niño era grande y estaba mal colocado.
Cuatro veces la monja volteó al bebé para ponerlo en la posición correcta y cuatro veces el bebé volvió a su postura originaria. Finalmente, Eibhlin, desesperada, volteó de nuevo al bebé y tomándolo del hombro tiró de él lentamente. Con dificultad, Anne logró parir al niño que, como había augurado, era varón. Pesaba más de cinco kilos. Lo llamarían Conn.
Dubhdara O'Malley fue a ver a su joven esposa al dormitorio. La habían bañado y le habían puesto sábanas limpias, perfumadas con lavanda. Le habían dado una nutritiva taza de caldo de carne mezclado con vino tinto y hierbas para que dejara de sangrar y durmiera. Estaba agotada.
Las mujeres salieron de la habitación para dejar sólo a los esposos. O'Malley se inclinó y besó a su esposa en la mejilla. Parecía envejecido porque había sufrido mucho, pues había temido perder a la mujer que amaba.
– ¡Basta, Annie! Me parece que cinco hijos es suficiente, cinco y la esposa más hermosa de Irlanda… No quiero perderte, mi amor.
Ella sonrió, débil, y le palmeó la mano. Entonces, de pronto, recordó su promesa.
– Skye… -empezó a decir.
Durante un momento, él la miró intrigado, y luego su frente se despejó.
– Skye, sí, sí. La boda está preparada para mañana. No quieres que la pospongamos, ¿verdad, amor? No te preocupes, Anne, Skye estará casada mañana, no temas. Tú ocúpate de descansar y reponerte y si estás despierta antes de mañana por la noche enviaré a los novios a visitarte.
Anne trató de hablar, trató de decirle que debía posponer la boda, que casar a Dom con Skye era un error terrible. Pero las hierbas y el cansancio pudieron con ella. Intentó decir algo pero no pudo. Se le cerraron los ojos y ya no pudo volver a abrirlos. Anne O'Malley se había dormido con el sueño pesado y profundo de los somníferos.
Capítulo 2
Dubhdara O'Malley se quedó de pie, mirando a su hija dormida. Le impresionaba la hermosura de Skye. Hubiera deseado tener la fortuna y el nombre necesarios para darle un esposo más noble que el joven O'Flaherty.
No le entusiasmaban los ingleses, pero sabía que la Corte Real era el centro del mundo y pensaba en lo mucho que brillaría Skye en ella.
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